Por SAGRARIO BERTI
El eje que guía la práctica fotográfica de Graziano Gasparini es el registro de arquitectura, pero su obra no es solo registro. Su forma de documentar, atada a la circulación de publicaciones lo ha hecho ocupar un lugar predominante en el imaginario visual del país.
Gasparini llega a Venezuela en 1948, una etapa que marca el comienzo de la “modernización” del país, expresada en políticas de alfabetización, la construcción de infraestructura vial, la implementación de servicios sanitarios y la edificación de museos. Caracas deja de ser la ciudad de los “techos rojos” para transformarse en una urbe articulada por grandes avenidas, autopistas, urbanizaciones y el éxodo campesino origina la proliferación de viviendas informales en la periferia de esa urbe en construcción. A partir de la caída de la dictadura de Pérez Jiménez se suma a la euforia del “movimiento de la modernidad” en la reconstrucción civilista-cultural acompañando de figuras como Juan Liscano y Mariano Picón Salas y a la “integración de las artes” junto a Carlos Raúl Villanueva, Alfredo Boulton, Miguel Arroyo, Juan Pedro Posani, Alejandro Otero, entre otros. También promueve el arte moderno desde la Galería de Arte Contemporáneo unido a Moisés Benacerraf, Kathy de Phelps, Marcel Roche y otros.
En estos tres ejes de acción, Gasparini utiliza la fotografía para hilar discursos y como un medio para la divulgación y la formación de otros en sus ideas en dos ámbitos principales: las aulas y las publicaciones. En la Universidad Central de Venezuela proyecta diapositivas en clase, foros y conferencias, imágenes de su rica colección de 10.000 fotos y en medios impresos, hizo más de cuarenta publicaciones, siendo las más conocidas: Arquitectura colonial en Venezuela (1959), Los retablos del período colonial (1971), América, barroco y Arquitectura (1972), Formación Urbana de Venezuela (1991), Escuchar al monumento y Venezuela en blanco y negro (2009).
Ejercicios de repatriación
Gasparini se conectó con Venezuela desde su arribo: “Me interesó inmediatamente el país desde el punto de vista de mi gran pasión, que siempre fue la historia de la arquitectura”. En 1949 va al Tocuyo (Edo. Lara) para conocer iglesias erigidas en el período colonial y las registra. Entre esa fecha y 1959 atraviesa todo el territorio, acompañado de Olga Lagrange y su hermano Paolo. Graziano registra la arquitectura popular y del pasado de América Latina y el Caribe; mientras que Paolo no solo fotografía cómo viven y malviven los habitantes del continente bajo los quicios de estructuras modernas en las megalópolis y sus extrarradios, sino que también la mapea en las obras de Villanueva y en Panorama de la arquitectura moderna en América Latina (1977), junto al investigador Damián Bayón.
Gasparini se detiene en arquitectura eclesiástica, en restos del pasado prehispánico, en edificaciones civiles y militares construidas en la época colonial y centra su atención en el tipo de materiales —especialmente en el barro—, los métodos, técnicas de construcción y la distribución del espacio en viviendas populares o multifamiliares de todo el territorio nacional. Emplea la cámara como medio de transcripción objetiva; duplica la realidad apoyándose en la cualidad indicial del medio.
Mediante la fotografía, el autor realiza estudios comparativos entre diferentes estilos o técnicas de construcción. Por ejemplo, en Arquitectura popular de Venezuela (1986), realizado con la antropóloga Luise Margolies, pivota en torno al trasvase del uso del adobe de la provincia de Segovia a muros y arcos en Quíbor o Bobare y la relación de la teja andaluza con la “teja criolla” de las casas de Falcón. En este libro, la fotografía arquitectónica no es una mera representación visual de lo construido, sino que sirve para comunicar efectivamente la idea de comunidad que comparten ambos autores. Asimismo, emplea la fotografía para registrar el antes y después de una restauración o las transformaciones dinámicas de la capital. Esta intención de ficha y hecho factual, de fuente iconográfica, la encontramos en Caracas a través de su arquitectura (1969), publicado con Juan Pedro Posani.
Tiempo de alianzas
El momento de llegada de Gasparini a Venezuela es oportuno para lo que sería su trabajo documental, una suerte de taxonomía arquitectónica, por diversos motivos. Dos años antes, Juan Liscano funda el Servicio de Investigaciones Folklóricas Nacionales. En esta transición entre el final del gomecismo y la “modernización” del país, el proyecto de Liscano estuvo enfocado en recopilar, documentar, inventariar y clasificar —en medios sonoros, fílmicos, fotográficos y en diarios de viajes— el territorio nacional de acuerdo a los modos de vida de sus habitantes. Liscano buscaba vertebrar la imagen del país de acuerdo con expresiones culturales regionales y para ello contó con algunos fotógrafos como Gonzalo Plaza, Edmundo (Gordo) Pérez, Abilio Reyes, Margot Benacerraf y Luis Felipe Ramón y Rivera y él mismo. Su catálogo de nación lo complementa Graziano, décadas después, en sus libros, ya que su metodología es afín a la del escritor.
En las mismas fechas, Carlos Herrera (1940-1955) registra topográficamente al territorio con fotografías aéreas para la Cartografía Nacional. Los intelectuales capitalinos buscaban consolidar un imaginario nacional a través de fotos. Este se construía con secuelas de los relatos de viajeros publicados en El Cojo Ilustrado (1892-1915), las costumbres y tradiciones registradas por Carlos Cruz-Diez a partir de la década de 1940 y por Alfredo Armas Alfonzo o Miguel Acosta Saignes en la siguiente. Alfredo Boulton había mapeado visualmente al oeste de Venezuela en Imágenes de occidente de Venezuela (1940), Los llanos de Páez (1950), Tierra Venezolana (1953) y estructuraba la narración histórica “sobre la gente y el paisaje” de la isla de Margarita para La Margarita (1952), en un momento en que se comenzaba a construir un “ideario” nacional bajo la dictadura de Pérez Jiménez. Gasparini afianzó y divulgó las ideas de Boulton mediante sus publicaciones y sus clases en la Facultad de Arquitectura, lo cual tuvo una influencia directa entre estudiantes, quienes luego a su vez hicieron fotolibros. Pueblos de Venezuela (1984) y Caracas. Una quimera urbana (1985) de Ramón Paolini o Caracas (1988) de Gorka Dorronsoro son algunos ejemplos de ello.
Ya en democracia, para celebrar la caída de la dictadura y la esperanza de cambio, publica con Mariano Picón Salas Promesa de Venezuela (1964). Un libro ilustrado con fotos en blanco y negro y en color de diferentes regiones del país. Inicia con imágenes de fragmentos precolombinos, petroglifos y vestigios de la arquitectura colonial venezolana, y luego pasa a la arquitectura moderna y de las industrias petrolera, minera y automotriz, pertenecientes a los archivos de la Shell, Creole y CVG, y a los fotógrafos Márquez y De Steinheil. El texto de Picón Salas reflexiona sobre la promesa y deber del Estado de promover la civilización tecnológica como desafío histórico.
Otro libro realizado con narradores es Muros de Venezuela (1967). Allí capta fachadas y estructuras de muros de distintos lugares, fijando composiciones geométricas en color y en blanco y negro con rasgos estilísticos que coinciden, no solo con el vocabulario visual utilizado por los puristas de la fotografía —Edward Weston y Ansel Adams— de la década de 1940, sino también con trazos y trozos de la tendencia geométrica venezolana. En las imágenes, en formato cuadrado, prevalece el orden y las formas simétricas pintadas en la pared, en puertas o ventanas, según el estilo de la región. Al vincular arte moderno con expresiones populares vernáculas, hace patente el cruce simbólico de lo premoderno con lo moderno, dos corrientes antagónicas que definen la modernidad venezolana. Sin embargo, no solo privilegia la regularidad y el orden de los motivos pintados en las fachadas, también muestra la imperfección, el desgate, la ruina, la costra, la rugosidad, “las texturas primitivas” de los muros, lo que establece un vínculo con el arte informalista. El fotolibro se acompaña de frases poéticas de Guillermo Meneses. La combinación genera figuras visuales y un hilo narrativo. Palabra e imagen funcionan a modo de vectores polinizadores que configuran significados. Entre las imágenes evocadoras del texto y la representación de “lo real” en las fotografías se establece la tensión narrativa, un juego entre contrarios, construyendo relaciones dialécticas, generando discursos coautorales.
Territorialización de objetiva a emocional
En 1969 se publica Color natural, una reflexión sobre el color escrita por el dramaturgo Isaac Chocrón con fotografías de Graziano Gasparini y diseño de John Lange. Aquí la prosa del escritor es modulada por las fuentes tipográficas usadas por Lange, mientras que el vocabulario de la coloración del Caribe es comunicada por el fotógrafo en fragmentos de ventanas, puertas o tuberías industriales. Gasparini pone el color saturado y unifica realidades disímiles para reproducir la metáfora estridente del trópico. Algunas imágenes abstractas son parte de trazados cromáticos que oscila entre lo objetivo y expresivo. Los primeros planos hacen referencia a la Nueva objetividad de la segunda década del XX y a la estridente arte Pop en letreros y anuncios pintados en fachadas de casas. Gasparini utiliza la película a color como recurso expresivo y reproduce la misma paleta de su obras pictóricas. En el prólogo, escrito por Hans Newmann, se anuncia la estrategía de fotolibro: “Graziano Gasparini impresionó hermosamente negativos sin el menor apremio. Isaac Chocrón no tuvo que seguir la menor sugerencia para preparar su admirable texto. John Lange diseñó la presentación con total autonomía. Y al final, los tres felizmente comprobaron la unidad de la obra”. Hay simbiosis entre la secuencia fotográfica, el diseño y el texto, como debe haber en cualquier obra de este género.
Gasparini crea un discurso fluctuante entre arte, cultura y geografía; clasifica y ordena con criterios histórico-estilísticos y funcionales identidades arquitecturales en Venezuela y sus dinámicas mediante la fotografía. Quizás por la necesidad de adaptación del inmigrante de formar parte y hacer suyo el territorio, Gasparini enlaza la fotografía documental “objetiva” a lo emocional. Conceptualiza y da representación a las regiones del país al crear un inmenso universo visual de acuerdo con los elementos constructivos de cada una. Las fotografías otorgan identidad estableciendo una especial categorización basada en el reconocimiento del investigador de la domesticación de materiales vegetales y minerales: el barro, la trama de cañas y horcones, la piedra de los zócalos y muros de bahareque. Con ello otorga una simbología física, concreta, a una arquitectura sincrética e híbrida. Crea un extraordinario inventario sobre los métodos de construcción en el campo venezolano antes de la estandarización de modelos de vivienda rural, y genera “un mundo que ni él ni los que lo habitaban sabían que existía”, como acota Enrique Larrañaga.
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