Si atendemos a los datos duros, los que golpean en las narices a los venezolanos más allá de las interpretaciones, cabe reducirlos a dos, los más protuberantes: nuestra diáspora bíblica, de 10% de la población, víctima de la hambruna y la fractura de los lazos sociales, por la implosión de las seguridades para la vida en todos los órdenes, y la censura universal del régimen imperante, por criminal y deshumanizado, carente de toda legitimidad, huérfano hasta de las formas de la legalidad.
Ello predica, como tesis y vistos nuestros ritmos históricos, el ingreso de Venezuela a una fase de transición por muerte de la “cosa pública” existente, y por la urgencia de otra, sustitutiva, que sirva a la verdad de la reconstrucción democrática.
En 2019 se cumplen 30 años de un largo período signado por la anomia y el relativismo institucional, que se inicia en 1989 con el Caracazo, una vez concluyen los 30 años de nuestra modernización en libertad iniciados en 1959. Paradójicamente, dicho año o el de la caída de la penúltima dictadura militar –la del Nuevo Ideal Nacional– en 1958, signa el final de los otros 30 años que se toma, para cristalizar, el sueño democrático de la generación estudiantil de 1928, que intenta purgar la fatalidad del gendarme necesario y al Estado como su patrimonio personal.
Es el tiempo actual, entonces, pertinente para que el país en su conjunto, acicateado por su drama existencial, se articule alrededor de un proyecto generacional propio; que habrá de ser distinto, por ser ya distinto el tiempo que lo reclama, aun cuando las necesidades perentorias de la gente sean similares a las de 1830, cuando pasados 30 años ingresamos al siglo XIX con vestidos de república sobre un charco de sangre fratricida.
José Antonio Páez, nuestro primer jefe del Estado, una vez como nos separamos de la Gran Colombia, viniendo del mundo de la guerra e imponiendo la ley de las espadas entierra la épica de los gamonales. Confía a los hombres de pensamiento –preteridos por Simón Bolívar desde Cartagena, en 1812– dibujar la nación en ciernes para estabilizarla y señalarle un horizonte de esperanza. Crea la Sociedad Económica de Amigos del País para “fundar instituciones nuevas en un país todavía dividido entre hombres libres y esclavos, en el cual los derechos ciudadanos son monopolizados por individuos alfabetos, dueños de bienes raíces, detentadores de diploma universitario o con salarios de elevada cuantía”, como lo recuerda Elías Pino Iturrieta.
Transición significa, entonces, no solo el paso de un lapso, limitado, sino la fijación de las bases para el cambio de una realidad en otra diferente. Pero para ser democrática y calificarse como tal, implica, como su compromiso o razón de ser, instaurar la democracia, reivindicar los derechos fundamentales y asegurarlos con el Estado de Derecho. No es, obviamente, la consecuencia de una elección popular, pues resultaría, si no tautológica, sí contradictoria con la idea misma de lo transitorio. Pero ha de ser, para ser democrática, la obra de un consenso social tácito, y si posible pactado o negociado, entre los actores fundamentales del propósito democratizador.
Huelga decir que, en un país como Venezuela, sumido en la nada social e institucional, destruido y arrasado física y moralmente, mal podrá expandir sus pulmones la ciudadanía, recibiendo la nalgada que le permita expeler su primer grito de libertad, antes del tiempo de su gestación ex novo. Y eso es lo que cabe subrayar, si miramos las páginas de nuestro tiempo pretérito.
La transición democratizadora venezolana de 1958, que conducen el contralmirante Wolfgang Larrazábal y el ilustre académico civilista Edgar Sanabria, nace atada a un claro compromiso con la libertad y es la respuesta adecuada y legítima a la premisa de toda transición como la indicada, a saber, o la guerra o la ocupación y el secuestro arbitrarios del poder; la del poder que se usa para la vulneración de los derechos fundamentales y las libertades democráticas.
El supuesto actual es la ocupación tanto externa como interna del territorio de Venezuela, sea por los 30.000 “cederristas” cubanos que sostienen a su régimen, sea el secuestro de este por la familia Maduro-Flores y la de su partido no representativo, que se hace del poder impidiendo su devolución al pueblo a través de medios democráticos competitivos y mediante la práctica de violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos.
Mientras Larrazábal avanza en su propósito, es la enseñanza, se ocupa, estrictamente, de resolver la emergencia de la gente, provocar la reingeniería militar que afirme la gobernabilidad, y en paralelo, con el apoyo de los dirigentes políticos democráticos, ayudar en la construcción de las bases electorales y programáticas para la futura gobernanza, que se agota pasados 30 años. El ancla que asegura dicha transición democrática, en suma, es la claridad de sus fines supremos pero limitados: el “inquebrantable propósito de conducir el país en esta contingencia, por un camino de dignidad, respeto y consideración cabal de los derechos que integran la dignidad de la persona humana”, según reza la proclama del 24 de enero de 1958.
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