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Lo primero que viene a la mente después de recorrer las numerosas páginas de Santos, paradojas de la paz y el poder (2018), de la señora María Jimena Duzán, es el tedio que debió causar su confección hasta lograr un meticuloso informe de cómo las FARC y sus abogados mudaron las promesas que el hermano del presidente había hecho a Pablo Catatumbo, en parte de la Constitución de Colombia, extendiendo, de paso, una alfombra roja en el camino que llevaría a Juan Manuel Santos tras la conquista del Premio Nobel a la Secretaría General de las Naciones Unidas en Nueva York, como sostuvo su periodista de turno y embajador en una curda en un lejano pueblo del mundo.
Un tomo de cuatrocientos folios –con una foto del rostro del presidente que perpetúa la mirada de Chucky, el muñeco diabólico–, que en prolongados entreactos hace morosas biografías de los jefes farcsianos, omitiendo los sangrientos episodios de sus crímenes hasta hacer evidente que sus argucias y felonías durante ocho años son los insumos de su gloria. Un abundante plato frío de las venganzas que la señora Duzán engulle a medida que cobra a Santos haberla retratado, el 11 de abril de 2004, en uno de sus habituales “Me da mucha pena” de El Tiempo, como meretriz del periodismo. Un informe, qué duda cabe, redactado, en los capítulos que detallan los encuentros entre los emisarios de Santos y los jefes de la subversión en La Habana, por los ghostwriters de las FARC, dejando para la señora Duzán los platos pandos de esta vajilla tramposa de la historia reciente de Colombia.
El hilo narrativo que teje esta memoria es la novela del día, que Santos perdió el plebiscito con el que esperaba, al sellar su pacto con las guerrillas, derrotar a Uribe Vélez, y que resultó un idus del 2 de octubre. “Vamos a ganarlo”, afirma Santos a la señora Duzán, una semana antes, mientras bebe uno de sus whisky Macallan 1926 y aspira el humo de un Turkish and Domestic Blend Cigarete. El presidente viste, dice la periodista, un traje cortado y hecho a medida por los sastres de Savile Row de Londres y una de las camisas Harvey & Hudson que esa mañana ha elegido María Clemencia, la conyugue del mandatario. Al fondo del gigantesco sillón donde está sentado, mientras mira la puerta dorada del ascensor del apartamento privado que hizo dentro de la Casa de Nariño, hay numerosas fotos de Winston Churchill, a quien ha estado leyendo estas semanas, en especial sus recuerdos del Día D, porque lo inspiran para el futuro de la paz. Santos tartamudea, pero como el rey Jorge V se ha sometido a duras rutinas de ejercicios poniéndose patas arriba y haciendo piruetas y contorsiones con la ayuda de una fonoaudióloga desde que fue ministro de Gaviria y Pastrana. Juan Manuel no improvisa sino que usa un telepronter con los discursos que le escribe el equipo de su speachwriterJuan Carlos Torres.
Santos es el primer presidente de Colombia que llega al cargo sin haber ocupado alguno de elección popular, porque, dice la señora Duzán, fue un “candidato aguacate, madurado a punta de periódico”; es decir, de El Tiempo, del cual fue casi director por siete años, pero había vivido en Londres nueve en un hermoso piso de Cadogan Place, a una cuadra de KingsRoad. Es un “alma tímida” y exhibe una “arrogancia flemática característica de los políticos que se sienten predestinados a llegar a los más altos estrados del poder”. Proviene de Antonia Santos, que comandaba la guerrilla de Coromoro en 1819, y de tres presidentes, uno que duró un día; y es primo de un vicepresidente. El marido de una prima dirige El Tiempo y su sobrino la revista Semana, hijo de su hermano mayor, apodado “El Guerrillero del Chicó”, el barrio donde vive el presidente en una mansión de 8.000 metros que vale unos 7.000 millones de pesos.
Como periodista, dice la autora, produjo las dos grandes chivas que ha tenido El Tiempo: el robo de 13 millones de dólares a un banco de los Rockefeller en 1992 y el destape de las conversaciones que venía manteniendo el presidente Alfonso López Michelsen con la mafia en un hotel de Panamá, las dos, con infidencias a sus fuentes. Esta última la justificó diciendo que traicionaba al presidente Betancur en su búsqueda de la paz porque “con la guerrilla se puede hacer acuerdos, pero con los narcos solo sometimiento”, doctrina que contrarió en el proceso de paz con las narcoguerrillas de las FARC. Y la Duzán narra en detalle el complot que fue armando Santos para derrocar a Ernesto Samper en compañía de varios cacaos, Raúl Reyes, Víctor Carranza y Carlos Castaño, con la ayuda de quien en últimas selló el pacto Santos-FARC, el indescifrable Álvaro Leyva. “Años después, anota la periodista, tuve acceso a esa grabación donde Santos conversa con Reyes, y la conclusión que se desprende es que ese proceso de paz del que él hablaba era una conspiración para tumbar al presidente Samper”.
Los perfiles que hace la señora Duzán de los jefes guerrilleros son dignos de Fray Angélico. A quien más dedica páginas y tiempo es a Pablo Catatumbo porque, termina uno por saber, fue el verdadero gestor del negocio de la paz. Pablo nació “dos años después que Juan Manuel Santos”, en San Antonio, un barrio popular de Cali en plena época de la violencia. Su progenitor era un empleado de Alberto Lenis Burckardt, dueño de la Kodak y padre del padrino de Catatumbo, Edgar Lenis Garrido, militante del MRL de Alfonso López Michelsen, que fue presidente de Avianca, Pastas La Muñeca, Industrias Metálicas de Palmira; miembro de la junta directiva de Bavaria y Conciviles y, por supuesto, del Club Colombia. Pablo queda huérfano a los doce años y tiene que trabajar desde niño en una librería donde conoce a los miembros de la Juventud Comunista a la que entra a los catorce años, “mientras Juan Manuel Santos hacia su bachillerato en el San Carlos”. En 1971 va a dar con sus huesos, con Alfonso Cano, a Moscú donde estudia en la Escuela de Cuadros del Partido y al regresar ingresa a las FARC en compañía de Fedor Rey, un loco que creó un cisma con los mil seiscientos millones de pesos que había robado a la banda terrorista y en Tacueyó asesinó a 164 de sus compañeros convencido de que eran miembros de la CIA. Y aun cuando la redactora menciona que Catatumbo es culpable del secuestro y muerte de los 12 diputados del Valle del Cauca, sabiendo que “en el cañón de Las Hermosas, en la inexpugnable cordillera occidental, no se movía una hoja sin que él lo supiera”, olvida la espantosa hoja de vida del personaje que, según un informe de Jonathan Evans del MI5, “es un curtido forajido del estado mayor y el secretariado de las FARC, responsable de la producción y distribución de cocaína en los corredores montañosos de los municipios de Palmira, Buga, Tuluá, Sevilla, Florida y Pradera, entre los corregimientos de Barragán, Puerto Frazadas y Santa Lucía, sitios de permanencia del bloque móvil Arturo Ruiz y las columnas Víctor Saavedra y Alonso Cortez, donde tiene numerosas caletas con droga y dinero producido con el comercio ilegal y las redenciones de miles de secuestros y directo responsable de la ejecución y programación de cientos de asesinatos de civiles, dirigido ataques a estaciones de policía en Barragán, La Marina y La Magdalena, numerosas emboscadas a patrullas del Ejército y de la policía, destruido infraestructuras eléctricas, hídricas, petroleras, de gas y vías públicas, asaltos a bancos y reclutamiento forzoso de menores. El gobierno de Estados Unidos ofrece 2,5 millones de dólares a quien facilite información que conduzca a su captura o ejecución”. Y otro tanto con los otros jefes.
Timoleón Jiménez es un hombre de gesto amable, con aire de abuelo bonachón que logra neutralizar la imagen del guerrillero terrorista, es tan tímido “o más que el propio presidente Santos”; Iván Márquez, que en la mesa de La Habana fue siempre el más duro, “la negociación lo cambió”; Carlos Antonio Lozada con su cabeza rapada recuerda a Hugo Chávez; Victoria Sandino es la reencarnación de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, y Andrés Paris tiene apariencia de profesor de escuela. Etc.
Las FARC narran en este documento el proceso de paz revelando que tan pronto Juan Manuel Santos fue electo presidente, comenzaron los contactos con Pablo Catatumbo a través de un comerciante caleño, viejo amigo del terrorista, y que había estado lidiando con él para que liberara a uno de sus amigos, uno de los diputados que había secuestrado en 2002. Maria Jimena Duzán se cuida mucho en correr el velo, y tampoco lo hacen los redactores de las FARC, que el amigo secreto de Catatumbo, desde los días de la social bacanería de Casa Verde y el Caguán, es Enrique Santos Calderón, que con el tiempo se había ido alejando de Alfonso Cano por su inflexible ideología de la toma del poder mediante la combinación de todas las formas de lucha, menos la del narcotráfico, como sucedió también con Carlos Castaño, que terminó enfrentado con sus amigos y conmilitones, y cuya ruptura le costó la vida, como a Cano, añadimos nosotros.
El libro devela cómo al comienzo de las negociaciones Santos quiso jugar la partida desde su propia altura y convicciones, pero pudo más la terquedad del grupo comandado por Márquez que por los seguidores de Catatumbo, así Timochenko apareciera como el jefe del grupo, siendo apenas la fachada de las facciones farcsianas, y las ambiciones de Santos por llegar pronto al Premio Nobel y de este saltar a la Secretaria General de las Naciones Unidas, que por el momento ha perdido.
A la muerte de los viejos combatientes, Marulanda y Arenas, la liquidación de Reyes y Jojoy, y prácticamente incomunicados en Venezuela Iván Márquez y Santrich, el más poderoso de los jefes narcoguerrilleros era Catatumbo porque Hernán Darío Velásquez Saldarriaga, El Paisa, dependía del poderoso aparato militar y económico del primero. Por eso, Juan Manuel Santos y su hermano negocian directamente y salvan la vida de Catatumbo dejando muerto en el camino a Cano, ortodoxo de la toma del poder y la derrota de la burguesía. El propio Santos afirma en el informe que ha dejado con vida a Catatumbo, pero no dice por qué, solo leyendo entre líneas lo sabemos.
Lo cierto es que Santos había ganado la partida y le había cumplido a las FARC cuando firmó el Tratado de Cartagena, pero la voluntad popular le hizo perder ambas y tuvo que traicionar los equipos de Humberto de la Calle y el aristócrata católico Sergio Jaramillo, y para arrancar el Tratado del Colón tuvo que entregarse de pies y manos a su envejecido compañero de faenas Álvaro Leyva y a los fanáticos del comunismo Iván Cepeda y Enrique Santiago, secretario del partido español, junto con los detractores de Uribe Vélez, el bardo de la confitura Roy Barreras, la oligarca Maria Ángela Holguin y el sacamicas Juan Fernando Cristo. Aparte de raspar la olla del presupuesto nacional para conceder toda la mermelada que había a la codicia de los insaciables miembros de su coalición de gobierno.
A la fecha ninguno de los miembros de las FARC y su Secretariado ha sido condenado ni privados de libertad, por el contrario están protegidos y subvencionados, y diez de ellos tienen curules en el Parlamento. En cambio, el presidente Álvaro Uribe está a las puertas de la prisión, más de dos mil militares han sido condenados y unos doce mil empresarios son investigados por haber participado de una o varias maneras en el conflicto.
La paradoja que ofrece esta historia es que Juan Manuel Santos dejó el poder con 86% de impopularidad, que llevó a los colombianos a elegir a Iván Duque con 10.365.450 (53,97%), mientras su contradictor logró 8.029.080 (41,81%). Todos habían votado contra Santos, el peor presidente de nuestra historia republicana. Y el más perverso.
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