En octubre de 1998, apareció un reportaje sobre Augusto Pinochet, del periodista John Lee Anderson, publicado en la revista New Yorker, casualmente sólo días antes de la detención del primero en Londres. Premonitoriamente, en las primeras líneas de ese reportaje, Pinochet decía que “los dictadores nunca terminan bien”. Desde que había dado paso a la transición, siendo todavía comandante en jefe del ejército de Chile, entre 1991 y 1997, siempre premunido de un pasaporte diplomático, el exdictador había viajado a Londres en seis oportunidades, siempre en visitas de carácter privado, y sin que nunca hubiera tenido algún inconveniente. Con soberbia y arrogancia, sentía que la impunidad de sus actos estaba garantizada. Además, como él decía, le encantaba Londres.
En septiembre de 1998, solo meses después de haber dejado de ser el comandante en jefe del ejército chileno, y cuando en España se había abierto un procedimiento judicial en contra suya, Pinochet se empeñó en viajar nuevamente a Londres. Pero esta vez no fue igual. Amnistía Internacional distribuyó, entre los medios de comunicación social, un comunicado titulado “La responsabilidad de los gobiernos europeos ante la visita del general Pinochet a Europa”, en el que le recordó -a esos gobiernos- los compromisos asumidos en el marco de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, y específicamente la obligación de arrestar a cualquier persona acusada de cometer tortura, o un acto que constituyera complicidad o participación en la tortura. Mientras tanto, en España, desde 1995 se venían investigando los crímenes cometidos por las dictaduras del Cono Sur de América Latina, teniendo en cuenta las figuras de genocidio, terrorismo de Estado, secuestro y tortura, a pesar de que dichos delitos no se habían cometido en España. En octubre de 1998, invocando, entre otras cosas, la Convención contra la Tortura, la justicia española emitió una orden de detención en contra de Pinochet, y pidió a las autoridades inglesas el arresto del mismo, con miras a su posterior extradición. De nada le sirvió a Pinochet el pasaporte diplomático que portaba. Como si eso no bastara, poco después de su arresto, Suiza y Francia también solicitaron la extradición de Pinochet.
Pero no es fácil detener a un tirano. Además del argumento del pasaporte diplomático, los abogados de Pinochet alegaban que los hechos que se le imputaban habían tenido lugar durante su mandato como jefe de Estado y que, por lo tanto, eran actos de Estado, amparados por la inmunidad soberana propia de los Estados, que no podían ser juzgados por los tribunales de otros Estados. Ambos argumentos fueron desestimados con holgura por los tribunales ingleses. Un pasaporte diplomático no acredita la condición de diplomático sin que exista una misión diplomática que haya sido debidamente notificada al Estado en el que se va a ejercer esa función. ¡No era éste el caso! En segundo lugar, se señaló que asesinar o torturar a seres humanos no es un acto de Estado y, por lo tanto, no goza de inmunidad.
Desde fines de la Segunda Guerra Mundial, mucho había cambiado el Derecho Internacional. En Núremberg se había tipificado crímenes contra el Derecho Internacional, como los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad; además, se consagraron ciertos principios diseñados para evitar la impunidad de esos crímenes. En 1948 se adoptó la Convención de Genocidio, en 1973, la Convención sobre prevención y castigo de delitos contra personas internacionalmente protegidas, y en 1984 tocó el turno a la Convención contra la tortura, que obliga a cualquier Estado a juzgar a un torturador que se encuentre bajo su jurisdicción, o a entregarlo al Estado que lo solicite, sin que haya ninguna excepción, y sin que se reconozca ningún tipo de inmunidad. También, en 1995 se había aprobado el Estatuto de Roma, que creó la Corte Penal Internacional, pero que en 1998 aún no había entrado en vigor. Cada vez, el margen de maniobra de los dictadores para eludir los mecanismos de la justicia era más reducido, y Pinochet fue el primero en averiguarlo. Ahora, a la justicia universal que, respecto de ciertos delitos -como la piratería o la tortura- permite operar a los tribunales de cualquier Estado, se ha sumado la justicia internacional, que permite que un tribunal internacional juzgue crímenes internacionales de su competencia, como el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, en el caso de la Corte Penal Internacional. Estas transformaciones han hecho que, para los autores de crímenes internacionales, el mundo se haya vuelto muy pequeño, impidiendo que se puedan desplazar a su gusto y con total impunidad. Adolfo Scilingo, Inocente Montano, Hissène Habré, y Omar Al Bashir, entre otros, lo saben.
Menciono lo anterior porque, sorpresivamente, el sábado 19 de septiembre, Nicolás Maduro se presentó en la Cumbre de la Celac, en Ciudad de México, para ser abucheado -a los gritos de “Dictador, dictador”- y para ser desconocido como presidente de Venezuela, por lo menos por los jefes de Estado de Paraguay y Uruguay. Pero, más que el fracaso diplomático y comunicacional, lo que llama la atención es el viaje en sí mismo. No se informó previamente de este viaje y, para llegar a su destino, Maduro siguió una ruta inusual, que eludió el espacio aéreo de Colombia y los países centroamericanos. Había razones para ser precavidos.
Esta aventura se produjo justo en los días en que la Misión de Verificación de Hechos designada por el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas emitía un nuevo y demoledor informe sobre graves violaciones de derechos humanos ocurridas en Venezuela; entre otras cosas, dicho informe denuncia el uso de métodos nazis de persecución a los dirigentes políticos de oposición. El viaje que comentamos coincidió con la presentación del informe del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en el cual se hace mención a varios casos venezolanos. Además, dicho viaje se hizo en momentos en que se espera un pronunciamiento del fiscal de la Corte Penal Internacional en relación con la apertura de una investigación sobre crímenes de lesa humanidad cometidos en Venezuela, a la que debería seguir una acusación formal en contra de las personas responsables de esos crímenes. Si esas circunstancias no eran suficientes para haber aconsejado mayor prudencia, debe recordarse que Nicolás Maduro tiene una orden de detención dictada por las autoridades federales de Estados Unidos -quienes le acusan de estar involucrado en narcotráfico-, y que se ofrece una recompensa de 15 millones de dólares por información que conduzca a su captura. Por lo tanto, no puede descartarse, con ligereza, que Nicolás Maduro pueda ser detenido en algún viaje al exterior. ¡A Noriega lo fueron a buscar a su casa!
Hay, sin duda, algunas diferencias entre los casos de Pinochet y Maduro. El primero, para el momento de su detención, ya no era jefe de Estado y, por lo tanto, ya no tenía la inmunidad propia de quienes ocupan ese cargo. Pero, respecto de Pinochet, se invocó una inmunidad diplomática que fue desestimada, entre otras razones porque la Convención contra la Tortura no excluye de su aplicación a ninguna persona, independientemente del cargo que ocupe, o que haya ocupado al momento de cometerse los hechos que se califican como constitutivos de tortura. En segundo lugar, debe observarse que, actualmente, muchos países no reconocen a Maduro como el jefe del Estado de Venezuela, y así se lo recordaron, en la reunión de la Celac, en México, los presidentes de Paraguay y Uruguay. En tercer lugar, Estados Unidos acusa a Maduro de estar involucrado en el narcotráfico; porque, aunque algunos gobiernos puedan ser más o menos tolerantes con las violaciones de derechos humanos ocurridas en otros países, son implacables con el tráfico de drogas. No hay, por ahora, una orden de detención dictada por un tribunal internacional, pero tampoco se puede descartar que ella pueda estar en el horizonte.
Mientras no se demuestre lo contrario, Maduro tiene derecho a que se presuma su inocencia en la comisión de los graves delitos que se le imputan. Pero, incluso si toda la información reunida por las autoridades de Estados Unidos, por la Misión de Verificación de Hechos, o por la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, resultare carecer de fundamento, e incluso si la información que posee la oficina del fiscal de la Corte Penal Internacional (que, hasta el momento, no se ha hecho pública) no tuviera ninguna evidencia de la participación de Nicolás Maduro en los delitos que se investigan, el viaje a México parece haber sido una imprudencia. O no hizo caso del consejo de sus asesores, o puede que -por ignorancia o mala fe- alguien le aconsejó muy mal.
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