El quehacer inacabado de cultivar el país –no solo en el sentido agropecuario del término, sino igualmente llevado al conocimiento humano y la elevación sociocultural–, fue una preocupación vital para Alfredo Paúl Delfino. Siempre refinado, ilustrado y cordial, fue un caballero a carta cabal en cuanto le vimos hacer en el mundo de las relaciones humanas, en la actividad empresarial, en la conducción de los gremios alineados al verdadero interés del país, en la política entendida como búsqueda de consensos para la toma de decisiones inteligentes en beneficio de todos y no de grupos aislados, en la ganadería bovina, que fue sin duda una de sus grandes pasiones. Nacido en Caracas en 1916, estudió en el Colegio San Ignacio de Loyola de aquella esquina de tanto abolengo –la de Jesuitas–, para después cursar estudios de Ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, donde obtendrá el título de Doctor en Ciencias Físicas y Matemáticas en el año de 1938.
Inicia su vida profesional construyendo autovías y otras obras civiles –no en vano la empresa que fundó con los hermanos López de Ceballos llevó el sugerente nombre de Constructora Caminos–; más tarde ejercerá funciones directivas en empresas familiares de singular importancia para la economía nacional como Cementos La Vega, Papeles Maracay y Manpa. Su espíritu público lo llevó a cumplir un papel relevante en la actividad gremial, donde ocupó la presidencia de Fedecámaras durante el período 1973-1975, recordándosele por sus enérgicas –aunque siempre mesuradas– posturas en defensa de los derechos e intereses del empresariado venezolano. Fueron años de expansión de la actividad económica, nunca exentos de apasionados debates sobre la pertinencia y el alcance de ciertas políticas públicas. En una ocasión nos dijo: había confrontación de ideas y posiciones encontradas, pero siempre dentro de un ambiente de respeto mutuo entre las partes.
La ganadería en nuestros llanos inundables del Distrito Arismendi del estado Barinas fue uno de sus grandes apegos. También la aviación civil, de la que fue adalid y activo concurrente durante décadas. En el Hato Las Cruces desarrolló su sueño de ganadero y defensor de los valores del medio ambiente natural; fue un abanderado de los métodos comedidos para trabajar la tierra y de la coexistencia armoniosa de la ganadería con la conservación de los recursos naturales renovables. Más de una vez nos dijo que la vida y el trabajo en el llano era difícil, pero igual valía la pena afrontarla con determinación y optimismo. Conocer, valorar y ante todo respetar la fauna silvestre fue su credo; y vaya que lo hizo en aquellas sabanas de soledad de nuestra querida y añorada Barinas.
Conocí a don Alfredo gracias a su vieja y personal amistad con mi padre. Los vi departir juntos en la Federación Nacional de Ganaderos y en Fedecámaras sobre temas de interés nacional: la actualidad económica y fiscal del país, los asuntos de la propiedad privada en el campo y sus amenazas palpables –ya desde aquellos tiempos la demagogia política aupaba una sórdida acción pública que terminó por arruinar a numerosos predios de prosperidad en Barinas, en el Zulia y en el Yaracuy, para solo citar esos Estados–, incluso la producción de ganado de carne afirmada en las preferencias del mestizo Brahman como mejor opción en los trópicos. Años después coincidí con él en casa de Ricardo Zuloaga –de tan grata memoria–, en las discusiones preliminares que dieron lugar a la formación del Consejo Venezolano de la Carne Convecar. Siempre entusiasta y colaborador, valoraba mucho la actuación coordinada de los productores aliados en las distintas asociaciones del sector ganadero nacional.
La educación fue otra de sus grandes inquietudes. Educación ambiental –me decía con convicción–, para que todos comprendan que sin conservación no puede haber desarrollo sustentable; pero ante todo educación escolar que enseñe a los niños valores cristianos, que imparta cultura e instruya buenos oficios para que sean verdaderamente útiles al país. De allí vino su decidido respaldo a la extraordinaria labor de los padres Jesuitas de Fe y Alegría, una obra de singulares contornos que promueve el desarrollo personal y comunitario de los menos favorecidos –iniciada en Venezuela y hoy proyectada mundialmente como impulsora de procesos de transformación social y cultural–.
Dios premió a don Alfredo con una familia hermosa y una larga vida de 105 años. Fue un hombre decente, un ciudadano ejemplar que nos privilegió con sus oportunos consejos y por encima de todo su personal amistad. Nos deja un legado de buenos ejemplos y buenas obras en beneficio de su familia y del país, convirtiéndose por ello en referente de venezolanidad permanente para las nuevas generaciones.
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