En el prefacio de una obra publicada en 1995, el reconocido historiador británico Richard J. Overy cuenta: «Cuando la gente se enteró de que mi próximo libro iba a titularse Por qué ganaron los Aliados, la réplica habitual fue «¿Ganaron?»».
Sorpresiva interpelación a los desprevenidos ojos de muchos que, sin embargo, guarda razonable explicación y apura la reflexión.
Cincuenta años antes de la publicación, al llegar el final de la Segunda Guerra Mundial, bien en mayo bien en septiembre de 1945, nadie habría tenido tan impertinente duda sobre quiénes, en efecto, fueron los vencedores. Pero hoy es muy abultado el contraste con los derrotados, su auge no se detiene a pesar de haber sufrido algunas crisis.
Ahora el juicio enfrenta la prueba de la sazón para ver cuán absoluto es su valor. Overy asegura:
“Hay muchas formas de ganar. El paso del tiempo ha permitido argüir que ninguno de los tres aliados principales —Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética— ganó gran cosa».
El dictamen sobre los sucesos históricos y el balance de sus resultados nunca es definitivo, está sujeto a la óptica con que se les mire.
El blanco y negro no existe, así lo pregone con obstinación la insidia extremista en su gusto por las simplificaciones.
El prisma de la realidad proyecta infinitos colores, en su interpretación se descubren matices sorprendentes. La perspectiva es clave en la comprensión de la historia.
El dilema se despeja
Siguiendo la pauta puesta sobre la mesa, la paradoja salta a la vista al pensar el acontecimiento a la luz de los resultados medio siglo después:
“Gran Bretaña perdió su imperio y su papel de líder mundial; Estados Unidos se encontró con que había cambiado un enemigo europeo por otro, un «imperio del mal» más peligroso e impenetrable que el de Hitler; en cuanto a la Unión Soviética, el coste de mantener su condición de superpotencia, adquirida en 1945, acabó por provocar una crisis en su propia sociedad, que la condujo al derrumbamiento en 1991″.
El fondo del pasmoso dilema comienza a despejarse sin alharaca. Y para colmo de males se viene encima el peso de las evidencias: “Los tres países del Eje —Alemania, Italia y Japón— no han vuelto a hacer ningún intento de convertirse en grandes potencias militares, pero los tres han conocido la prosperidad económica. Alemania y Japón son las superpotencias del mercado mundial y sus ciudadanos son mucho más ricos que los británicos, cuyo esfuerzo bélico estuvo a punto de arruinar una economía que en 1939 era de las más ricas del mundo».
Con sobriedad académica, Overy remata: «En eso piensa la gente cuando pregunta «¿Ganaron?»».
La cuestión se hace serena y comprensible, aún para los más legos.
Al afirmar que cada nueva generación interroga el pasado con base en sus circunstancias particulares y de sus propias necesidades, no creo estar diciendo algo que no se sepa, no al menos entre los historiadores.
Pero como nunca faltan las criaturas del fanatismo empeñadas en torcer los hechos para llevar brasa a su reducida visión del mundo, siempre será útil referir ejemplos sobre la continua reinterpretación de la historia que obliguen a introducir convenientes precisiones: “Es indiscutible que los Aliados ganaron la contienda militar en 1945; y este libro trata de la victoria en este sentido más restringido», no en el sentido más amplio de quienes preguntaron sobre el nombre de la obra.
El tiempo parece confirmar
Han transcurrido más de veintiséis años desde la publicación de aquel libro y, aunque el mundo de 1995 luce bastante distinto, las razones que promovieron la extraña interrogante parecen más firmes.
El liderazgo de Gran Bretaña está apocado, el antiguo mayor Imperio del mundo se ha desvanecido, el país luce hasta aislado en Europa tras la consumación del arrogante mal paso del Brexit.
La hegemonía política de Estados Unidos está acosada por China y resentida, en no poca medida, por el debilitamiento de su sistema democrático liberal, aún y cuando se haya librado del «imperio del mal» tras salir airoso de la Guerra Fría.
En cuanto a la Unión Soviética, digamos con Francois Furet, «ha salido de rondón del escenario de la historia, al que había entrado con bombo y platillos». El régimen soviético se fue por la puerta trasera para ser un mal recuerdo cada vez más lejano y dejar una Rusia desvencijada, eso sí, controlada por matones como antes.
Es muy abultado el contraste con los derrotados, cuyo auge no se detiene a pesar de haber sufrido algunas crisis.
Alemania es, con mucho, el país más rico de Europa y su economía la cuarta más grande del mundo.
El Japón, archipiélago carente de recursos naturales, no acusa la severidad de los letales efectos de Hiroshima y Nagasaki para alcanzar la tercera posición de la economía mundial.
Sin el vigor de sus antiguos aliados del Eje, Italia no está rezagada, va ahí ahí de séptima potencia económica del orbe.
Las vueltas que seguirá dando el mundo nos llevarán a nuevas posibilidades de interpretación, enriqueciendo el acervo donde deberían reposar las decisiones políticas favorables al bienestar de la humanidad.
Historia para curar el desgano
El investigador no puede permanecer anclado en posiciones a modo de fetiche. La espera porque los hechos históricos se decanten no es un imperativo para entrarle a su estudio.
Hace rato desapareció el mito de no historiar lo actual. Sin que, a decir de Geoffrey Barraclough, esto signifique quedarse en «una ojeada rápida y superficial del escenario contemporáneo».
Con el respeto por la multiplicidad de opiniones que se produzcan sobre los problemas de la actualidad, el ojo del historiador debe fijarse en las tendencias históricas. Esas que proyectadas con energía suficiente abonan la creación de lo nuevo y advierten la diferencia sustantiva con lo precedente.
Se demanda un talante interpretativo para descubrir los signos verdaderos de cambio, no obstante las aguas puedan estar revueltas.
La distancia temporal permite alcanzar deducciones novedosas del pretérito y especial beneficio ofrece si se asume desde la perspectiva del momento presente, asegura una mejor comprensión de lo que vivimos.
Es un deber husmear en el pasado que fue y en el presente que va dejando de ser.
De esa aguda lectura de los tiempos se nutre una posibilidad que le otorga capacidad prospectiva a la historia.
Sin duda, una fortaleza de la historia que, sin pretenderla futurología, es tan conveniente en estos días dominados por la incertidumbre que nos desgana la vida frente al porvenir
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