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En pos de la libertad perdida (III): probidad, conveniencia y «merecimientos»

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Una sociedad no acaba ilesa su tránsito por años de opresión y desmedida ruindad, y en el caso de la venezolana, luego de uno de más de dos decenios que todavía no culmina, se cuenta entre los mayores daños que este ha ocasionado su total pérdida de la capacidad de ver la probidad. Solo pueden los ojos de la nación, como muchos otros en el mundo, reconocer o columbrar formas en el oscuro espectro de lo deshonesto, de lo torcido, de lo vil, de modo que las huellas de aquella se acarician con nostalgia en las páginas de la historia ante su inadvertida figura en el aquí y ahora. Una figura que, aunque invisible, sí se ha desarrollado plena en cuanto cualidad dentro de lo muy imperfecto, como lo ha podido hacer desde que los primeros seres humanos se constituyeron en sociedad, ya que si bien de la humanidad no es atributo la perfección, la honradez sí es posible en ella.

De manera paradójica, o precisamente por esa perjudicial ceguera, del beneficio de la duda que con tanta prodigalidad la misma sociedad le da a mentirosos pisapasitos, expectantes ladrones y politiqueros de toda laya, ni una migaja queda para aquellos probos que en virtud de tal característica, inusual para sociedades que sobre «verdades» como la que resume el «todos tienen su precio» han construido su visión acerca del «otro», se convierten en blancos del grueso de las sospechas y en protagonistas de las más sórdidas ficciones entre los ecos de las carcajadas de quienes, libres así del escrutinio, respiran felices el libertinaje de delincuentes e inescrupulosos, con el agravante de la progresiva degradación de los «buenos» que se embarcan en cruzadas concebidas con el fin de tratar de develar el supuesto mal que oculta una probidad que no cabe en su noción de lo posible y que, para esto, por el «bien mayor», comienzan a traspasar los límites claramente definidos hoy dentro del marco de los derechos fundamentales y a transformarse a consecuencia de ello y sin notarlo en lo que combaten; algo por demás frecuente en el longuísimo catálogo de los afrentosos hechos de la humanidad, como lo recuerda, verbigracia, el criminal espíritu en el que devino el ardiente celo de Robespierre por el «bien».

Claro que del mencionado escrutinio no debe quedar exento ningún actor que intervenga en los asuntos comunes, incluyendo los que públicamente expresan sus opiniones sobre ellos, pero nada justifica la violación de tales derechos, máxime porque de cada línea traspasada a la siguiente hay menos de un paso y porque además posee la indagación caminos éticos. En las otras vías no permiten las espesas brumas distinguir esas líneas y de una aparentemente inocua puesta en escena protagonizada por plañideras de pueblo para infantiles ordalías con el conocido veredicto preestablecido —pues si el sospechoso se ciñe su «armadura» y va al rescate resulta culpable, por promotor del paternalismo, y si no lo hace, también, pero por indolente, por su «falta» de solidaridad— puede pasarse un segundo después a la violación de la esfera privada cuya sacralidad se establece de indubitable forma en el artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. ¿Y en qué se diferencia el que penetra en la santidad de ese espacio como ladrón en la noche de quienes adolecen del tipo de voracidad que acabó con la vida de la princesa de Gales o de los que imponen dictaduras «proletarias» como medios «emancipadores»?

Sea lo que fuere, en estos primeros años del siglo XXI, caracterizados por la extrema depauperación de una cultura democrática ya de por sí en crisis, la ceguera en cuestión solo ha facilitado el accionar de los dos grandes grupos que sostienen y han contribuido a la expansión del global bloque totalitario, esto es, el de los sociópatas que a la violencia han sabido sumar mil formas de presión y otras tantas de sutil manipulación para usurpar y mantener el poder del que abusan y con el que sojuzgan a placer, y el de sus «adversarios» a la medida hechos con el patrón de la cortedad y de la avidez por el rápido enriquecimiento y por una figuración tanto desembarazada de las responsabilidades del buen gobierno —pues es más redituable para muchos pasar por aguerridos y «brillantes» opositores de lo más infame que vencerlo y, por tanto, tener que asumir la titánica tarea de liderar la construcción de algo mejor a lo arrasado por ese mal— como propicia para el mismo arribismo internacional de los que con suma facilidad, y ante adolescentes «maratonistas», activistas de banderas glaucas, burócratas del minué seudopolítico e irreflexivas e infantilizadas masas —que no mayorías— de un mundo propenso por su pereza al consumo de las apariencias ontológicamente validadas por las redes sociales, pasan asimismo por protohombres —y protomujeres, en caso de que no se haya entendido el adecuado uso del masculino como término no marcado de la oposición gramatical «hombre/mujer», que nada tiene que ver con las nociones de sexo, género, igualdad e inclusión desde la perspectiva de los derechos humanos— y estadistas dignos de un Nobel de la Paz y de alguna «alta» comisión.

Entretanto, a los más se les ha ido escapando la vida en su prisión de dudas sobre la posibilidad de lo probo, incapaces ya de reparar en lo conveniente, en las oportunidades que bullen allende los confines de la ciénaga de la politiquería de siempre. Y no es que la duda sea inconveniente, por cuanto sí es sana, necesaria y beneficiosa la que ayuda a tomar buenas decisiones, pero esta no debe confundirse con la patológica desconfianza disgregante erigida en fortísima columna vertebral del neototalitarismo. Basta con recordar a Óscar Pérez, indistintamente de que se esté o no de acuerdo con la alternativa en la que él creyó, quizá con plétora de ingenuidad, para ver cuán inicuo es su imperio.

Un hombre probo se topó como tantos con aquella sólida muralla de desconfianza y, solo en el terreno al que lo llevaron sus bienintencionados pasos, pagó con su vida el haberse dejado guiar por esa ingenuidad, ascendiendo así al olimpo de los deificados héroes. Pero ¿de qué sirven las apoteósicas expansiones de altares patrios si las cadenas de la opresión se engrosan con cada pérdida de un imperfecto humano probo no reconocido a tiempo como tal? ¡Vanos paralipómenos de la contemporaneidad! Paralipómenos de sociedades que siguen sin comprender que esta guerra de guerras no se ganará con sáxeos pechos expuestos sobre aire bañado por un radiante sol, sin norte y sin el apoyo de desconfiadas mayorías, sino con una probidad reconocida y aceptada por estas en el sigilo genitor de la emancipación y desplegada luego sobre un camino de inteligencia y cautela dirigido a lo factible y transitado por todos los que anhelan su libertad.

Aún no se ha terminado de entender esto, sin duda, y no son pocos los que, sin ver lo conveniente, insisten en seguir acumulando estampitas de mártires para sus desesperadas horas de oración a ras de los escabeles que cercan el inframundo al que, desde la mesa puesta sobre sus cabezas, llegan las cacofónicas notas producidas por el basto movimiento de cubiertos y copas en el ostentoso banquete de tirios tiranos y troyanos traficantes de la angustia. No lo comprenden y en virtud de ello claman por las mismas demostraciones y «bregas» que en lugar de buenos líderes, derribados uno tras otro en las arenas del circo de la bestia opresora, han dejado malcriados mediocres con legiones de oportunistas adláteres.

La ingenuidad se sigue tomando por valentía y la probidad, cuando está indisolublemente unida al sentido común y a la inteligencia, por la fuente de los males que han reducido a una camuflada esclavitud. Esto en un contexto en el que continúan siendo escasas las capacidades para la oportuna identificación de lo conveniente y en el que, además, predomina la sempiterna confusión por la que en sociedades no desarrolladas se concibe cualquier posición de poder como una suerte de «premio» para la persona que «demuestra» que lo merece —y de apariencias aceptadas como «demostraciones» de supuesta idoneidad abundan los ejemplos en países como los latinoamericanos— en lugar de verse como temporal destino al que se debería ayudar a llegar a personas en verdad idóneas por ser ello lo que requiere y merece la propia sociedad.

El mayor óbice al desarrollo lo ha constituido, de hecho, tal creencia, por cuanto de la idea del poder como «premio» para una persona han derivado las tóxicas relaciones de autodestructivas hinchadas con personajes como Hitler, Castro, Chávez o Bukele. En cambio, con la noción de poder como instrumento de la sociedad operado en sus términos y en pro de su beneficio por las personas con las competencias para asumirlo, han tejido las naciones más avanzadas el suyo.

¡Cuánto falta! De la introducción de la lección no se ha aprendido ni la mitad.

@MiguelCardozoM

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