Bueno, pues una semana después, sigo de vacaciones.
Las vacaciones son un periodo extraño. Por lo general, nos pasamos el año entero deseando que lleguen y luego deseando que terminen. No es mi caso, afortunadamente, pero se da.
Yo, por el contrario, me vengo a la playa pensando en los sorteos de lotería que están por celebrarse en agosto. Normalmente tengo entre cuatro y cinco oportunidades de que el destino me permita prolongar mis vacaciones de forma indefinida. Desgraciadamente, aún no ha sucedido, aunque hoy es sábado, nunca se sabe.
Creo que el principal motivo por el que nunca me ha importado cumplir años es porque cada vez me queda menos para la jubilación. Pienso que, inconscientemente, esto lo vengo madurando desde los cinco años, cuando empecé el colegio. Desde mi primer día de clase me di cuenta de que mi objetivo sería volver a mi vida anterior, ociosa y despreocupada. De momento, voy de culo; nada más lejos que el ocio y la despreocupación, pero a veces, para llegar a la meta, hay que superar las más escarpadas cimas, lo que me hace conservar cierta esperanza.
Hay gente que ha logrado hacer del ocio una forma de vida. Me atrevería a decir que hay quien ha hecho del ocio ocupación. Si me paro a analizarlo, conozco varios casos, lo cual ya me sitúa en una esfera complicada para quien aspira a jubileta desde la infancia. Uno de estos casos, además, es uno de mis mejores y más antiguos amigos, que no solo ha hecho de la necesidad virtud, sino que, además, lo ha convertido en un arte, perfeccionando la ociosidad como Wolfgang Amadeus Mozart perfeccionó la composición musical.
Para no incurrir indebidamente en una indeseada revelación de datos le llamaremos Cc.
Cc nunca fue un buen estudiante, si bien tampoco destacaba por abajo. Estaba emboscado el muy cabrón, para no llamar la atención.
La cosa empezó a ser llamativa cuando fuimos a la facultad. Yo me permití alargar mi carrera técnica, informática para más señas, el tiempo suficiente para correrme unas cuantas juergas memorables, ser conocido en los bares de todas las facultades de la complutense y echarme novia. Esto fue lo único que hice bien en la facultad, ya que treinta años después seguimos juntos. Cosas de la vida.
Cc, sin embargo, había empezado a pergeñar un plan perfecto, que le llevaría sin duda al más absoluto de los triunfos.
Ninguno nos sorprendimos cuando transcurridos cinco años desde que comenzase Derecho no tenía ni primero aprobado por completo. Como tenía asignaturas de otros cursos, nos parecía casi normal. ¿Quién no alarga un par de años o tres una carrera universitaria? La cosa empezó a llamar la atención a los diez años, pero como en su casa les parecía normal, los amigos no teníamos nada que decir. Yo me casé, tuve mi primer hijo, y Cc seguía en tercero de Derecho.
Para no extenderme demasiado en esta historia, Cc prolongó, con un algoritmo perfecto, la carrera de Derecho durante veinte años brillantes, luminosos, que luego extendió con algún master y algún que otro curso para fortalecer su formación. No tengo que decir que cuando terminó de formarse decidió que era demasiado mayor para intentar encontrar trabajo. Fue entonces cuando comprendió que su destino, a los cuarenta y uno, era cuidar de sus padres, vocación esta a la que se viene dedicando con fruición desde entonces.
A veces me planteo que este hombre tenía esquematizada su existencia desde la guardería. Si no, algo así no te puede salir bien. En mi caso, que me siento a escribir de una cosa, como me ha pasado hoy y en la segunda estrofa mi subconsciente y mis dedos me llevan por un camino completamente diferente al que tenía pensado, trazar un plan perfecto como el de Cc me hubiera sido imposible.
De cualquier modo, como dice Manolo García, «prefiero el trapecio, para verlas venir en movimiento» y si la tan deseada consagración definitiva al ocio implica la pérdida total del derecho a improvisar y a equivocarme, prefiero seguir currando.
«Nunca se va tan lejos como cuando no se sabe dónde se va». (Oliver Cromwell).
Permanezcan ociosos.
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