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Belmondo

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Foto AP – Laurent Cipriani

“La diferencia entre los pendejos y los ladrones es que a veces los ladrones descansan”

Jean Paul Belmondo

Murió Jean Paul Belmondo y con él se va uno de los referentes  de la Nouvelle Vague, aquella ráfaga de desenfado que, con talento y prepotencia, sacudió el cine –francés primero y mundial después–. Era acaso inevitable que Belmondo fuera su cara más visible. Tras un olvidable comienzo con Claude Chabrol (Una doble vida, 1959), al año siguiente logra la fama con su interpretación de un pequeño delincuente, bohemio y enamoradizo que vivía sus últimos días con la bella Jean Seberg. El filme se llamaba Sin aliento y de la mano de Jean Luc Godard se llevaba por delante todas las convenciones narrativas existentes. La  cámara se cargaba en mano, los diálogos eran descuidados, ingeniosos, delirantes, el actor dialogaba con el espectador y toda la empresa, amparada en un amor desbocado por el cine americano de las dos décadas anteriores, destilaba libertad. Y Belmondo, ex mal alumno, ex combatiente en Argelia, feo pero fotogénico, simpático a decir basta, encarnaba esa forma de dinamitar todo el panorama de un cine merecidamente reconocido y respetado. Lo mejor estaba por venir, porque, muy inteligentemente Belmondo no se dejó encasillar en los papeles más obvios. Es cierto que volvió a reincidir con Godard en otro filme muy estimable llamado Pierrot el loco (1965) o en la deliciosa Una mujer es una mujer (1961), pero al mismo tiempo ampliaba su paleta de la mano del muy clásico Jean Pierre Melville (Leon Morin cura, 1961 y Le doulos, 1962) y con otros contemporáneos alejados del grupo tradicionalmente reconocido como la Nouvelle Vague. Estaba en El ladrón (1967) de Louis Malle, en Ho (1968) de Robert Enrico y, ya despegado de su encasillamiento, era el marido engañado y víctima del amor fatal por Catherine Deneuve en La sirena del Mississipi de Francois Truffaut en 1969. Frente a Alain Delon, era la imagen del cine francés, la cara fea, poco elegante, pero a diferencia de su rival en los hechos, Belmondo era querible, cercano, amistoso y cálido. Una operación comercial los juntó en 1970 en un filme mediocre llamado Borsalino que terminó en demandas judiciales por el número de planos que le correspondía a cada quien.

Lo que hizo que la imagen de Belmondo cristalizara en el imaginario del cine mundial fue esta faceta, popular, tan anclada en la comedia.

Fue durante la filmación de su película con Claude Chabrol que conoció a quien sería su compinche en cinco películas: Phillipe de Brocca. Al menos tres de ellas entre las mejores comedias del cine francés: El hombre de Rio (1964), Las aventuras de un chino en China (1965) y El magnífico (1973). En ellas, Belmondo se nutría de sus personajes originales, libres, impulsivos, impetuosos, para volverlos además, ocurrentes, y dispuestos a no perder oportunidad de meterse en problemas (el “chino” en el argot francés). Sus aventuras eran alocadas, ilógicas, siempre a contramano del sentido común, configurando lo que alg[un cr[itico americano llamó “belmondoismo”.

Siempre persiguiendo mujeres con desigual suerte, además.  La clave de Belmondo es que más que buen actor era un personaje, una expresión de alegría, sinsabor y resignación al mismo tiempo. Los años ochenta y noventa no le perdonaron esta representación de los tiempos de ruptura que lo habían visto nacer. Tal vez la rapidez de los tiempos habían superado lo que en el fondo era un “tempo” lacónico, a veces interrumpido por saltos impredecibles de ingenio. Lo vimos con tristeza en comedias o policiales que no eran sino un pálido reflejo del que había sido, hasta su primer ataque al cerebro en 2001. Intentó algún regreso nostálgico, Un hombre y su perro en 2008, para despedirse y lo logró. Francia le rindió, con justicia, una despedida como la que estila para los grandes. Es concebible pensar que la hubiera aceptado con otra de sus “boutades” célebres, esta de Sin aliento.  Mientras conducía, Belmondo miraba a la cámara (es decir, al espectador) y recitaba: “Si no te gusta, la playa, si no te gusta la ciudad, si no te gusta el campo… pues vete pa’l… !”.

 

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