El solo título de este escrito bien pudiera resumirse en dos términos para dar cuenta de la reflexión que a continuación me propongo hacer a propósito del lugar de las ideas y de las palabras en el complejo proceso de fragua y forja del lenguaje literario en general y del poético en particular. Como se cuenta que le dijo el poeta Stephan Mallarmé al artista plástico Edgar Degas a propósito de la materia prima que ha de emplear el poeta para escribir el poema. Decía el poeta Mallarmé que era con palabras con que se escribía un poema y no con ideas. Me gustaría intentar «desmenuzar» este profundo enunciado del poeta galo. Ciertamente, en la «viña del Señor» hay de todo y para todos los gustos. Existen escritores; llámense poetas, narradores, cronistas o ensayistas que «nacieron» -es un decir, metafóricamente se entiende- con el tráfago farragoso de la frondosidad argumental en el alma. Son los escritores proclives al cultivo de la frase o el párrago abundoso, neobarroco, rococó, de exuberante prodigalidad verbal ostentatoria. Por doquier suele usted encontrar escritores que se prodigan en torrenteras de imparables e indetenibles aluviones y cascadas de verbosidades léxicas que privilegian y pivotan la(s) idea(s) en obvio detrimento de las palabras. Evidentemente son biomáquinas que segregan excesivas ideas abstrusas, llenas de un asfixiante hermetismo y una indigesta pirotecnia sintáctica que ahogan las palabras naturalmente expresivas y en su lugar entronizan un delirante expresivismo rayano en el psicopatológico vaniloquio. Cuando las palabras son destituidas de su sagrado lugar dentro del contexto de la frase u oración para darle paso a la idea vacua e ininteligible y reiterativa entonces estamos en presencia del lamentable birlibirloque de mal gusto, del abusivo empleo infame del saltaperico semántico y de la fealdad sintáctico-gramatical. Cuando ello ocurre -no hay que escudriñar demasiado para darse cuenta de su proliferación en medios de opinión- la palabra estética y llena de donaire expresivo, la palabra sabia y certeramente colocada en el lugar exacto donde debe ir cede su encanto y capacidad de seducción dando lugar al estridentismo y la engorrosidad discursiva vana y huera. Obvio, ahí justamente puede haber cualquier cosa menos poesía. Puede haber ruido, propaganda, ideología pero nunca belleza poética; pues el lenguaje lírico posee, intrínsecamente, equilibrio y ecuanimidad (morigeración) al tiempo que comporta una sobria dosis de eufonía creando una singular músicalidad de la expresión conocida como la música de las palabras.
La arquitectura y disposición organizativa de las palabras en el espacio de la página no debería ser óbice para que el enunciado empalabrador y empalabrante diga aquello que está obligado o destinado a decir en su estro locucionario. Es decir, la prosa o el poema, para que exprese su auténtica esencia, debe decirlo esforzándose al máximo posible en trascender los cartabones genéricos y los corsets formales a que el lenguaje tradicional tiene acostumbrados a los que utilizan la escritura como medio principal de expresión.
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