Por LUIS MIGUEL ISAVA
Los ensayos que reúne Luis Pérez-Oramas en este libro podrían caracterizarse como una singular disputatio sobre la situación de un objeto específico. La quaestio es la (in)actualidad de ese objeto: la pintura; y en tanto objeto ésta ha de entenderse aquí en el sentido etimológico de la palabra: ob-iectum: algo arrojado, puesto enfrente. La disputatio, por su parte, se despliega con una curiosa estrategia que elude aceptar las reglas del juego discursivo de un (in)definido contrincante, esto es, la argumentación conceptual; elusividad que se evidencia desde la misma escogencia del título: “(in)actualidad de la pintura”. Se trata entonces, no de discutir, no de argumentar, no de demostrar, sino de un discurrir entre las imágenes y las palabras, en un ir y venir que impide que lo expuesto se afiance exclusivamente en unas u otras, para aceptar y rechazar a la vez el cargo de in/actualidad. El juego de presentación, la exposición (y nótese que ambas palabras implican lo visual) se complejiza además si entendemos que actualitas es un vocablo de la filosofía medieval que apunta, no al habitual estar acorde con los tiempos, sino a una presentificación que sería el resultado de la cristalización, la realización de una potentialitas. De acuerdo con dichos sentidos estos ensayos no quieren demostrar sino mostrar —incluso re-cordar, devolver al corazón— la perplejidad de que la pintura es y está, pues es simultáneamente encarnación, concreción, materialidad e imagen, y que a la vez ni es ni está cuando esa actualitas se escamotea en la reproducción de su componente visual, que reduce su espesor material a una simple imagen bidimensional, y en la discursivización de su significación, que busca reducir su espesor significante al de un sentido verbal.
Para ilustrar cómo opera la singular disputatio que escenifican estos ensayos, propongo deslindar tres reflexiones que, en una red de entrecruzamientos rizomáticos, inervan los tres ensayos, los tres intentos de refutación/demostración de la (in)actualidad de la pintura. En primer lugar, tenemos la reflexión en torno a la necesidad de introducir una distinción esencial entre pintura e imagen; distinción que Pérez-Oramas asocia con la de emoción y afecto, y que resulta indispensable retomar en una época en la que los discursos imbuidos de teorías de la imagen parecen pasar constantemente por alto —quizá como herencia de la reflexión sobre la reproducibilidad— la cualidad fundamentalmente material, objetual de la pintura. La necesidad de recuperar, para la vista y el discurso, el espesor material de la pintura que evidencian los ensayos, busca entonces devolverle una potencia de sentido imprescindible para calibrar la complejidad significante de su inherente corporalidad.
En segundo lugar, y entretejida con la anterior, tenemos la reflexión —y éste sería el aspecto quizá más paradojal de esta disputatio escrita— de desimbricar, desanudar los sentidos de (el cuerpo de) la pintura de una discursividad que ya desde los textos “originarios” parecía someterla a un control por imposiciones discursivas que o bien limitaban su verdad (Platón), o bien declaraban su inactualidad o su agotamiento (Plinio), o bien reducían su corporeidad a pura imagen (Filóstrato). A ellas se sumará, con el Humanismo y el Renacimiento, el impulso de retorizarlas, de hacerlas relato; tendencias que se verán además reforzadas por el discurso mismo de la disciplina de la historia del arte (y esto es necesario pensarlo a partir de Foucault) y su pretensión de someter a una “sujeción discursiva” —en la reducción iconográfica, por ejemplo— la incontrolada y difícilmente controlable materialidad significante de la pintura.
Por último, tenemos la reflexión sobre la naturaleza misma de las imágenes, que en este caso se presenta en diálogo con las reflexiones —también entretejidas— de Fernand Deligny y Pascal Quignard. Del primero retoma Pérez-Oramas la intuición de que las imágenes responden a un orden de la existencia por completo ajeno a las articulaciones verbales, un orden que respondería a un “fondo animal” de la existencia humana. De Quignard, se apropia de una caracterización de la pintura antigua como aquella en la que la retorización, la periodización sintáctica, incluso el relato, no se han hecho aún presentes y que, en tanto pintura, suspende y contiene la atención en su irresuelta significación material. Con la noción de ese fondo animal de la imagen se suplementa la reflexión sobre la materialidad de la pintura, que ya no puede reducirse a imagen mostrativa; con la singularización de la presentación de la pintura antigua, se propone un estadio de la pintura en la que ésta era en lo que respecta a su significación potencia, sentido inminente pero no acaecido, suspendido y por ello no delimitable ni sujetable discursivamente. Ambos desarrollos se imbrican con las reflexiones anteriores al insistir tanto en la insumisión de la pintura a la discursividad como en su materialidad, ésa que no se deja reducir a simple visualidad; ambos fundamentan, desde esa perspectiva, una perfilación de la pintura moderna: la que tiene un antecedente in-augural en Las meninas de Velázquez y su principio epocal en El almuerzo en la hierba de Manet. Aquí aparece además el no-argumento de ese nudo, de ese núcleo del lenguaje y de la imagen; núcleo que los fundamenta a ambos, les confiere su potencialidad de sentido, pero que no puede resolverse ni en visibilidad inteligible ni en verbalidad comprensible. Se trataría de una suerte de “silencio” visual y verbal que es en realidad el que otorga al lenguaje y a la imagen su potencia significante no en tanto vehículos sino en tanto productores de sentido.
En lo que respecta al “proceso” de esta singular disputatio, resulta sintomático que el ensayo intermedio del libro tome, a partir de un cierto momento, el relato de Eco y Narciso como hilo conductor —verbal e imaginal— de la reflexión. ¿No representa acaso ese relato los extremos en los que la imagen se reduce a reflejo y la voz se reduce a eco? ¿No nos enseña Narciso que lo visible despojado de cuerpo es una trampa? ¿No evidencia Eco lo que la palabra deja de significar cuando sólo responde a un orden discursivo impuesto? Tanto Eco como Narciso, en el relato, obliteran la presencia —material, verbal— del otro, de lo Otro, y con ello excluyen el riesgo de la potencia, de la significación que transciende el control de lo dicho, de lo visto. Zigzagueando entre ambos extremos, estos ensayos despliegan su defensa de la (in)actualidad de la pintura —lo uno por lo otro, diríamos insistiendo en lo paradojal de la empresa. Su desarrollo se convierte en un proceso de tejido —textum— en el que a la trama de la pintura se le inserta el hilo del discurso en una tensión que modula y atenúa la afirmación taxativa en insinuación; la aparente conclusión, en sugerencia.
Como se verá en breve, en estos ensayos las palabras dejan ver el cuerpo de la pintura y la pintura toma la palabra para mostrar(se) (en) el esplendor paradójico de su (in)actualidad.
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