Visto que cada diez años (o cinco, en 1993 y 1998) se presenta un nuevo aniversario cabalístico del 2 de octubre y del movimiento estudiantil de 1968, y que desde 1993 tengo algo menor qué decir al respecto, reitero aquí una tesis de entonces. Tesis poco original, compartida por muchos que saben más del asunto que yo (lo vivieron; yo tenía 15 años), y que he también expuesto en un par de libros, sobre todo en La herencia: una arqueología de la sucesión presidencial (1999).
Más allá de la fuente original de la tesis de los 600 o 300 caídos en Tlatelolco el 2 de octubre (Oriana Fallaci, The Guardian), se construyó durante muchos años la leyenda urbana de los centenares de muertos a manos del ejército. Volveremos en estos días sobre el tema de la autoría y responsabilidad militar de la matanza, pero por el momento quiero insistir en la cifra de fallecidos. Fueron 68 esa tarde, y entre 81 y 89 durante todo el movimiento, incluidas las semanas posteriores a la tarde de Tlatelolco.
Esa es la cifra a la que llegó la Fiscalía creada por Vicente Fox en 2001, y encabezada por Ignacio Carrillo Prieto. El resumen de las conclusiones de la Fiscalía fue redactado por Eduardo Valle “el Búho”, uno de los líderes del movimiento. Otro estudio, publicado en 2006, y reproducido por Proceso, cuya autora es Susana Zavala y que fue realizado con el apoyo del National Security Archive en Washington, arroja básicamente los mismos datos. Diferentes intentos previos o posteriores de arribar a resultados definitivos o bien ofrecen números menores, o bien quedaron inconclusos.
La pregunta entonces se antoja evidente: ¿Por qué durante tantos años se siguió esgrimiendo un total más sangriento, más horroroso (como si 68 jóvenes muertos no fueran suficientes)? Siempre he propuesto la misma respuesta. Se debe a un hecho sencillo: al Estado mexicano –y a sus adversarios– le convino desde entonces esa contestación. A los herederos del movimiento, porque debía tratarse de una masacre sanguinaria, desalmada, multitudinaria, que demostrara sin ambages el carácter infinitamente represor del gobierno. Se entiende.
Por parte del Estado, la explicación es más sutil, y quizás inconsciente. Para el PRI en el gobierno, hasta el año 2000, el 2 de octubre representó una transacción política invaluable. Por un lado, la gente, es decir, la sociedad mexicana, y sus segmentos opositores al régimen, cada día mayores a partir de esa fecha, la matanza de 600 estudiantes revelaba que el Estado no tenía límites. Había que temerlo, porque era capaz de todo para defenderse y mantenerse. Pasaron años sin otros movimientos estudiantiles (el 10 de junio fue una marcha), y cuando reaparecieron se circunscribían a demandas gremiales, válidas pero estrechas. Otras corrientes opositoras también se aterraron, con toda razón.
Pero al mismo tiempo, el Estado mexicano no pagó el costo de 600 muertos: pagó el de la décima parte. Díaz Ordaz lo expuso con gran inteligencia en una conferencia de prensa en la Cancillería en 1977, cuando fue nombrado embajador de México en España. A una pregunta de Alan Riding sobre su responsabilidad, contestó que no había tal número de fallecidos, que cada muerto dejaba un hueco, un familiar, un novio o novia, un amigo o amiga, que resentían la pérdida. Y que los huecos no alcanzaban.
Habría que agregar: cada muerto deja una herida que parientes y amigos buscan cicatrizar, como en todo el mundo, a través de la protesta. Llevar a los culpables a la justicia; recordar los nombres de los caídos; erigir monumentos en su honor; exigir reparaciones del daño. El reclamo de 600 grupos de familiares y amigos de víctimas es más que 10 veces mayor que el de la décima parte. Es inconmensurable con el de 68. Pero no puede haber 600 conjuntos de acompañantes, si no hubo 600 víctimas.
Se dice que el Estado mexicano perdió la capacidad de utilizar el monopolio legal de la fuerza después de Tlatelolco. No sé: sobran los casos de represión desde entonces, y frente a lo que ganó con este macabro pacto faustiano, no fue mal negocio. En fin, una tesis más sobre el 68.
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