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Consideraciones heterodoxas sobre el Quijote (3/3)

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Por ANÍBAL ROMERO

3. Un héroe trágico y la épica de España.

“España libra siempre contra su pasado una batalla íntima, ansiosa, con crisis violentas”.

Pierre Vilar (1).

El capítulo 58 de la segunda parte del Quijote contiene algunos de los más perspicaces pasajes de la novela, y además nos ofrece un indicio inequívoco de que, en efecto, el Hidalgo comienza a tomar conciencia de su difuso estado mental y a tientas busca huir del mismo. Refiriéndose a su esperanza de que Dulcinea escape del encantamiento al que, le parece a Don Quijote, ella se encuentra sujeta, exclama: “… si mi Dulcinea del Toboso saliese de (las congojas) que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo” (2). La constatación de que el caballero andante no se ahoga en la fantasía, acentúa la truculencia y ruindad de los agravios y humillaciones a los que sigue siendo sometido en lo que resta de la obra, prácticamente hasta su muerte. En este mismo capítulo, por ejemplo, se narra el episodio de la manada de toros bravos que atropella a nuestros personajes, Don Quijote y Sancho Panza, y les deja machacados y aturdidos. Se trata de otra de las numerosas escenas, más o menos análogas, que colman las páginas del libro.

La ineludible y en ocasiones repelente violencia presente en tantos episodios de la novela, en los que la risa está ligada de modo sistemático a la sangre, a golpes, porrazos y acuchillamientos, y a la inhumanidad de incesantes mofas y humillaciones, ha sacudido a algunos comentaristas, que se preguntan por qué Cervantes maltrata con tal encono a sus personajes centrales, transformándoles, en palabras de Salvador de Madariaga, en “mero hazmerreír”. Según Madariaga, Cervantes nos ofende doblemente al ofender a Don Quijote, “primero por la burla en sí y segundo por la clase vil y grosera de la burla”. (3). Vladimir Nabokov, por su parte, cuestiona lo que considera la curiosa actitud que una mayoría de críticos adopta hacia el libro, viéndolo como una obra compasiva y humana cuando en realidad, en su opinión, el texto cervantino encierra “una verdadera enciclopedia de la crueldad” (4). Téngase presente que estos destacados autores, Madariaga y Nabokov, están lejos de asumir criterios políticamente correctos al abordar la novela, y sin embargo objetan lo que les parece el rol excesivo de un despiadado ensañamiento.

Las interpretaciones “progresistas” de la novela, por su parte, tienden a evadir el hecho palpable de que, en múltiples oportunidades, su pretendido humor se vincula a la violencia y el ultraje, y procuran excusar el asunto atribuyendo los sinsabores de algunos lectores al cambio de los tiempos y criterios morales, para de esa manera no herir las sensibilidades del presente. Como esbocé en las secciones previas de este ensayo, los esfuerzos para neutralizar y domesticar al Quijote y redimir a su autor, ajustándoles a las susceptibilidades hoy dominantes, se enfocan en malabarismos teóricos que intentan establecer distinciones, tan sofisticadas como vanas, entre, por ejemplo, humor y comicidad, una tarea ciclópea en vista de la falta de consenso, tanto terminológico como conceptual, que persigue a esta temática (5).

De acuerdo con esa línea de análisis, lo que hallamos en el Quijote es humor y no comicidad; se habla de “humor piadoso” y se nos asegura que “Cervantes evitó la sátira cómica, el chiste, la broma o la caricatura”, aseveración sorprendente acerca de un libro que, desde una muy viable perspectiva, podría mirarse como una ácida sátira sobre el género, para entonces vigente, de las novelas de caballería. Citando a Freud, se nos afirma igualmente que el genuino humor es otro de los métodos “que la vida del alma ha configurado para sustraerse a la coacción del sufrimiento” (6), a diferencia de la comicidad, que presuntamente sólo persigue risotadas. Resulta difícil admitir estos argumentos, ante la abrumadora evidencia de una novela que no repara en tan delicadas sutilezas. Lo que más sorprende es que el genial creador del psicoanálisis, en lo que le toca, no haya resaltado el recurrente lazo entre humor y violencia contenido en la obra, focalizando de esta forma, y con mayor provecho teórico, lo mucho que la novela de Cervantes pone de manifiesto, en su plano más hondo, acerca de la habitual maldad y pulsión de muerte que brota de las relaciones humanas.

Ahora bien, de acuerdo con mi lectura del libro, ambos grupos de críticos, tanto los que repudian el exceso de humor brutal que la novela alberga, así como los que lo esquivan arrojando una polvareda conceptual ante el asunto, pierden de vista que la crueldad en el Quijote es un ingrediente consustancial de la obra, un factor clave en el entramado literario y filosófico de su naturaleza trágica. No se trata de una crueldad gratuita, de un humorismo mal entendido o de un incomprensible encarnizamiento, sino de un elemento indispensable en una narración que traza un rumbo trágico. Es cierto que en otras épocas, y seguramente también ahora, no pocos lectores han evaluado y evalúan al Quijote como un libro de mero entretenimiento; y es probable también que la intención de Cervantes fuese en parte humorística, más o menos limitada a elaborar una parodia de los libros de caballería. Pero ello es en todo caso irrelevante, pues aparte de que no podemos con certeza conocer la genuina intención de Cervantes al redactar su obra, con frecuencia el avance del proceso narrativo y la dinámica interna de los personajes se desprenden de los propósitos del autor, adquiriendo vida propia. A lo anterior se añade el hecho de que un libro que en el pasado fue percibido de cierta forma, muda luego a otra, experimentando una especie de metamorfosis. La Ilíada de Homero fue para los griegos antiguos un poema religioso; el Quijote, para nosotros, ha dejado de ser, o debería dejar de serlo, un libro de entretenimiento y humor, aunque los abrigue y abunden entre sus componentes. Su profundo carácter es el de una historia trágica y Don Quijote es un héroe trágico.

¿En qué sentido preciso lo es, y de qué forma debe considerársele un símbolo? Todos asumimos que un héroe se distingue del resto de los mortales por la grandeza de sus ideales y sus logros. Scheler dice que un héroe es “aquel tipo ideal de persona humana… que en el centro de su ser se consagra a lo noble y a la realización de lo noble…” (7). De acuerdo con tal definición, Don Quijote podría ser considerado un héroe en función de su generoso idealismo. Pero existen diversos tipos de héroes. Aquiles y Héctor son héroes épicos, asociados a notables ejecutorias, y que encuentran una muerte violenta. El Quijote es un héroe trágico, que no solamente es derrotado, sino que se arrepiente de lo que fue e hizo. Su idealismo, su voluntad de “andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios”, alcanza niveles heroicos, pero en un plano de ensoñación, y el valor de ese idealismo sucumbe en el libro ante el valor de una duda auténtica y “la pesadumbre de verse vencido”, como escribe Cervantes en el capítulo final de la novela (8).

Don Quijote es un personaje de ficción, un héroe trágico en ese plano, y es también símbolo universal de entrega a un ideal a la vez inalcanzable y justo. Ello constituye sin duda un inmenso éxito del libro y su principal protagonista, sin menoscabo del simbolismo universal encarnado por Sancho Panza, como representante de un disparatado y, paradójicamente, reflexivo apego a la realidad. Se requiere, no obstante, cautela y ponderación al atribuir al personaje de ficción Don Quijote, aparte de su carácter de símbolo universal, el atributo de símbolo de “lo español”. Tal cautela se justifica, ya que lo que está en el fondo de las interpretaciones que ven en el Quijote el reflejo de una crisis de autoconfianza en la sociedad española de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, es una repulsa, combinada con desdén, hacia la empresa imperial española en general y lo que significó la expansión de España en América. En ese orden de ideas, enfatizo mi convicción, a ser sostenida en las siguientes páginas, de que las versiones políticamente correctas sobre la novela, las exégesis de izquierda o progresistas que podemos hoy leer, son parte de un intento de deslegitimar ese pasado español, y condenarle con base en una visión ingenua de la historia y de un simplista juicio ético (9).

El fracaso final de Don Quijote, un personaje novelesco, no ha sido estéril sino fértil, pues su figura sigue recorriendo el mundo empuñando el estandarte de un candoroso idealismo. La historia imperial de España, por otra parte, no debe ser juzgada con los criterios que aplicamos a un personaje de ficción. Hablar de un “fracaso” de España en América es absurdo, en razón de las realizaciones y el legado, extensos y complejos, de luces y sombras, que podemos estimar a través de cinco siglos hasta el presente. No se aplica el mismo criterio de derrota a esa empresa épica, pues si bien Don Quijote admitió la suya, la obra histórica de España no concluye de modo alguno en una pérdida que deba ser asumida, por los españoles y americanos de hoy, como si se tratase de haber llegado al punto extremo y último de un proceso, carente de un porvenir aún expectante. Tampoco debemos, españoles y americanos, arrepentirnos a la manera del Quijote, sino incorporar con equilibrio el pasado a la construcción del futuro. La historia real no es la de las novelas, y carece de sentido, a mi modo de ver, afirmar que “se escribe la historia para despedirse del pasado” (10). Por el contrario, se escribe la historia para apropiarse creativamente del pasado, solicitando su ayuda para mejor comprender el presente y orientarnos hacia el futuro.

Don Quijote aceptó su derrota, pero es indispensable tomar en cuenta en qué ámbito lo hizo. Se trata del ámbito de la ficción, pero más específicamente expuesto, como lo expresó T. E. Lawrence, se trata del ámbito de los “soñadores nocturnos”: “Todos los hombres sueñan, escribió Lawrence en su estupendo libro autobiográfico, pero no todos lo hacen del mismo modo. Aquellos que sueñan de noche en las polvorientas recámaras de sus mentes se despiertan de día para darse cuenta de que todo era vanidad; pero los soñadores despiertos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos, para hacerlos posibles” (11). No pretendo mancillar la imagen de nuestro Don Quijote cuando digo que sus sueños germinaban en recámaras pobladas de espejismos, y sería erróneo comparar al caballero andante con, por ejemplo, Hernán Cortés, un auténtico símbolo de la épica de España, que a diferencia del personaje cervantino fue un soñador diurno, un soñador despierto. El Quijote es un símbolo, aunque imperfecto en su conciencia de fracaso, de ese arrojo español que produjo, en palabras del distinguido autor venezolano Ángel Bernardo Viso, “una aventura grandiosa, de coraje inaudito”, un “experimento histórico sin precedentes”, como lo fueron el descubrimiento, conquista y colonización de América (12).  El Quijote es un símbolo válido, aunque incompleto en lo que a España se refiere, pues verle de otra manera nos impediría asimilar el hecho incontrovertible de que la épica española se hizo real en el terreno de los hechos, y que individuos como Cortés, si bien fueron en un sentido quijotescos por la desmesura asombrosa de sus hazañas, no permanecieron en el universo de los sueños nocturnos.

El sagaz lector que hasta aquí me ha seguido, con seguridad habrá notado que no uso los términos políticamente correctos, aceptados en nuestros días, para exponer mis puntos de vista. Hablo de descubrimiento, conquista y colonización, pues no tolero los complejos de inferioridad, culpa y decadencia que aquejan a tantos españoles y americanos, de ayer y hoy, y que en tan grande medida han contribuido a distorsionar nuestra historia y mostrarla, a nuestros ojos y del resto del mundo, como el fracaso irredimible de Quijotes errantes, aturdidos y sin norte, deambulando en espacios vitales que nos desbordan y empequeñecen.

No vierto sobre Hernán Cortés, para citar este ejemplo en particular por su carácter también simbólico, el veneno que la corrección política derrama sobre sus ejecutorias, a objeto de emponzoñar su rango histórico y el de todo el proyecto español en América. Como ha dicho Octavio Paz, el odio hacia Cortés “no es odio a España, es odio hacia nosotros mismos” (13), un producto de resentimientos mal tramitados, de ignorancia acerca de la historia y sus contradicciones, y en consecuencia de una visión arbitraria e ingenua de las luchas humanas.

Una elocuente ilustración de todo ello volvió a constatarse cuando, en marzo de 2019, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, otro demagogo más, instó al rey de España a hacer una «revisión histórica» y pedir disculpas por los «agravios» durante la conquista y la colonia, en aras de avanzar en una reconciliación entre sus naciones; solicitud que, según informó la prensa, el gobierno español “lamentó profundamente” y repudió. «Aunque se niegue, recalcó López Obrador, hay heridas abiertas. Y es mejor reconocer que hubo abusos y se cometieron errores. Es mejor pedir perdón y, a partir de esto, buscar hermanarnos en una reconciliación histórica» (14). Por fortuna, esta extravagante solicitud fue rechazada, en un gesto valiente de parte del gobierno español, dada la popularidad políticamente correcta de las atolondradas aseveraciones del mandatario mexicano.

Acerca de las mismas cabe preguntarse: 1) ¿Con respecto a qué hechos en concreto sería necesario para España y los españoles pedir perdón? ¿Por el hecho de haber zarpado de sus puertos en 1492 en sus frágiles navíos? ¿Por el hecho de haberse topado, una vez en América, con civilizaciones técnica y militarmente menos desarrolladas y haberlas sometido? ¿Dónde deben empezar y dónde terminarán las peticiones de perdón alrededor del mundo, cubriendo la entera historia de la humanidad? 2) ¿A quién en particular deberían el rey de España y los españoles pedir perdón? ¿A López Obrador en persona, a los mexicanos en su conjunto, a los descendientes “puros” de los que vivían en esas tierras hace 500 años? ¿Y qué concede especial legitimidad a López Obrador para mostrarse como presunto representante del emperador Moctezuma II? ¿Dónde queda el mestizaje? ¿Es acaso la actual sociedad mexicana la misma que existía cinco siglos atrás? ¿Y la persistente lucha española por la justicia durante la conquista y colonización de América, dónde la dejamos? (15) ¿Es que acaso la historia debe ser juzgada con criterios tan miopes, exclusivistas, parcializados, distorsionados y, en fin, absurdos? 3) Por último, una vez cumplida hipotéticamente la solicitud de otro político irresponsable más, que se arropa con el manto del indigenismo para ganar pasajeras ventajas electorales, ¿qué pasaría?, ¿qué cambiaría? ¿No sería preferible entender que ese pasado es muy complejo, y que exige una evaluación ponderada con sentido de futuro?

La historia humana está repleta de claroscuros, y pretender que sea un juego floral o un camino de salvación es inútil. El juicio sobre el pasado demanda un criterio equilibrado, así como una postura ética que no pretenda imponer con fanatismo las pautas ahora hegemónicas, que también pasarán, a un pasado en cuyos sinuosos laberintos es fácil perderse y errar. Para citar de nuevo a Viso, “Pretender condenar en bloque la política española, sin situarse en la perspectiva de aquella época, es propio de una mente inculta y simplificadora” (16).

El historiador escocés Thomas Carlyle dijo una vez que, como biógrafo de Oliver Cromwell, el líder de las fuerzas parlamentarias durante las guerras civiles inglesas del siglo XVII, le resultó obligatorio extraer las verdades sobre su biografiado del fondo de “una montaña de perros muertos”, arrojados sobre su figura histórica a lo largo del tiempo por estudiosos adversos, motivados por dogmas políticos y religiosos (17). Algo similar se impone llevar a cabo en el caso de la épica española en América, calificada por un historiador marxista honesto como “uno de los más brillantes triunfos que la historia conoce” (18), y sobre la que Madariaga escribió que se trata de una epopeya “que no ha hallado todavía un Homero digno de su grandeza, y en cambio ha encontrado numerosos críticos con poca piedad y menos conocimiento” (19).

Las asfixiantes toneladas de propaganda maliciosa lanzadas contra España, su épica y legado histórico, me inducen a exponer lo siguiente:

1) La expansión española en América tiene analogías con otros procesos históricos de esa naturaleza, a los que resulta insensato aprobar o condenar sin matices. Ahora bien, es importante distinguir, de un lado, entre las prácticas inhumanas que en ocasiones se produjeron, y que formaron parte de trágicos desafíos de la colonización americana, y de otro lado la existencia de una doctrina y una legislación opresivas. La experiencia de España en América se caracterizó también por sus metas elevadas y propósitos de protección hacia los habitantes originarios de ese inmenso espacio geográfico, y la doctrina y legislación promovidas por el Imperio español no buscaban oprimir, sino tutelar. Existió en ese plano un patente contraste entre la expansión imperial española y las de otros poderes europeos de la época. Considero por ello que “Negar la leyenda negra no es más objetivo que aceptarla sin críticas… No se buscó sistemáticamente la destrucción, ni la segregación, ni la asimilación de razas… La masa de mestizos es enorme” (20).

2) Si bien es cierto que las crecientes dificultades que confrontó España hacia finales del siglo XVI y primeras etapas del siglo XVII, es decir, durante los tiempos de Cervantes, dieron origen a una crisis socioeconómica y de las conciencias en la península, que afectó de modo singular a las élites dirigentes, la España de esa época, la España de Cervantes y del Quijote era todavía una “España abierta”, un mundo “abierto a muchas posibilidades, a muchas y diversas soluciones y alternativas” (21). La visión decadentista de ese período de la historia de España, la idea bastante extendida de que entonces comenzó un proceso indetenible e irreparable de declive y decadencia es en gran medida producto, por un lado, de una interpretación retrospectiva, carente de adecuada comprensión de que para los actores de entonces, la vida proseguía y el horizonte no se había cerrado. Por otro lado, dicha visión histórica es resultado del impacto negativo de la leyenda negra contra España hasta nuestros propios días. La interpretación decadentista, en la versión que marca a España como un “caso perdido” desde el propio fin del siglo XVI, pretende en ocasiones incorporar a Cervantes y al Quijote dentro de ese marco ideológico, lo cual me parece un dislate: “Aunque a la altura de 1616 no sabemos cuáles pensaba Cervantes que eran la situación de la Monarquía, la valía de los gobernantes, o la justeza de los valores dominantes, sí creemos posible afirmar que el autor del Quijote vería la situación sin el dramatismo con que se vio en décadas posteriores”(22). Vincular la novela de Cervantes con la denominada “crisis de declinación”, como lo hacen algunos estudiosos del tópico (23), me luce un error. Cervantes y su obra pertenecieron, sí, a un período de espinosos aprietos para España y su posición geopolítica, pero la situación estuvo lejos de ser percibida con universal fatalismo entre las élites y el pueblo. Por el contrario, la actitud de un sector dominante de las élites españolas frente a las dificultades de ese tiempo, se focalizó en renovar sus esfuerzos, convencidos de que la muerte era preferible a la retirada: “O una buena guerra o si no se irá perdiendo todo”, afirmó el Conde de Benavente en una reunión del Consejo de Estado en 1621 (24).

3) No pretendo con lo anteriormente dicho respaldar de lleno las políticas de España en esa coyuntura, y tampoco rechazarlas, juicios que ameritarían una investigación distinta a ésta, sino enfatizar el hecho de que el porvenir no era visto como fatalmente dirigido al abismo, y de que España tenía opciones. Las vicisitudes y conclusión posteriores, hasta el siglo XVIII, habrían podido tomar otros rumbos, como casi siempre ocurre en la historia, un terreno abonado por el azar. Se requiere además tomar precauciones contra el intento, ya antes señalado en estas páginas, de mostrar a Cervantes como una especie de adelantado crítico político, y al Quijote como un cándido, un “héroe infantil”, que representaba a una sociedad aturdida y sin norte (25). La visión decadentista, en este orden de ideas, es enlazada por la corrección política de hoy a la de un Quijote censor de las instituciones y certidumbres de su tiempo, incluyendo a la Iglesia y fe católicas (26); todo lo cual, en mi opinión, no se compadece con los contenidos de la novela y las convicciones de su autor (27).

El Imperio español tuvo un ciclo vital parecido, en aspectos fundamentales, al de experiencias similares a través de la historia, y las mismas incluyen al imperio estadounidense y su actual agrietamiento. En el caso de España, la inmensa epopeya de su expansión internacional condujo eventualmente a la sobreextensión, a la dispersión de fuerzas en un inabarcable ámbito espacial, a las incesantes guerras y sus enormes costos financieros, que varias veces quebraron el tesoro público, al agotamiento del pueblo español, el pueblo medular del cuerpo geopolítico, y en un plano crucial a la pérdida de autoconfianza de las élites dominantes, que en cierto momento, y abrumadas por los procesos antes mencionados, comenzaron a cuestionar su sentido de dirección y misión, de los que surgieron los impulsos expansivos primarios. A este último paso de la ruta imperial, que se hace ahora bastante evidente en el caso de los Estados Unidos, se añade el peso de las ascendentes dudas éticas sobre la conducta del pueblo medular hacia los otros miembros de la entidad geopolítica, todo lo cual desemboca en la fragmentación interna.

Cabe no obstante tener presente varias realidades: en primer término, el Imperio español duró trescientos años, una muy larga etapa histórica, y ello a pesar de haber enfrentado extraordinarios desafíos bélicos, políticos, económicos, demográficos y en el terreno de las luchas ideológicas. En segundo lugar, y como franca refutación de las peores distorsiones de la leyenda negra, la mayoría de los habitantes de la América hispana, llegado el momento de la sublevación de las élites criollas que encabezaron los movimientos independentistas a comienzos del siglo XIX, se mantuvieron firmes y unidos a España y la Corona, y la independencia fue lograda, en no poca medida, gracias al engaño y el terror. Ese fue ciertamente el caso venezolano, tema sobre el cual he publicado otro estudio (28). Las mayorías populares en la América hispana veían en la Corona española un símbolo protector, frente a las pretensiones hegemónicas de las élites blancas criollas. En tercer lugar, la presuntamente arrodillada España de ese tiempo, defendió sin embargo su Imperio con tenacidad, intrepidez y gallardía (29). En cuarto lugar, conviene recalcar que es descabellado hablar de un “genocidio” español en la América hispana. El empleo de un calificativo asociado, esta vez con razón, a los crímenes perpetrados por el nazismo contra el pueblo judío, es totalmente inadecuado para el caso de España y su experiencia americana, pues los lamentables sucesos que hayan podido tener lugar en América bajo la Corona española, y no todos lo fueron, no resultaron de una política deliberada de exterminio de razas enteras, sino que fueron consecuencias trágicas del choque entre, de un lado, una empresa civilizadora desarrollada en condiciones inéditas ante retos inconmensurables y con aspectos cuestionables, como sucede siempre en la historia humana, y de otro lado los rigurosos y unilaterales principios morales con los que juzgamos eventos complejos ocurridos en el pasado.

Para recurrir de nuevo a Scheler, como lo hice en la segunda sección de este ensayo a objeto de definir lo trágico, reitero que “dondequiera que la pregunta, ¿quién tiene la culpa?, admita una respuesta clara y precisa, falta el carácter de lo trágico… No existe, sin embargo, dentro de lo humanamente trágico, simplemente una falta de culpa, sino simplemente una imposibilidad de que la culpabilidad sea localizada… La culpa trágica es una culpa tal que no admite culpar a nadie, y para la cual no hay por ello juez imaginable alguno” (30). “Culpar” a España de una manera global y carente de matices no es solamente un yerro histórico, sino una herramienta ideológica que demanda ser combatida.

Las luchas en torno a la interpretación del pasado son siempre luchas por la definición del sentido del presente y del rumbo a tomar hacia el futuro. De igual modo, las luchas sobre los símbolos que una nación adopta para autodefinirse provienen de un enfrentamiento político-ideológico, que puede prolongarse por mucho tiempo. Las confrontaciones de que somos testigos en ese terreno actualmente alrededor del mundo, ponen de manifiesto una reapertura de debates que dormitaban y la iniciación de otros nuevos. En el caso de España y en general del mundo iberoamericano y de habla hispana, el debate planteado concierne un pasado que el progresismo, hoy hegemónico, aspira denigrar, y quizás poner al servicio de nuevas utopías, tan peligrosas como las que conocimos el siglo pasado, utopías que tras anunciar al “hombre nuevo” desataron criminales tiranías y masiva opresión.

Este ensayo pretende realizar un aporte a la lucha de ideas; lo he hecho confrontando opiniones acerca de una obra literaria que forma parte del eje primordial de la literatura en nuestra lengua, y que es también vista por muchos como simbólica, pero no necesariamente de una manera clara o con base en una interpretación ajustada a la complejidad del texto, así como a la genuina índole de su personaje central. He intentado igualmente desvincular la gran novela de Cervantes de los esfuerzos por ponerla al servicio de la perspectiva decadentista de la historia de España, en particular de la experiencia española en América, desvelando que el verdadero objetivo del lazo que algunos críticos establecen entre el Quijote y el decadentismo no es otro que repudiar y condenar dicha experiencia, luego de simplificarla y pintarla como una obra de destrucción hacia la que las nuevas generaciones, en España y la América hispana, deberían voltear la espalda. Por el contrario, pienso que el porvenir de nuestros pueblos, si queremos que el mismo sea venturoso, exige la cada día más estrecha unión de lo que una vez fue un cuerpo robusto y vigoroso, que resistió los embates de incontables incidentes, altibajos y albures, y que ha dejado un legado fértil en muchos sentidos, cristalizado en el extraordinario tesoro de la lengua española.

Un autor venezolano, ya citado en estas páginas, a quien admiro por su apego a nuestra herencia española y su consistente lucidez, escribió en un momento de pesimismo que los descendientes del Imperio español, en España y América, somos “herederos de la derrota y debemos asumirla si queremos ponerle término” (31). Frases similares pueden hallarse en los escritos de buen número de intelectuales españoles e hispanoamericanos; pero si bien es razonable desde cierto ángulo admitirles como expresiones de sentimientos genuinos, no es justo concederles una entidad decisiva. Todos los imperios llegan a su fin geopolítico, pero después, si la derrota en ese plano se convierte en una sanción ideológica y una culpa cultural, se hace capaz de castigar no sólo el pasado de un pueblo o un conjunto de pueblos, sino de sentenciarlos a una perenne y árida contrición.

Al Quijote, como personaje literario, le era dado aceptar el fracaso de sus quimeras, y a pesar de ello su lucha no fue estéril, pues todavía enarbola el pendón de un noble ideal. Es sin embargo algo muy diferente que los pueblos del ámbito hispánico renieguen de su trayectoria, pues en este caso no hablamos de literatura sino de historia viviente. Y si bien el futuro está abierto, considero probable que a menos que el pueblo español deje de lado la actitud confusa que mantiene hacia su pasado, y a menos que los hispanoamericanos dejemos de lado nuestra ignorancia de la historia y los resentimientos que no pocas veces nos aquejan el alma, el futuro no nos proporcionará gratas recompensas, sino renovadas frustraciones.


NOTAS.

1. Pierre Vilar, Historia de España, Barcelona: Editorial Crítica, 1971, p. 151

2. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Barcelona: Círculo de Lectores, 1969, p. 773

3. Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote, Madrid: Espasa-Calpe, 1978, p. 25

4. Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, Barcelona: Ediciones B, 2016, pp. 38-39, 105

5. Véase el estudio de Silvia Hernández M., “El humor y su concepto. Humor, humorismo y comicidad”, Monográfica.org, marzo de 2012.

6. Véase, J. L. Villacañas, Freud lee el Quijote, Madrid: Ediciones la Huerta Grande, 2017, pp. 88-89, 86-87, 98-99, 25, 80. Freud se ocupó del tema en su ensayo de 1927, El humor, en, Obras Completas, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992, vol. 21, pp. 153-162

7. Max Scheler, El santo, el genio, el héroe, Buenos Aires: Editorial Nova, 1961 p. 93

8. Cervantes, Don Quijote, p. 150, 856-858

9. Véase el libro de J. L. Villacañas, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, Madrid: Editorial Lengua de Trapo, 2019. Esta obra proporciona un buen ejemplo de la tendencia a asociar el Quijote al decadentismo y al repudio de la historia imperial y su impronta americana, pp. 32, 102, 113, 126, 249

10. Ibid., p. 252

11. T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría, Madrid: Ediciones Júcar, 1986, Tomo I, p. 25

12. Ángel Bernardo Viso, Memorias marginales, Caracas: Editorial Monte Ávila, 1991, p. 78

13. Octavio Paz, “Hernán Cortés: Exorcismo o liberación”, Diario ABC, Madrid, 28-XII-1985

14. Diario El Mundo, Madrid, 26-03-2019

15. Sobre esta historia, también heroica, véase el admirable libro de Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Madrid: Aguilar Ediciones, 1959

16. A. B. Viso, Memorias marginales, p. 127.

17. Citado por Isaac Deutscher, The Prophet Armed. Trotsky 1921-1929, Oxford: Oxford University Press, 1990, p. v

18. P. Vilar, Historia de España, p. 41

19. Salvador de Madariaga, Carácter y destino en Europa, Madrid: Espasa-Calpe, 1980, p. 137

20. P. Vilar, Historia de España, pp. 55, 57. Sobre el tópico de la leyenda negra y diversos temas asociados, recomiendo el documentado, interesante y polémico libro de Maria Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra, Madrid: Ediciones Siruela, 2020

21. Véase la Introducción de A. Feros y J. Gelabert al volumen colectivo, España en tiempos del Quijote, Madrid: Punto de Lectura, 2005, p. 17

22. Antonio Feros, Por Dios, por la Patria y el Rey. El mundo político en tiempos de Cervantes, en: España en tiempos del Quijote, p. 117

23. Véase, por ejemplo, el estudio de Pierre Vilar, El tiempo del Quijote, en su libro, Crecimiento y desarrollo. Reflexiones sobre el caso español, Barcelona: Editorial Ariel, 1974, pp. 332-346

24. Sobre estos puntos, es indispensable consultar los estudios del historiador británico John H. Elliott, recopilados en su libro, España y su mundo, 1500-1700, Madrid: Alianza Editorial, 1990. La cita se encuentra en la p. 153

25. Villacañas, Freud lee al Quijote, pp. 99-100

26. Ibid., pp. 36-38

27. Cervantes, Don Quijote, pp. 151, 713

28. A. Romero, La ilusión y el engaño. La Independencia venezolana y el naufragio del mantuanismo, en, Obras Selectas, vol. II, Caracas: Editorial Equinoccio, 2010, pp. 387-418. Puede consultarse en mi sitio web: www.anibalromero.info

29. Véase al respecto el libro de Michael P. Costeloe, La respuesta a la Independencia, Mexico: FCE, 1989.

30. Max Scheler, El santo, el genio, el héroe, pp. 161-162

31. Ángel Bernardo Viso, Memorias marginales, p. 117

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