Bob Mueller es un veterano. Por su experiencia jurídica y, literalmente, por su heroico servicio como oficial militar, en el que llegó al rango de capitán en los Marines, ha sido objeto de los más altos reconocimientos y condecoraciones como comandante durante la Guerra de Vietnam.
Mueller es abogado, con trayectoria académica que incluye su paso por las prestigiosas universidades de Princeton, Nueva York y Virginia. Es un penalista de dilatada trayectoria en el Departamento de Justicia como fiscal, y ex director del FBI. Es reconocido por líderes de ambos partidos como un gran fiscal e investigador. Formalmente, es militante del Partido Republicano, pero prestó servicios en las administraciones de Bush y de Obama, y en ambas destacó por su profesionalismo, autonomía e independencia de criterio. Como fiscal especial, tiene a su cargo la investigación sobre la intervención rusa y otras violaciones de la legislación electoral en las elecciones presidenciales de 2016, por encargo del subsecretario de Justicia –un funcionario de carrera–, tras la inhibición del actual secretario de Justicia de la administración Trump, Jeff Sessions, por sus contactos con funcionarios rusos durante la campaña electoral del magnate republicano. Por otra parte, cabe recordar que Trump tiene ya un año de distanciamiento y severas críticas al secretario de Justicia Jeff Sessions, ex senador y ficha del Partido Republicano–. Esta semana llegó a decir que lamentablemente no contaba con un verdadero secretario de Justicia. El descontento radica en que Sessions está atado de manos para complacerlo en su capricho de detener a Mueller.
Merece la pena un punto de información. Estados Unidos no tiene una fiscalía independiente o ministerio público en el ámbito federal como lo conocemos en otros sistemas constitucionales. Las fiscalías las ejercen funcionarios de carrera, con el auxilio del FBI, que es una agencia federal policial con autonomía funcional, pero todos prestan sus servicios dentro de la estructura de la Secretaría (o ministerio) de Justicia, a la cabeza de cuyo organismo se encuentran funcionarios de nombramiento –con aprobación del Senado– y libre remoción por parte del presidente de la República. Por esta razón, argumentó Richard Nixon en su momento, es que el aparato fiscal de Estados Unidos opera bajo el mando del presidente, quien es el más alto funcionario en la estructura de cumplimiento de las leyes y, por tanto, según esa dislocada visión, el presidente en ejercicio no es enjuiciable e, incluso, tiene poder jerárquico sobre todas las investigaciones de la Secretaría de Justicia.
El polémico y oscuro Nixon llegó a decir que su conducta en el caso Watergate no era ilícita porque era una actuación presidencial. De manera que, legalmente, Mueller podría ser destituido por el subsecretario de Justicia –dada la inhibición del secretario en este caso– a solicitud del presidente Trump, o este podría destituir al secretario o al subsecretario, nombrar nuevos titulares e ir a por Mueller. Por supuesto, hacer esto tendría un inmenso costo político y no pocos obstáculos. Los nuevos funcionarios tendrían que recibir aprobación del Senado para entrar en funciones. Por tanto, antes de ser destituido, Mueller tendría margen para actuar por “obstrucción de justicia” contra el presidente.
Las prácticas de la Secretaría de Justicia cierran la puerta a la posibilidad de que un fiscal formule cargos contra el presidente por un caso criminal relativo a hechos ocurridos antes de ser elegido; y, para casos extremos, la traición a la patria, corrupción o los delitos o faltas graves contra Estados Unidos o durante el ejercicio de sus funciones, lo que cabe es el procedimiento del “impeachment” o “allanamiento”, que es un juicio político preliminar que acarrea la destitución del presidente, el cual debe ser iniciado por la Cámara de Representantes por la mayoría de sus miembros, para luego ser autorizado por dos tercios del Senado.
La otra opción posible de juicio a un presidente de Estados Unidos, vía impeachment, podría habilitarse si la mayoría del Congreso designa un fiscal independiente o acusador especial. Este recurso está establecido, precisamente, para abrir la posibilidad en el caso de que el Departamento de Justicia lo cierre o sencillamente no actúe. Pero es también una decisión política. Ocurrió sin éxito en el enjuiciamiento a Bill Clinton.
Con ese contexto, que nos permite imaginar escenarios, volvamos a Mueller. Hasta la fecha, la trama electoral rusa incluye cargos contra 13 funcionarios diplomáticos, presuntos espías rusos, y un grupo de altos personeros de la campaña y el gobierno de Trump: su jefe de campaña Paul Manafort, el ex asesor de Seguridad Nacional general Michael Flynn y, más recientemente, su consejero legal, Michael Cohen. Todos los “hombres de Trump” investigados por Mueller negociaron cargos con el fiscal, aceptando un mal menor. Y se han declarado culpables, lo cual significa que sus condenas pueden ser mucho más favorables si cooperan con la Fiscalía en las investigaciones.
El más reciente acontecimiento en este orden fue la declaratoria de culpabilidad de Paul Manafort, quien, ya convicto de varios crímenes financieros y por actividades al margen de la campaña de Trump, finalmente bajó la guardia y negoció con el equipo de Mueller un trato judicial. Aceptó su culpabilidad sobre un pleito reformado de cargos que redujo su potencial sentencia máxima de 60 a 10 años. Además, se hizo elegible para recibir, en el camino, beneficios procesales. ¿Qué tipo de cooperación o información pudo ofrecer Manafort, quien fue, nada menos que jefe de la campaña presidencial de Trump, para recibir este trato? En primer lugar, las pruebas en su contra, con relación a actividades ilícitas en el plano electoral y la intervención rusa en las elecciones de 2016 debieron ser muy comprometedoras para él, pero tanto o más para Trump debe ser lo que Manafort le ha confiado a Mueller. El límite probatorio seguramente tiene que ver con la serie de reuniones en las que Manafort participó, junto con el más alto nivel del equipo de Trump, con agentes de los servicios de inteligencia rusa, así como el grado de participación y conocimiento de todo lo que se tramó durante meses de agavillamiento, para influir en el proceso electoral de 2016 bajo la autoría intelectual del gobierno de Putin.
Por sus hallazgos, las pesquisas de Mueller han trascendido la trama rusa, e incluyendo casos por cargos de evasión fiscal, lavado de dinero, fraude o violación de las leyes de financiamiento electoral. El más extravagante gira en torno a la culpabilidad que aceptó el abogado de Trump, Michael Cohen, quien llegó a acuerdos extrajudiciales y preventivos para silenciar sendos escándalos del magnate –devenido presidente– con dos mujeres, una chica Playboy, y la otra, actriz porno. Los acuerdos, según confesó el propio Cohen, se lograron con pagos por 150.000 y 130.000 dólares, respectivamente. Al asumir su culpabilidad, Cohen implicó a Trump en estas negociaciones, puesto que este estaba al tanto.
Inmersos en un mar de complejidades legales y testimonios contradictorios del propio Trump, la caracterización de estos gastos podría violentar la normativa electoral, incluso si no se hicieron con cargo a la tesorería de campaña, porque de haberse utilizado otras fuentes –incluso dinero del propio Trump–, dichos pagos debieron ser reportados como gastos electorales, por tener impacto directo en la campaña.
Por tanto, a Trump lo persiguen dos fantasmas. Uno, su posible actuación dirigida a obstruir las investigaciones de la trama rusa y los pormenores de sus colaboradores de confianza, incluidos Manafort y Cohen, a partir de la destitución del director del FBI, James Comey –que abrió la puerta a la institución del fiscal especial Mueller–; y otro, el asunto de Cohen y los pagos a las dos mujeres. ¡Menuda historia! Sin duda, un ataque certero y definitivo a la credibilidad de Trump, sus colaboradores y alto gobierno, con serias implicaciones legales.
Ahora bien, ¿terminará todo esto en un impeachment? No es probable, si no cambia de manos el control del Congreso. Por tanto, cabe preguntarse, ¿ayudan estos acontecimientos a la campaña demócrata por el control del Poder Legislativo el próximo noviembre?
Para responder, recordemos lo que dijo en campaña el propio Trump, cuando declaró a los medios sin ningún pudor que sus seguidores eran incondicionales y que él podía asesinar a alguien a plena luz del día en la Quinta Avenida de Nueva York y lo creerían inocente. Algunas encuestas confirman que el elector duro de Trump no lo considera culpable de nada. Piensan que es una conspiración mediática y dan crédito a los ataques sistemáticos de Trump contra el fiscal Mueller y su equipo, a quienes señalan de ser parte de un agavillamiento en su contra detrás del cual está, dice Trump, sin una sola prueba en mano, la propia Hillary Clinton, para luego desviar toda su argumentación de por qué a ella nunca se le ha enjuiciado por el asunto de los emails, la Fundación Clinton y toda una letanía de fabricaciones que el propio Comey echó por tierra, aunque probablemente por dicha investigación terminó ganando Trump la presidencia. De hecho, en su libro ¿Qué pasó?, Hillary Clinton documenta muy convincentemente la forma en que Comey condujo este asunto, particularmente en las últimas semanas de campaña –en las que reabrió para luego cerrar de nuevo la investigación–, que fueron determinantes para sellar su derrota en una elección que dos semanas antes estaba, según todas la mediciones, técnicamente ganada.
Lo cierto es que el efecto Comey pudo ser determinante en la derrota de Clinton, pero quizás el efecto Mueller no lo sea para Trump, en estas elecciones de mitad de período. La narrativa del impeachment moviliza a muchos demócratas –fundamentalmente en lugares ya bajo control de ese partido– y, al mismo tiempo, enfurece a la base incondicional de Trump. Además, en los distritos más parejos lo que decide no es el voto partidista, sino el de muchos independientes que tienen otras prioridades –que además varían de estado a estado y de un distrito electoral a otro–, como el tema del control de la tenencia de armas, la necesidad de mantener o profundizar la reforma sanitaria, la solución definitiva al asunto migratorio, la cuestión salarial o el peso de la deuda universitaria sobre las familias y, en ciertas audiencias de relevancia electoral, algunos asuntos de política exterior o seguridad nacional.
En fin, hacer de Mueller y el impeachment el centro de la campaña, ya al cierre de la misma, quizás no ayude tanto a los demócratas como al propio Trump. Lo que sí está claro es que un cambio profundo en el control del Congreso, particularmente del Senado, deja a Trump ante un escenario más parecido al de Nixon que al de Bill Clinton, en cuanto a un potencial impeachment, con base en los alcances de la investigación del fiscal Mueller.
En este contexto, la mejor narrativa de campaña para los demócratas no es centrarse en el impeachment sino en las prioridades sociales o económicas de los electores en cada localidad, con algunas cuestiones transversales que preocupan a la mayoría a escala nacional. Por ejemplo, el mencionado control del uso y tenencia de armas, el sistema de salud, el aumento del salario mínimo, el cambio climático o la reforma migratoria con camino a la ciudadanía o la reforma judicial y penal, para asegurar la cohesión social de una sociedad tan diversa como la estadounidense, hoy amenazada por la retórica divisionista de Trump.
También hay otras reflexiones de carácter estratégico. ¿Conviene a los demócratas intentar un impeachment a Trump o derrotarlo en 2020 con su golpeada credibilidad? Si hay impeachment y este no prospera –se requieren dos tercios del Senado, difícil de imaginar porque si los demócratas llegaran a controlar la Cámara Alta sería por estrecho margen–, Trump podría salir repotenciado a pocos meses de la batalla electoral, como sucedió con Bill Clinton. Si prospera, Mike Pence se convierte en presidente y, acompañado de alguien refrescante, como compañero de fórmula, podrían intentar un giro con apoyo del partido, reivindicando logros en materia económica y en el avance de la agenda conservadora, dejando atrás la cuestión judicial y moral que afecta a Trump.
La imagen de Pence no es tan mala como la de Trump –a pesar de que su agenda es más religiosa, ideológica y dogmática en asuntos muy importantes para las minorías, las comunidades de color, los trabajadores–, y es un hombre de la política y el partido, a diferencia de Trump, un outsider de la política que terminó secuestrando al partido y haciéndole bastante daño en los sectores independientes del electorado.
Entonces, hay que hacer algunos cálculos políticos. ¿Llegará Trump más débil a una lucha por la reelección, incluyendo el fardo del efecto Mueller, sin pasar por el impeachment? ¿Será mejor el escenario electoral para Pence como candidato, que para Trump?
Muchas variables escapan en este momento al análisis, pero ciertamente el otro Efecto Mueller se concretará si su trabajo concluye que Trump obstruyó la actividad de la justicia o incurrió en delito o falta grave que lo haga sujeto de impeachment; y que para ese momento el daño a la franquicia electoral republicana sea tan profundo que la mejor alternativa de los senadores conservadores sea lavarse la cara prescindiendo de Trump. En definitiva, Trump no es uno de ellos, ni los respeta, como quedó demostrado en su insolente y pueril conducta tras el fallecimiento del senador John McCain, quien ha despertado un sentimiento profundo de admiración y respeto póstumo por su heroico servicio al país como militar y político, solo cuestionado por Trump, cuya delicada piel no resiste las críticas que en vida le hizo el legendario senador de Arizona.
Bob Mueller ha salido vencedor en batallas de inmenso desafío y dictado cátedra en púlpitos muy exigentes. Ahora está ante de uno de los mayores retos de su vida. De seguro, no se arredrará y tampoco es dable pensar que saldrá del combate sin laureles. Cualquiera que sea el desenlace de sus diligencias, de seguro Mueller tendrá un efecto digno de ser recordado, más allá de lo inmediato en el plano electoral.
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