El comportamiento intransigente y extremo ha devenido en corriente de pensamiento y acción que preconiza el sometimiento dogmático de la persona humana a determinada doctrina política, filosófica o religiosa, obligando al acatamiento incondicional de preceptos que no admiten argumento en contrario, tampoco interpretaciones imprescindibles al momento de afrontar realidades que nos imponen las renovadas formas de organización e intercambio social, sus instituciones predominantes y avances tecnológicos que hacen posible el aprovechamiento racional de los escasos recursos disponibles. Más allá de lo apuntado, se trata de una perspectiva que a veces pretende suprimir el necesario equilibrio entre el medio ambiente natural y el modelo de desarrollo que intenta arbitrar las ingentes necesidades económicas de toda sociedad organizada.
En este mismo orden de ideas, coexisten variaciones del fanatismo religioso que suponen la aplicación literal de presunciones atávicas –negadas a toda evolución sosegada–, tanto en la vida pública como en la privada. Destaca de esto último la cruzada histórica del islam que quiere extenderse a los cuatro vientos para doblegar a Occidente –la guerra santa, la yihad o la unidad de los pueblos contra quien proclaman enemigo universal de la humanidad: los Estados Unidos de Norteamérica–. Igualmente habrá credos equivalentes –otras religiones– que exhiben similares intransigencias ante quienes no asumen sus alegatos como dogmas de fe. Lo más grave se traduce en actitudes negativas que atentan contra los valores éticos que deben encauzar la vida social, tal como hemos observado en desoladores disturbios europeos, norteamericanos e hispanoamericanos –expresión cabal de antivalores que deshumanizan a las masas, degradan a sus instigadores y que lastimosamente han permeado la moral contemporánea en ámbitos muy diversos del quehacer humano–.
El irrespeto hacia quienes sostienen pensamientos alternativos también invade el espacio cultural; intolerancia que desbarata la sana convivencia entre personas llamadas a relacionarse sin discriminaciones ni exclusiones de ninguna índole. De tal manera se niegan tradiciones auténticas, se anulan festejos, se atenta contra la identidad nacional en perspectiva histórica –los bienes espirituales que pertenecen al conjunto social y que trascienden las generaciones, incluyendo modos de ser y de pensar, costumbres arraigadas, vanidades folclóricas–. De suyo no se asume la cultura en su entidad consustancial y auténtica que favorece la adaptación del individuo al entorno comunitario –y su florecimiento, según retenga cualidades intrínsecas para expresarse con verdadera autenticidad–. Naturalmente, siempre habrá diferentes culturas –y dentro de ellas, desemejantes grupos representativos de particulares tendencias, sin perjuicio que exista alguno marcadamente dominante–; todos y cada uno de ellos tienen su sitio y merecen respeto.
Desde las primeras décadas del siglo XX se produjeron incursiones militares de Occidente en el Medio Oriente. Solían advertir los oficiales ingleses que sus ejércitos no acudían a las ciudades históricas y territorios ocupados como conquistadores o enemigos, sino como liberadores de pueblos subyugados por adversarios externos –algo similar dirá el presidente Reagan décadas después, al tildar de pacificadores a los uniformados norteamericanos y sus fuerzas navales presentes en el Golfo: “nuestro objetivo es prevenir, no provocar mayores conflictos”, apuntaba con convicción–. Los gestos amistosos de aquellos primeros tiempos han trastocado en años recientes, convirtiendo el conflicto en desavenencia aparentemente insalvable que amenaza la paz contemporánea –quizás el choque de civilizaciones referido por Samuel Huntington como escenario ulterior a la Guerra Fría–. En el fondo de todo ello, subyacen la Guerra del Golfo (1990-1991) y la Invasión de Irak de 2003, a las cuales por extensión debemos añadir la Guerra de Afganistán (2001-2021), declarada por Estados Unidos después de los abominables atentados del 11 de septiembre de 2001, con el propósito de desmantelar la red terrorista Al Qaeda, deponer el régimen Talibán e instaurar un gobierno favorable a la paz mundial concebida en términos de Occidente. Sin duda, las relaciones han oscilado –desde la caída de la Unión Soviética y las operaciones militares previamente referidas– entre la creciente desconfianza y la violencia siempre al acecho para con ambas facciones.
El tribalismo afgano parece afirmar un sentimiento muy arraigado de identidad religiosa, étnica y cultural –expresada en el lenguaje de la violencia armada, del fanatismo intolerante de toda discrepancia y unos códigos ancestrales de vestimenta y de tratamiento desalmado para las mujeres– que busca realizar los oscuros fines del autoproclamado Emirato Islámico de Afganistán. La ocupación soviética de los años ochenta del pasado siglo había intentado romper ese tribalismo promoviendo sin éxito un desarrollo urbano encaminado al mejoramiento social en las ciudades –lejos de alcanzarlo, se produjo la crisis de refugiados que en su momento regresarán con aires de represalia para poner fin al ensayo soviético–. Luego de veinte años de ocupación norteamericana y europea tampoco se alcanzará el propósito de ordenar el soliviantado país; la sociedad afgana no evolucionó favorablemente –se dice que el plan no fue realista ni mucho menos entusiasta–, antes bien, dio un paso atrás en la reciente caída de Kabul –el triunfo del tribalismo aliado con quienes ostentan la fuerza bruta que se impone a rajatabla sobre la civilidad occidental–.
Regresemos al fanatismo y sus desplantes para con ciertas tradiciones culturales de los pueblos civilizados –tema que corre paralelo a los excesos de violencia desatada en las últimas décadas–. Es el caso de la tauromaquia sustentada en diversos factores sociales, económicos e históricos que la vinculan con antiquísimas tradiciones del Mediterráneo; de ella han derivado admirables creaciones en los campos de la literatura, de la plástica, del cine, de la música. Además, la crianza del toro de lidia coadyuva poderosamente al sostenimiento del medio rural donde se desenvuelve y ante todo contribuye a preservar la biodiversidad biológica de extensos territorios trabajados con arreglo a criterios de desarrollo sustentable. Se trata pues de un ejercicio asociado a la sabiduría tradicional de fuerte arraigo a nivel popular –la riqueza poética y vital de España, como diría García Lorca–, donde prevalece toda una ética del comportamiento reglado y toda una estética de singulares contornos –en su esencia, un bien de interés cultural para los españoles, hispanoamericanos, franceses y portugueses que admiramos su heroica diafanidad–.
Pues bien, los fanáticos de un animalismo arbitrario, tanto como algunos políticos de izquierdas que creen con ello alinearse a tendencias teóricamente emergentes, insisten en validar los contestados derechos de las bestias y en tal medida se oponen sin fundamento real a las corridas de toros. Cualquier excusa se hace válida para cancelar uno de los festejos más proverbiales de nuestra hispanidad tangible, tal como hemos advertido recientemente en Gijón. No es más que la intolerancia de quienes se creen investidos de autoridad para suprimir costumbres arraigadas en el imaginario popular, sin importar el legítimo derecho de quienes las practican y favorecen con denodada pasión. Como este de la tauromaquia podríamos citar otros ejemplos de agravio a la inteligencia que igual motivan innecesario y no menos aventurado resentimiento entre semejantes. Tema controversial sin duda, hagamos la salvedad ineludible; habíamos dicho que todos –incluida la tauromaquia–, tienen su sitio y merecen respeto.
Concluimos pues que el fanatismo contemporáneo –que ciertamente va más allá de lo político y religioso–, es una calamidad que igual pretende avanzar sobre los fueros de la cultura en cualquiera de sus expresiones genuinas, para erradicarlas en nombre de una civilidad sesgada por razones enteramente ideológicas.
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