No sé ustedes, pero últimamente yo tengo la impresión de vivir en una realidad paralela, que cada vez me es más ajena. Muchas veces me pregunto si esto es el resultado de la edad que ya, por suerte o por desgracia, voy alcanzando.
No es que sea un anciano, no se crean. Tengo 51 años. Supongo que, según el observador, soy todavía un hombre joven o, por el contrario, un anciano caduco. El otro día me decía mi mujer, que es infinitamente más joven que yo, al menos un año, que estamos en la infancia de la vejez.
No creo que esta reflexión salga de ella, precisamente porque es muy reflexiva y no pierde el tiempo con estas gilipolleces, así que entiendo que ya hay una nomenclatura establecida por algún sabio de mercadillo para estas edades nuestras. Maquillar la edad con expresiones como «segunda juventud» no es algo nuevo y corresponde, según mi criterio, al miedo atroz que le tenemos al envejecimiento.
Yo, la verdad, me siento joven, pero cada vez tengo más arraigada la sensación de que este mundo ya no es el mío; algo se me está escapando de las manos. Tengo que recalcar que, afortunadamente, soy un hombre con un nivel cultural que considero aceptable, más bien satisfactorio. Soy ingeniero informático por la Universidad Pontificia de Salamanca; quizá, por este motivo, odio profundamente los ordenadores y la tecnología en general. Yo conozco al enemigo, como Gila. Puedo hablar de tú a tú con toda esta purrela tecnológica que nos invade y les puedo asegurar que tengo muy claro el engaño al que nos hemos visto sometidos en el siglo XXI.
Baste analizar lo que pasó esta semana, el 4 de octubre de 2021, fecha marcada ya en rojo en los anales de nuestra historia moderna. Ayer, sin comerlo ni beberlo, dejó de funcionar Whatsapp. Y no solo eso, sino también Facebook e Instagram, redes pertenecientes, todas ellas, al ínclito Mark Zuckerberg.
Algo tan nimio como que se caiga una aplicación, o varias, abrió los telediarios de todo el planeta. Incluso el genial Juan Ramón Lucas le dedicó el comentario inicial de su programa “la brújula». No es que no tenga importancia, por supuesto, pero el hecho es que, echando la vista atrás, mi generación ha vivido al menos 35 años sin estos programas de mensajería y redes sociales y hemos podido sobrevivir a ello.
En este sentido, alguna que otra vez mis hijos, ya grandes, me han preguntado cosas como «¿cuándo no existían los móviles, como lo hacíais para quedar?».
Coño, evidente. Quedábamos el día antes; o utilizábamos esa pieza de museo que cada vez se encuentra en menos casas, producto del ingenio de Alexander Graham Bell, el teléfono fijo. Es cierto que si uno de estos jóvenes tan avanzados intentase utilizar el teléfono de rueda, probablemente acabaría con varios esguinces en los dedos sin conseguir su propósito, pero entonces cumplía su función. Bastaba con llamar a la gente a casa en un horario en el que, razonablemente, pudiera encontrarse allí. Y si no se encontraba, aquí paz y después gloria. Se quedaba sin salir y listo.
En mi caso, el viernes, directamente, los amigos quedábamos para el sábado. Generalmente, en tal metro, a tal hora. Y el que se retrasaba más de 10 minutos, pues a buscarse la vida.
Yo me he pasado tres horas esperando en una pizzería de mi lugar de veraneo, Campoamor para más señas, porque mi novia me iba a llamar para felicitarme por mi cumpleaños, el día 5 de agosto y, como no tenía teléfono en la casa de la playa, me llamaba a la pizzería que, además, era de un colega mío. Es cierto que mientras esperaba, quería matar a los que pasaban por allí a usar el teléfono, que era un teléfono público de esos de monedas. Ahora ya no hay teléfonos públicos y me temo que muy pronto tampoco habrá monedas.
Finalmente, no me pregunten cómo, sobre todo los millennials, conseguíamos nuestro objetivo y la comunicación se llevaba a cabo con más o menos eficacia.
Ahora, cualquiera puede llamarte a cualquier hora, aunque sea domingo, aunque estés en tu tiempo libre, y esperar una respuesta inmediata. Si no es así, nos ponemos nerviosos. Hemos perdido nuestra libertad, nuestra privacidad, nuestro tiempo privado; ¿y todo ello en pro de qué? De la inmediatez, de la eficacia, del ego.
Cabe preguntarse si la tecnología está al servicio del ser humano o, por el contrario, es el ser humano el que está al servicio de la tecnología. Yo soy de los que consideran que este segundo supuesto es el más cierto.
Nada me gustaría más que partir, con lo básico, hacia la montaña, donde nadie pudiera localizarme, para llevar una vida retirada y monacal, lejos de la tiranía de lo inmediato. Sin teléfono móvil, por supuesto.
Pero, bien pensado, ¿cómo iba a mantener informados de todo ello a mis seguidores de Twitter?
Sean felices y coman perdices. O lo que coño coman ustedes cuando son felices. Si no lo tienen a mano, pidan un Globo.
@julioml1970
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