La crisis venezolana no deja de extender su sombra internacional por la gravedad y el desbordamiento de la emergencia humana, la escala de la destrucción material y la aceleración de la desfiguración institucional. A lo largo de este año, y particularmente en su segunda mitad, se han producido importantes iniciativas que no solo recogen la gravedad del diagnóstico, sino la disposición de gobiernos y organizaciones, internacionales y no gubernamentales, para advertir sobre la magnitud de las causas, sus efectos y consecuencias, así como para concertarse en la atención de las dimensiones de la crisis, en lo humano, material e institucional.
Entre los informes difundidos este año que más integralmente han diagnosticado y documentado la profundidad de la emergencia se encuentran los de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Situación de Derechos Humanos en Venezuela), la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Violaciones de los derechos humanos en la República Bolivariana de Venezuela: una espiral que no parece tener fin), la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (Informe del panel de expertos internacionales independientes sobre la posible comisión de delitos de lesa humanidad en Venezuela), y las organizaciones Human Rights Watch (Informe 2018: Venezuela. Eventos de 2017) y Amnistía Internacional (Esto no es vida. Seguridad ciudadana y derecho a la vida en Venezuela).
Junto a esta significativa muestra de documentos en los que se trata una de las dimensiones más reveladoras de la gravedad de la situación de Venezuela, se han producido iniciativas conjuntas en busca de respuestas internacionales que contribuyan al encuentro de soluciones para y por los venezolanos. En ese sentido, se ha evidenciado la necesidad y, cada vez más, la exigencia de concertación de posiciones y propuestas: hacia y dentro de Venezuela.
Es lo que, en el ámbito regional, se ha venido manifestando de modo crecientemente coordinado. Así se manifestó en la reunión de Quito sobre el tema de la voluminosa migración forzada de venezolanos en situación de extrema vulnerabilidad (Declaración de Quito sobre movilidad humana de venezolanos en la región). Allí trece gobiernos exploraron soluciones conjuntas y manifestaron su voluntad de acordar iniciativas así como de procurar apoyo de las Naciones Unidas, con especial mención de la Organización Internacional para las Migraciones. Con ese marco de referencia prosperó la solicitud del gobierno de Colombia que resultó en la designación del guatemalteco Eduardo Stein como representante especial para la crisis de refugiados y migrantes venezolanos, así como las de obtención de fondos internacionales para la atención de la emergencia. Lo cierto es que resulta políticamente más urgente y a la vez menos complejo concertarse para lidiar con los efectos y consecuencias de la situación venezolana que lo de ponerse de acuerdo en iniciativas que contribuyan a que los venezolanos reconstruyan pacífica y democráticamente condiciones de vida digna y próspera.
Con todo, para esto último la coordinación regional de posiciones se ha ido fortaleciendo desde la creación del Grupo de Lima. Países de este conjunto van dejando su impronta en la atención al caso venezolano. A las declaraciones que, con mucha claridad, sin irrespetos y con explícitas demandas han respondido ante el agravamiento de la situación desde agosto de 2017, se añade ahora con las firmas de Colombia, Argentina, Perú, Chile y Paraguay, más Canadá, la solicitud de investigación por presuntos crímenes de lesa humanidad a la fiscal de la Corte Penal Internacional (Carta de los presidentes Macri, Piñera, Duque, Vizcarra, Abdo Benítez y el primer ministro Trudeau a la fiscal de la Corte Penal Internacional). Esa carta amplía el examen preliminar en marcha desde febrero pasado al sustentarse no solo en el informe del panel de expertos patrocinado por la Secretaría General de la OEA, sino en los del alto comisionado de la ONU y la Comisión Interamericana, todos recién citados. Paralelamente, fue aprobado en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas un proyecto de resolución, también promovido por el Grupo de Lima y presentado por 42 países (Promoción y protección de los derechos humanos en la República Bolivariana de Venezuela), para el que lograron los votos favorables: se trata de la primera resolución sobre la situación venezolana, que no solo “acoge con beneplácito” el informe del alto comisionado, aquí ya referido, e insta al gobierno venezolano a que permita la entrada de asistencia humanitaria y coopere con el Consejo; también requiere de la recién juramentada alta comisionada, Michele Bachelet, mantener el seguimiento y la búsqueda de información exhaustiva y actualizada sobre la situación venezolana para informarlo y ser considerado en ese Consejo, lo que la ex presidente chilena ha asumido como mandato.
En suma, para dar sentido adicional al apretado recuento de recientes pistas significativas parecen pertinentes dos notas finales que conciernen especialmente al vecindario cercano, al Grupo de Lima y a su atinada decisión de actuar en el marco de las Naciones Unidas. Por una parte, cada vez son más visibles las señales de que no hay modo de separar las causas de la crisis venezolana de los efectos que se sienten y constatan con creciente intensidad dentro y fuera del país, tampoco de las consecuencias que pueden provocar la desatención y la errada atención internacional (incluidas la de forzar diálogos sin garantías). Por otra parte, y casi en consecuencia, coordinar diversidad de iniciativas (de presión, sanción y persuasivas) mientras se amplía su espectro geográfico y estratégico es esencial para no perder de vista que las dimensiones humanas, materiales e institucionales de la recuperación de Venezuela también son inseparables.
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