Pensar a Philip Roth equivale a resolver el nudo de cómo elogiar a Philip Roth: qué decir de quien debe ser el más laureado (ha ganado todos los premios literarios más importantes en Estados Unidos y en Europa), el más desentrañado, el más polémico, el más admirado entre los escritores americanos vivos (*). Volver a leer Pastoral americana equivale a, al menos para mí, abandonarme a Roth: hacer caso omiso de mis urgencias y asignaciones pendientes; sustraerme al rumor de las otras lecturas; todos mis sentidos volcados, succionados, jalados por la historia de Swede Levov.
Comenzaré por esto: leer a Roth es una experiencia de la corporeidad: Roth escribe desde una disposición que es mental y física. Avanza hacia el lector. Con pericia infatigable, con un vigor que no se interrumpe, narra. Narra en la proximidad. Como si estuviera demasiado cerca. Porque Roth cerca al lector. Levanta los paneles de su historia desde adentro. Llega un punto donde estás rodeado e imbuido. No solo conectado a su trama, sino dispuesto a escuchar los sutiles sonidos de sus disquisiciones: Roth es un maestro de la disquisición. Para convertir a sus personajes en personas reconocibles, a veces procede por afirmación, pero otras por sintonización: hace afirmaciones extremas que luego va ajustando hasta encontrar ese punto donde el lector siente que se ha reconciliado, porque el escritor finalmente le ha develado el alma, el quid del personaje.
Pero la cuestión de la corporeidad no se limita al carácter que tiene su prosa como cosa-que-se-ofrece-al-lector (como se ofrece una fruta abierta, ya despojada de casi de todas sus incógnitas, salvo el secreto de su sabor): Roth es el narrador del cuerpo. El celo que invierte en dotar a sus personajes de una condición corporal, tarde o temprano, una y otra vez, cristaliza en sus historias. Quiero decir: uno de sus rasgos diferenciadores es su talante para que las historias encarnen (alcancen un hito en el cuerpo de sus protagonistas). Allí donde Ernest Hemingway fue a menudo un maestro del gesto de incalculable potencia sugestiva; o donde John Cheever permanece imborrable en escenas donde el dolor humano se hace visible en la renuncia o el silencio; así Philip Roth debe ser el más incombustible, relampagueante y decisivo usuario de los recursos del cuerpo: como forma simbólica y materia narrativa; como plataforma y culmen de sus historias; como plenitud y aflicción de lo humano; como la dimensión real donde ocurre la lucha irremediable entre el deseo y la muerte. Y es Pastoral americana (también en El mal de Portnoy, La mancha humana y Elegía) una de sus novelas donde el cuerpo, ese cuerpo que cada quien experimenta de un modo intransferible, se expresa intensamente en un catálogo de versiones que sería imposible enumerar (una primera clasificación de las formas corporales de Pastoral americana sería por sí misma, materia de un jugoso y sorprendente ensayo que, posiblemente, pondría de bulto que la enzima clave del pensamiento narrativo de Roth es su obsesión por las implicaciones ocultas o indescifrables del cuerpo humano).
La ansiedad, la desmesura
No me extenderé en el requisito de adelantar el asunto de la novela: Nathan Zuckerman, el harto conocido alter ego de Roth, cuenta la historia de un judío, Swede Levov, atleta de brillo y ciudadano intachable, que recibe en herencia una fábrica y se casa con una bella mujer de New Jersey. Una personalidad moderada, un ciudadano ejemplar, un alma empeñada en dar con el lado benévolo de las cosas. Un hombre de provecho, cuya vida se hace trizas en el instante en que entiende que su hija es una terrorista (Zuckerman, quizás el más emblemático de los personajes creados por Roth, actúa como narrador en unas ocho o nueve novelas suyas).
La idea de que toda vida puede ser sorprendida, como en tantas otras ficciones de Roth, es el elemento de ignición (“Lo inesperado es la otra cara de todo lo demás”). El sujeto corriente, el común portador de ilusiones, se ve sometido a los avatares y tormentas de lo inesperado. La vida se presenta en forma de duras lecciones. O, más aún, en forma de pura impotencia (“Y ahora llora con naturalidad, no hay ninguna línea divisoria entre él y su llanto, y es una experiencia nueva y sorprendente”).
Más que hacer un compendio de los modos de sufrir, a Roth le inquieta el funcionamiento de la mente bajo situación de asedio (su descomunal colección de entrevistas a escritores como Primo Levi, Aharon Appelfeld, Bernard Malamud, Ivan Klima, Saúl Bellow y otros, reunidas en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, es en su fondo una indagación de la plasticidad y la condición multiforme del asedio). Porque Philip Roth es un instrumento registrador capaz de eludir lo obvio para internarse en los pliegues de la personalidad. Un dotado del don de la observación. Un explorador del carácter que se realiza en el descubrimiento interior de sus propios personajes (en mi experiencia, creo que son pocos los narradores posteriores al Tolstoi de Anna Karenina que han logrado cavar en la psique de sus propias creaciones, como hace Roth con Alexander Portnoy en El mal de Portnoy, con Swede Levov en Pastoral americana o con Coleman Silk en La mancha humana).
Roth no se propone develar (denunciar) la dosis de engaño o simulación que contiene el lado visible de lo que ocurre. Su vocación es la persistente fragilidad de lo aparente. Lo recurrentes que son los mecanismos de la ilusión. El infantilismo subyacente en los seres humanos que, a pesar del paso del tiempo, insistimos en engañarnos a nosotros mismos. A Roth le atrae esa ambivalencia, que es el sino de nuestras vidas: “no solo olvidamos las cosas porque carecen de importancia sino también porque importan demasiado (porque cada uno de nosotros recuerda y olvida siguiendo una pauta cuyas laberínticas vueltas constituyen una señal de identidad no menos distintiva que una huella dactilar)”. Y es en esa cesura, en ese titubeo esencial, de donde surgirá el paso en falso, el movimiento torpe, el gesto regresivo que lo derrumbará todo. Todo (“Era como si mientras sus vidas estaban llenas de satisfacciones estuvieran en secreto hartas de sí mismas y desearan prescindir de la cordura, la salud y todo sentido de la proporción a fin de abordar ese otro yo, el yo verdadero, que era un fracaso totalmente engañado”).
Insaciable apetito
Me valdré de un ejemplo: la fábrica de guantes de cuero para mujeres que Swede Levov hereda de su padre. Si mal no recuerdo, deben ser unas diez o más páginas de apretada prosa las que Roth ordena para contarnos los secretos industriales y comerciales del negocio. El auge y el declive del uso del guante. Los requisitos que debe cumplir un buen proceso de curtimbre. El beneficio insustituible del guante cocido a mano.
A dónde voy con esto: no hay una línea en Pastoral americana que sea mera referencia. Insisto: ni una línea que no posea una densidad vital, ni una línea que no esté articulada a una experiencia de significación. Y es que, según creo, los apetitos de ese Roth de los años ochenta y noventa (Pastoral americana fue publicada en 1997 y en 1998 obtuvo el Premio Pulitzer) eran de rango muy amplio. Una anchura que lo anhelaba todo. Hasta tal punto, que cualquier delimitación temática corre el riesgo de ser reduccionista (como por ejemplo, decir que Pastoral americana es una historia de judíos de Newark, pertenecientes a la pequeña burguesía, lo que borra la potente proyección de 360 grados que emite la novela sobre la sociedad norteamericana en su conjunto).
Ese registrador de afinada aguja para los altos y bajos de la mente, ese voraz de las variaciones del corazón humano, ese sujeto de sensibilidad abierta hacia las formas de la conducta (como otros grandes narradores norteamericanos, también Roth es maestro de las reacciones de los personajes a los imprevistos), ese investigador que transita hasta el extremo de diferenciar la calidad de los hilos con los que se cose un buen guante de cuero, deriva en esto: un narrador de pronunciación perfecta. Un narrador que se permite transitar por todo (esto es literal: por toda forma sensible) y que lo hace con una precisión y una nitidez que, en mis emociones de lector, es simplemente incomparable.
Tengo amigos, buenos lectores, que han comenzado a leer Pastoral americana y la han abandonado pronto. Si he entendido bien, la extensión y la intensidad de lo narrado han doblegado la curiosidad que la trama contiene. Y es que Pastoral americana es como una caja de zapatos: una vez que has levantado su tapa, adentro es posible encontrar, todos anudados a la tragedia de Swede Levov, los más diversos objetos narrativos. Roth es un feligrés de la complejidad: en ningún punto de su obra narrativa se ha separado del objetivo de dar cuenta de las múltiples dimensiones, capas y cruces que son inherentes a sus historias: nunca, un atajo o un hilo suelto; jamás, una fórmula, un truco o una facilidad.
No es su inteligencia urticante lo que me ha convertido en devoto de Roth, sino la incalculable riqueza, lo profuso e irregular de su aparato emocional. En buena parte de su obra, y con fuerza determinante en Pastoral americana, he encontrado el rostro de lo abominable pero también el estremecimiento de la belleza: es allí donde uno hace de Roth un autor de su intimidad, un autor que no debería ser etiquetado pero que, de serlo, quizás se acomode bajo la categoría ‘sensible indagador de la condición humana’.
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(*) Una versión de este texto fue publicada en el año 2012, a propósito del Premio Príncipe de Asturias que le concedieron a Roth ese año.
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Trilogía americana
Philip Roth
Galaxia Gutenberg
España, 2011
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