Por JOSÉ JAVIER BLANCO RIVERO
I
Como es bien sabido, los partidos políticos junto con las ideas de alternancia en el poder (alternabilidad republicana) y la propuesta de programas de gobierno (programas políticos), así como las prácticas de movilización, agitación popular y el uso de la prensa escrita para tratar de influir sobre la opinión pública (ideas y prácticas asociadas con la política ejercida por partidos organizados), no eran desconocidos en la Venezuela del siglo XIX. Tampoco le fueron desconocidas las experiencias democráticas, aunque breves e imperfectas —la verdad sea dicha, el siglo XIX venezolano dista de ser la edad de oscurantismo pintada por intelectuales y políticos, quienes, durante las primeras décadas del siglo XX, se aventuraban en la escritura de nuestra historia republicana.
Ciertamente, los partidos decimonónicos carecían de la organización y disciplina característica de los partidos políticos del siglo XX (de allí que este criterio se haya convertido en un lugar común para perfilar la modernidad de los partidos políticos en Venezuela). De hecho, para ser más específicos, los rasgos estructurales que definen a un partido político moderno son la organización de tipo marxista-leninista, es decir, la ordenación de los miembros de los partidos en torno a cuadros junto con una vanguardia que llevaba la tutela del mismo, aunado al servicio de una ideología bien definida, con una visión dogmática y seudocientífica del orden social, económico y político y del lugar del hombre en tal constelación.
Mientras que los partidos políticos del siglo XIX fueron en gran medida vehículos de educación política, en el sentido que a través de sus órganos de prensa sus mejores plumas discurrían sobre los fundamentos básicos del orden republicano, el gobierno popular y la democracia (términos que, aunque nos parezcan sinónimos, llegaron a implicar cosas muy diferentes), los partidos políticos del siglo XX jugaron un papel esencial en la transformación estructural del régimen de sucesión política, a saber, se pasó de elegir los próximos gobernantes dentro del estrecho seno de la élite social a un proceso de profesionalización de la política abierto a cualquier ciudadano.
Los partidos políticos del siglo XX operaron en un contexto histórico testigo de dramáticas transformaciones, tanto a nivel nacional como a nivel internacional. La estructura social venezolana comenzaba a experimentar incrementos en la demografía urbana (una tendencia que se profundizará durante el periodo); la estructura económica del país se transformaba a partir de la explotación petrolera, puesto que fueron las industrias y el sector servicios los que en vez del campo atrajeron a las jóvenes fuerzas laborales; y a nivel político, décadas de mano dura bajo el gomecismo habían creado una atmósfera de explosividad social, obligando a los herederos del gomecismo a conducirse con liberalidad y abriendo una ventana de oportunidad para que los nóveles partidos políticos pujasen para jugar un rol protagónico en la toma de las decisiones más delicadas para el destino de la nación.
No obstante, a pesar de los cambios estructurales positivos gatillados por el desarrollo de los partidos políticos a lo largo de nuestra historia, estos también han traído consigo una serie de problemas. En este orden de ideas no puede tenerse por cierto que los partidos políticos de por sí garanticen la democracia. La organización interna, las metas políticas y la conducta frente a otros partidos contendientes son factores fundamentales para que, dentro del marco de una lucha agonal por el poder, germine un sistema democrático estable. Al depender de una organización interna vanguardista la estructura de toma de decisiones del partido nunca será democrática; si un partido tiene como meta política el comunismo, nunca podrá confiarse en él para conservar el sistema democrático; y si los partidos no aprenden a conducirse civilizadamente en la lucha por el poder, la violencia y las luchas internas acaban por socavar la democracia. Algunas de estas lecciones se aprendieron (lucha agonal) y otras nunca se aprendieron (la democratización interna y que los objetivos anti o seudodemocráticos de muchos partidos de izquierda no los hacían rivales políticos fiables). En cierto sentido, la historia de Acción Democrática es la historia de estas lecciones.
Acción Democrática nace un 13 de septiembre de 1941 en un contexto político de democratización y liberalidad, aunque no exento del peligro de un retorno a un régimen tiránico. Su vida pública fue el resultado de una serie sucesiva de experimentos (ARDI, ORVE, PDN) que por distintas razones condujeron al fracaso, así como de un proceso de maduración organizativa e ideológica que habría de continuar y que le produciría grandes réditos, destacándose como un partido nacional de masas con gran popularidad en el país. Tanto es así que el nombre de AD va a menudo ligado a la historia de la democracia en Venezuela.
AD esgrimió la bandera del sufragio directo, secreto y universal, abogó por lo que Rómulo Betancourt denominó la segunda independencia de Venezuela (a saber, la independencia económica del país frente a las multinacionales petroleras) y propuso una reforma constitucional con el propósito de alcanzar una Venezuela más democrática. Durante el llamado trienio adeco (1945-1498) AD lograba alcanzar en buena medida los objetivos propuestos en su programa y se avizoraba un futuro promisorio para el país.
Sin embargo, ni todos los partidos lucharon genuinamente por la democracia ni ideología alguna es sustituto del rol imprescindible que juega el ciudadano bien informado y crítico en el sistema democrático. De modo que la historia de los partidos políticos en Venezuela, AD incluido, está marcada por la ambivalencia hacia la democracia. Esto se debe a que el sustrato común de los partidos políticos en Venezuela era la ideología de izquierda, por lo que para algunos (los reformistas) una democracia burguesa representaba una meta de por sí, mientras que para otros (los comunistas) la democracia burguesa era solo una etapa necesaria para después lanzar la revolución comunista. Así es como, paradójicamente, algunos partidos como el PCV querían alcanzar la democracia solo para poder superarla (léase, destruirla). Y AD no escapa a esta ambivalencia, ya que muchos de sus cuadros (especialmente aquellos ligados a los sindicatos) eran comunistas y muchas de sus divisiones posteriores (MIR, MEP, etc.) se derivaron directa e indirectamente de esta cuestión ideológica.
Aunado al problema ideológico, existía en el país un archipiélago político de lo más variopinto. Aún los herederos del gomecismo (entre ellos Medina Angarita y López Contreras) tenían influencia en ciertos círculos de las FFAA; entre los partidos políticos teníamos a los comunistas del PCV, quienes enfrentaban agrias disputas internas (lo que llevó a en que en determinado momento se dividiese entre negros y rojos), a los socialcristianos, quienes contaban con mucho apoyo en la región andina y a URD, que contaba con un enfoque oportunista y pragmático; y finalmente, existía dentro del seno de las FFAA un hervidero de oficiales jóvenes aferrados a la idea de que ellos, como miembros del que una vez fue el ejército libertador, tenían la responsabilidad de velar por la estabilidad y progreso del país.
De modo que si bien los partidos políticos abrieron la posibilidad de profesionalizar la política (y es que la militancia se convierte en una escuela de política: se aprenden los intríngulis de la organización y la movilización, se aprende a agitar las masas, al ocupar cargos públicos se aprende sobre el funcionamiento de la administración pública, se aprende de jerarquía y conducción, entre otros), la fuerza bruta, el intelectualismo y el elitismo bregaban por mantener sus tradicionales rutas hacia el poder como si de prerrogativas se tratase.
En una Venezuela donde los cuarteles eran escuelas del disimulo y la conspiración, no podía esperarse mayor estabilidad política. El 24 de noviembre de 1948 las FFAA ponen fin al sueño democrático y llega el tiempo de las amargas lecciones. Mucho se ha escrito sobre el sectarismo que caracterizó al AD de estos tiempos y, ciertamente, los demás partidos no se inmutaron al ver a los adecos expulsados del poder a través de un golpe militar siendo que ellos mismos accedieron al poder de la misma forma —especialmente los comunistas, quienes estaban logrando ventajas estratégicas apoyando a Medina Angarita (además de seguir la política frentista dictada por el Comintern) y resentían la actitud de los adecos en su contra.
II
El hecho de que la imagen de Rómulo Betancourt sea tan importante para AD se explica en gran parte por la orientación programática que quiso darle. Betancourt fue muy criticado por su ruptura con el comunismo, pero rechazar la doctrina comunista, abrigar la socialdemocracia y apostar por un partido policlasista de base ancha demostraron la buena lectura que el líder adeco hizo de la psicología y sentir del venezolano de la época. Es cierto que Betancourt deseaba evadir la etiqueta de comunista para perfilar su partido y su programa político frente a otros partidos de izquierda; es cierto también que polemizar con el PCV le servía a este fin. Pero también es cierto que Betancourt había abandonado el comunismo por convicción. Pasó de considerar que el comunismo habría de meterse en Venezuela “con vaselina” (la clásica mascarada comunista) a juzgar que no era aplicable (ni deseable) para Venezuela. Y Betancourt se esforzó para que este ideario se convirtiese en la identidad del partido y no en su marca personal.
Parece ser que Betancourt comprendió mejor que nadie que, así como gobiernos democráticos y totalitarios “no pueden comer de un mismo plato” (hablamos de la denominada doctrina Betancourt), un pacto político de gobierno, comprometido con la consolidación democrática, no puede fiarse nunca de partidos de vocación comunista. Él sabía muy bien que para los comunistas la democracia burguesa era solo una etapa de transición que debía ser superada a través de la revolución.
Sin embargo, Betancourt, así como muchos otros demócratas de su generación, juzgaron que la democracia verdadera es lo suficientemente fuerte como para neutralizar las tendencias totalitarias del comunismo, por lo que no debía restringírseles la participación política —medio idóneo para su conversión democrática—. Lamentablemente, una lección que nunca aprendimos consiste en que la democracia no puede tolerar corrientes ni factores antidemocráticos, ya que estos terminan empleando los mecanismos democráticos para subvertir a la democracia misma. En su descargo hay que reconocer que buena parte del concierto político estaba integrado por partidos de izquierda que habían ido reciclando clásicos leit motivs, tales como la unidad de las izquierdas, el antiimperialismo (léase anti-norteamericanismo), la unión cívico-militar, si era posible o no saltarse la etapa de la democracia burguesa, etc., y que razonablemente no pudo preverse el fenómeno Chávez.
Finalmente, si bien el partido político organizado se vuelve fundamental para la profesionalización de la política, aquellos partidos bajo la égida ideológica del marxismo-leninismo también contienen los elementos con el potencial de trabar este proceso, a saber, el vanguardismo. Este es otro tema que ha dado mucho que hablar en nuestra historia democrática: la democratización interna de los partidos políticos. Los límites a la democratización de los partidos políticos son también límites a la profesionalización de la política y estas limitaciones se convierten en aliviaderos para las presiones de los militares y otros grupos con pretensiones al poder político. Esta es la otra lección que nunca se aprendió.
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