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Consideraciones heterodoxas sobre el Quijote (2/3)

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Por ANÍBAL ROMERO

2. La dinámica de lo trágico en el Quijote.

“… la tragedia solo es concebible disfrazada de comedia”.

Elías Canetti (1).

El personaje central de la novela de Cervantes ha sido con frecuencia interpretado como símbolo representativo del “alma y la esencia misma de la nacionalidad española”, un símbolo que pone de manifiesto todo lo que es fundamental en el carácter nacional y la historia de España (2). Ahora bien, esta perspectiva sobre la obra se enfrenta a dos obstáculos. El primero tiene que ver con la dificultad general, más allá del específico caso de España y el Quijote, de definir con nitidez qué es el carácter nacional de un grupo social determinado. Pueden adelantarse planteamientos y especulaciones acerca del asunto, más o menos inteligentes y reveladores, pero se trata de un tema complicado y resbaloso, difícil de encerrar dentro de esquemas precisos y sujeto a interminables desacuerdos.

En segundo término, y en conexión con ideas expuestas en la primera sección, se presenta el problema de que influyentes interpretaciones de la novela no desvelan, en mi opinión, el verdadero significado de la obra. Considero que la visión romántica y políticamente correcta del Quijote, como obra ajustable a las pautas del actual “progresismo” ideológico, no responde a un análisis válido, ya que es incompleta y parcialmente distorsionada, requiriendo correcciones. En particular, cuestiono la convicción de algunos críticos, del pasado y nuestros días, según la cual Don Quijote simboliza de un modo supremo el proceso histórico de España y su sentido espiritual, en especial en relación con el período que parte de la conquista y colonización de América. Tal período culmina con el fin de la empresa imperial, y el mismo, a mi modo de ver, constituye la médula espinal de la historia del pueblo español y define sus opciones hasta el día de hoy. Si bien el Quijote es en efecto un símbolo, debemos definir en qué términos lo es auténtica y legítimamente.

Recapitulando lo ya expuesto en la sección previa: la interpretación políticamente correcta del Quijote, en diversas modulaciones, se caracteriza por eludir o atenuar la naturaleza trágica de la novela de Cervantes y la entidad de su protagonista central como héroe trágico, como lo caracterizaré en su momento. A ello se suma la exaltación de los aspectos cómicos de la novela, mediante artificiosas distinciones entre humor y comicidad y en detrimento de sus zonas oscuras. Se añade a ello la tendencia a desvincular al Quijote del pasado épico de España, enlazando la obra a la lectura decadentista de la historia española. Tal interpretación políticamente correcta, que menoscaba las zonas oscuras de la novela y de la psicología del Hidalgo, pretende convertirle también en un crítico del orden establecido, el del pasado y el hoy existente.

Estudiosos de la categoría de Salvador de Madariaga se han metido en aprietos intentando armonizar argumentos en torno al tópico de la llamada “alma nacional”. Madariaga asevera que la reacción natural en la vida del pueblo inglés, el francés y el español es, respectivamente, la acción, el pensamiento y la pasión; pero ello resulta poco útil y se trata de generalizaciones inaceptables. Las dificultades se acentúan cuando, por ejemplo, Madariaga afirma que Don Quijote es el español por excelencia y Hamlet el inglés por excelencia (3); ello a pesar de que el propio Madariaga, en su estudio sobre la obra de Shakespeare, pinta a Hamlet como un personaje egocéntrico, que solo actúa cuando sus propios intereses se ven afectados (4). A la vez, y en contradicción con su estimación de Hamlet como compendio del carácter inglés, Madariaga argumenta que el utilitarismo, que es un “rasgo instintivo de la psicología inglesa”, y busca “exigir de los actos de la vida un rendimiento positivo en el campo de la acción”, es distinto al egoísmo, pues este último se propone el goce en tanto que el primero se preocupa por la función práctica de las acciones. Todo esto conduce a Madariaga a mantener, finalmente, que el instinto del hombre de acción hacia el rendimiento práctico de sus empeños revela el valor de la cooperación: “El genio de la cooperación es, pues, una de las características de la vida colectiva de los hombres de acción y, por consiguiente, debe figurar entre las cualidades maestras del pueblo inglés” (5). El egocentrismo de Hamlet, su obsesión por su propio interés, no es compatible con la cooperación, y no pareciera entonces atinado calificar a Hamlet como representativo del “alma nacional” inglesa. Tampoco es Hamlet un hombre de acción, y se comprende que muchos le interpreten como un personaje irresoluto, pues como es sabido Hamlet no se atreve a llevar a cabo el acto más trascendental que exigen el desarrollo y sentido del drama: sacrificar al rey Claudio y cerrar el ciclo de la venganza.

El caso de Don Quijote presenta asimismo dificultades, pues el Hidalgo es un protagonista literario tan complejo como Hamlet. Madariaga no aclara realmente qué hace al Quijote un extracto de lo esencial español, y sus propuestas repiten generalidades: rebeldía, tendencia al individualismo, temperamento apasionado y anárquico y tendencia a la fantasía, entre otros rasgos (6). Estos trazos están presentes, en mayor o menor grado, en la sociología y psicología españolas, pero también en las de otros pueblos. Resulta más productivo focalizarse en la complejidad del personaje tal y como le descubrimos en la obra, y más allá de la asfixiante multitud de especulaciones acumuladas a través del tiempo.

En ese sentido, además de las ambigüedades que provoca la infructuosa persecución de una “esencia” psicológica determinada, que en esta instancia supuestamente simbolizaría lo español, se yergue la muralla de la comicidad, un elemento que, si bien es consustancial a la novela, tiene el potencial de extraviarnos en cuanto a su ponderada evaluación. Repetiré, por tanto, y a manera de brújula para la lectura de este ensayo, la frase de Canetti que sirve de epígrafe a esta sección: “La tragedia solo es concebible disfrazada de comedia”. Procuraré explorar lo que se halla bajo el disfraz.

La dinámica de lo trágico es generada en el Quijote por el choque entre los elevados valores de su universo quimérico, y el reiterado impacto de la a veces saludable pero también mezquina realidad, una realidad que se evidencia en las actitudes y reacciones de otros personajes del libro, y constantemente colisionan con las fantasías del caballero andante. Este contraste se reproduce en forma de creciente duda en el Hidalgo, en relación con la quizás inexistente validez de su epopeya individual. La duda erosiona las quimeras y conduce al fracaso final de las ilusiones.

De otra parte, la sustancia de lo trágico en la novela está integrada por la complejidad intrínseca de Don Quijote y del propio Sancho Panza, complejidad que trasciende el humor casi siempre cruel que permea la obra. A esto se suma el engaño y autoengaño permanentes como clima mental del libro, clima que termina por extinguirse en el propio Don Quijote. Por último, se cuentan los vaivenes de las relaciones de poder entre los primordiales protagonistas de la novela.

¿Qué es, entonces, lo trágico? Hice una concisa referencia en la primera sección, apoyándome en Octavio Paz. Proseguiré la indagación basándome en un magnífico estudio de Max Scheler acerca del tema. Solo resumiré algunas ideas centrales, de relevancia para mis propósitos. En primer término, Scheler enfatiza que lo trágico es algo que se “muestra” en el mundo, que se pone de manifiesto como “una impresión fuerte y poderosa que producen ciertas cosas”. No se trata del resultado de una interpretación, sino de una ostensible y casi palpable percepción de un atributo que distingue a determinada personalidad o episodio histórico. En segundo lugar, Scheler indica que “todo lo que se pueda denominar trágico se mueve en la esfera de valores y de relaciones de valores”. En tercer término, lo trágico ocurre cuando portadores de valores de igual jerarquía parecen “condenados a destruirse y compensarse mutuamente”. Trágico es “el conflicto que reina por sí mismo dentro de los valores positivos y de sus portadores”. En cuarto lugar, todo lo trágico es también de alguna manera triste en un sentido excelso: “Lo trágico mismo, como destino, como acontecimiento, se encuentra rodeado por la cualidad de lo triste… entristece el alma”. Finalmente, hay un elemento de inevitabilidad en el destino de los personajes o héroes trágicos y de los eventos que nos marcan como símbolos de lo trágico. Hablamos de una inevitabilidad intuida como una especie de fuerza, colocada más allá de los conceptos normales de causalidad y de culpa. Lo trágico nos envuelve por la autenticidad de su desenlace, que luce prescrito, pero aun así nos permite imaginar que las cosas no podrían haber pasado de otra manera (7).

De acuerdo con mi lectura de la novela, los componentes de lo trágico reseñados por Scheler se encuentran presentes de manera sobresaliente en el Quijote, pues, por un lado, la obra y su protagonista central impactan con esa “impresión fuerte y poderosa”, que impide considerarla una mera obra de humor, aunque contenga numerosos incidentes cómicos, pero con frecuencia de una comicidad amarga y hasta bárbara, como lo ha subrayado Vladimir Nabokov (8). De otro lado, la novela es una extensa investigación sobre los valores y antivalores de la existencia, encarnados en la amplia variedad de sus caracteres, algunos de los cuales están condenados a “destruirse y compensarse mutuamente”. La gran obra de Cervantes, por último, es triste, profundamente triste, a pesar de las risotadas que con regularidad es capaz de desatar. La trayectoria de la narración pronto ofrece al lector vigilante pistas que apuntan a lo que acontece en el capítulo final, durante esa inquietante escena en la que el Hidalgo, ya convencido de que “fui loco y ya soy cuerdo… dio su espíritu, quiero decir que se murió” (9). Las circunstancias de la muerte de Don Quijote se encuentran, a mi modo de ver, entre las más tristes y también predecibles de la literatura.

La dinámica de lo trágico en la novela emerge entonces del choque entre el valor que representa el idealismo quijotesco, centrado en la nobleza de su intención regeneradora de un mundo imperfecto, y el valor representado por la duda como aceptación de límites, que culmina en la admisión del fracaso ante el trance de la muerte. Mas este pretendido fracaso, como expondré en la tercera sección, no es estéril sino fértil, y razonaré de modo análogo con respecto a la épica española y su legado histórico.

Con admirable maestría, Cervantes mantiene en equilibrio las oposiciones, presentando a un Don Quijote que es un “loco a medias”, que nunca parece estar del todo loco; un personaje repetidamente apaleado, herido física y psíquicamente, apedreado, acuchillado, humillado, pero que nunca nos permite convencernos de que haya perdido su dignidad. Y este proceso se mueve en un clima de extravío generalizado y de oscilantes relaciones de poder, dando origen a un logro literario al que no siempre se hace justicia por las razones correctas. Don Quijote despliega su idealismo en medio de una atmósfera de confusión, que por último desemboca en una frustración heroica.

No se enfatiza lo suficiente el hecho de que Don Quijote es engañado, con cansona monotonía, a lo largo del libro, pero que él también engaña, aunque no lo haga deliberadamente. Sobre él se vuelca una inusitada e insistente crueldad, física y mental, pero no está desprovisto de poder, como lo comprueba, por ejemplo, este pasaje del capítulo 62 de la segunda parte de la obra: “¡Válgate el diablo por Don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no mírenlo por estos señores que te acompañan…”. No menos revelador es el capítulo 18 de esa segunda parte, un verdadero tesoro de hallazgos para calibrar la complejidad del protagonista principal de la novela. Allí encontramos a personas normales que acogen de buen talante al Hidalgo y su escudero, y quedan en suspenso por los discursos y razonamientos de Don Quijote: “… solo te sabré decir, comenta Don Diego de Miranda a su hijo, que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo. Y decir razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos…”, calificándole al fin como “un loco bizarro… lleno de lúcidos intervalos”. Y no existe más interesante relación de poder en el libro que la que se produce entre Don Quijote y Sancho Panza, pues si bien el primero le guía, le persuade como a nadie sobre la presunta realidad de su universo quimérico, y en ocasiones hasta le castiga físicamente, Sancho tiene poder pues es un factor fundamental de constante y eficaz reforzamiento de las fantasías quijotescas. Si conceptualizamos el poder, como es razonable hacerlo, como una relación entre seres humanos y no como cosas, es viable observar la interacción entre Don Quijote y Sancho como una relación de poder, que sin embargo pocas veces es dañina, si bien no en todos los planos desinteresada. Sancho se deja deslumbrar por la esperanza de futuras recompensas materiales y de mando, y codicia el gobierno de la ínsula prometida por su amo; Don Quijote, de su lado, llega en un punto a sentir que, tal vez, sus hazañas no reciben el reconocimiento debido, y que su escudero “antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te ves premiado de tus deseos” (10). Los desencantos del poder intervienen en la formación de la duda, forjando un cúmulo de fiascos y derrotas que merman la voluntad.

Don Quijote es repetidamente engañado, y cuando lo hace el propio Sancho se siembran semillas que alimentarán la duda, germinando en el alma del Hidalgo y transmutándose en instrumento invencible de su eventual fracaso, es decir, del descalabro de sus sueños. Son decisivos en tal sentido los capítulos 25, 27 y 31 de la primera parte del libro, y 8 y 10 de la segunda parte, en los que los esfuerzos de Sancho por engañar al Hidalgo con respecto a la verdad sobre Dulcinea, es decir, al hecho de que no es sino una campesina tosca e ignorante, elevada a un rango supremo en la imaginación de Don Quijote, acaban por afilar el aguijón de la duda y aumentar la dimensión de ese temible enemigo interior: “La conciencia de que todo era ilusión” (11). En el universo fantasioso del caballero andante, los denominados “encantadores”, magos, hechiceros y taumaturgos con poderes invisibles controlan eventos y enredan la vida; en consecuencia, afirma el Hidalgo en el capítulo 25 de la primera parte, “todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos”, y son todas “hechas al revés”. Don Quijote declara: “Tengo para mí que voy encantado”, y este conjuro le encamina a través de sus aventuras. No obstante, las sacudidas de una realidad que erosiona sus quimeras hacen mella de forma progresiva, y a medida que se desgastan sus fantasías, el Hidalgo empieza a captar que “yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos” (12).

Un punto culminante de este proceso de desencantamiento, que precede el episodio de su fallecimiento, tiene lugar en el capítulo 42 de la segunda parte, cuando Don Quijote, luego de escuchar una serie de delirantes testimonios de parte de Sancho Panza, y de manifestar su incredulidad al escudero, le dice: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que he visto en la cueva de Montesinos (capítulos 22 y 23 de la segunda parte)… Y no os digo más” (13). En esta escena clave de la novela, los dos personajes principales, ese dúo extraordinario engendrado por la fecunda imaginación de Cervantes, pretende una vez más reforzar sus propias ilusiones, revelando al mismo tiempo su precariedad. Tal y como lo analiza Alfred Schutz, “La verdadera tragedia para Don Quijote es el descubrimiento de que, incluso su sub-universo privado, el reino de la caballería, puede ser solo un ensueño, y de que sus placeres pasan como sombras” (14).

Esta historia triste, este proceso trágico, está envuelto por espesas capas de un humor en oportunidades grácil, liviano y astuto, pero también con frecuencia despiadado, indecoroso y ruin. Esta comicidad es esencial al libro, y sin embargo es también capaz de desorientarnos en la valoración de su significado. Volveré al tema en la sección tercera y última del ensayo.


NOTAS.

  1. Elías Canetti, El libro contra la muerte, Madrid: Ediciones Debolsillo, 2019, p. 120
  2. Véase, por ejemplo, J. A. G. Ardila, Las interpretaciones del Quijote y las intenciones de Cervantes, Mirada Hispánica, 4, abril de 2012, p. 27; D. Curvadic García, La psicología de los pueblos en Guía del lector del Quijote de Salvador de Madariaga, en, J. A. Ascunce y A. Rodríguez (eds.), Nómina cervantina siglo XX, Kassell: Edition Reichenberger, 2016, pp. 114-115, 119
  3. Salvador de Madariaga, Carácter y destino en Europa, Madrid: Editorial Espasa Calpe, 1980, p. 198. Este libro contiene varios de los ensayos del autor en torno al tema aquí comentado, pp. 198, 232, 250
  4. Salvador de Madariaga, On Hamlet, London: Hollis & Carter, 1948, pp. 12-14
  5. Salvador de Madariaga, Carácter y destino en Europa, pp. 28-31
  6. Ibid., pp. 235-236, 250-251
  7. Max Scheler, El santo, el genio, el héroe, Buenos Aires: Editorial Nova, 1961, pp. 143-169
  8. Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, Barcelona: Ediciones B, 2016, p. 150
  9. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Barcelona: Círculo de Lectores, 1969, p. 860
  10. Ibid., pp. 802, 534-537, 678-679
  11. Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote, Madrid: Editorial Espasa Calpe, 1978, pp. 105, 107, 112
  12. Cervantes, Don Quijote, pp. 201, 405, 773
  13. Ibid., p. 676
  14. Alfred Schutz, Don Quijote y el problema de la realidad, Diánoia, vol. I, # 1, 1955, p. 329

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