Eran varios como él y todos pasaron por lo mismo…
Camaleón vivía en el campo, tosco y arisco, pues; que no es lo mismo, pero es igual. Todo un animal. Después se mudó a un apartamento, como si tal cosa. Tipo normal, suele uno escuchar. Luego se mudó a una casa enorme. Verde, se la pasaba sobre un mazo la mayor parte del tiempo o dándose aire, echado en un chinchorro. Era tan chupanista y flojo que no se pelaba ni la siesta del zángano.
Vivía solo y aquella casona era suficiente para ambos, él y su enorme ego. Se alimentaba de su ego y de lo que le robaba a los demás, y su ego se lo comía a la vez en un ejercicio permanente y recíproco de egodicción. La dieta era tal que ambos padecían de hibris.
Se robaba lo que no se le era dado. En una ocasión, cuando ejerció cargo público, malversó bastante, según se hizo público y notorio. Al salir, se llevó hasta los lavamanos. Llamarle el barbarazo era un secreto a voces.
Camaleón saludaba cuando le convenía algún vecino, si este subía en el ascensor. Pero si aquel bajaba por las escaleras, ni volteaba. Por las mañanas, Camaleón salía vestido de un color, cambiaba de tono durante el día y hacia la tarde volvía con otro, según el biorritmo exterior.
Zamarro, veía a los otros de soslayo, con el rabillo del ojo, desde los hombros hacia abajo. Nunca miraba de frente. Echón y retrechero, se refocilaba en su arrogancia. Creía que era inmortal, por su cuero duro. Siempre iba como peído del culo de Júpiter.
Engatusar, procrastinar, mandar, vilipendiar, traicionar, traficar, aniquilar, maldecir, eran sus tareas predilectas.
Acostumbraba levantar una pata para exigir silencio porque estaba pensando, decía, creyendo que pensaba.
Era un infame de función y carrera -cosecha suya porque esos atributos no los había heredado de nadie- y su bilis se la cobraba al resto del ecosistema al que no pertenecía, precisamente.
El día menos pensado, Camaleón amaneció muerto, reventado por las ruedas de un camión desconocido. Se le salieron todas las tripas. No se le encontró corazón. Nadie lloró. Ni tan siquiera se encontró papel para envolverlo. Su cuero seco quedó deslizándose por un tiempo en el pavimento de la autopista al vaivén de las ruedas de los carros y las pisadas de los transeúntes hasta que desapareció sin más.
Eran varios como él y todos pasaron por lo mismo…
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