Por RUBÉN MONASTERIOS
Dedicado a Antonio Costante
Aunque lo haga entrar en estado de asombro, lo expuesto en el título es un hecho. En efecto, el teatro no figura entre las bellas artes identificadas por la reflexión sobre la estética, nacida en el seno de la cultura griega, con Aristóteles.
Para los griegos y romanos, las artes se clasificaban en dos categorías, superiores y menores; las primeras eran aquellas que se captaban por los sentidos más sofisticados, la vista y el oído; las menores, eran las percibidas por los sentidos considerados por ellos más rústicos: tacto, olfato y gusto, p.e., perfumería y gastronomía.
Con el Renacimiento italiano, a fines del siglo XV, comienza a distinguirse entre artesanía y arte. El artesano es aquel que se dedica a producir obras múltiples, de propósito utilitario; el artista es creador de obras únicas, cuyo propósito es emocionar, asombrar, aportar belleza, majestuosidad al ambiente… Un criterio conservado hasta el presente.
Charles Batteux sistematizó con mayor rigor el pensamiento sobre la materia en su obra Les Beaux-Arts reduits à un même príncipe (“Las bellas artes reducidas a un mismo principio”, 1746); en ella define el concepto del asunto de su interés y menciona los quehaceres que, según su criterio, encuadraban en la idea de representar la belleza y el buen gusto, y son, en consecuencia, las formas puras del arte, y estas son danza, escultura, pintura, poesía, música y elocuencia.
Revisiones posteriores, cónsonas con las nuevas apreciaciones debidas a la evolución de la cultura, condujeron a modificar la composición del conjunto en la siguiente forma: pintura, música, escultura, arquitectura, literatura y danza. La inclusión de la arquitectura entre las bellas artes era una muy obvia asignatura pendiente; la elocuencia, o “arte del buen decir”, no fue descartada sino asimilada a la noción de literatura, entendiendo que la expresión artística a través del verbo puede ocurrir en forma escrita y hablada; con ese criterio se anticipó el concepto de literatura oral, hoy aceptado por los estudiosos. Sea dicho al desgaire, siendo la literatura una de las bellas artes, resulta redundante la muy generalizada expresión “artistas y escritores”.
Posteriormente, en el siglo XX, se añadió la cinematografía, a partir de la obra del crítico italiano Ricciotto Canudo, Manifiesto de las siete artes, publicado en 1911; es la que ha sobrevivido hasta la actualidad, y comprende las siguientes artes: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura (incluye la poesía y el discurso hablado), danza y cine. Y sigue sin figurar el teatro.
Y no es la única omisión notable; también falta en esa proposición la fotografía, que viene reclamando su lugar entre las artes desde 1839, cuando apareció el primer procedimiento de fijar una imagen, el daguerrotipo desarrollado por Luis Daguerre (a partir de Niépce, 1826). La fotografía depende de un aparato y de la destreza técnica del usuario del mismo, pero deja de ser documental o informativa cuando además aporta una visión diferente del mundo debida a la sensibilidad del fotógrafo. “La fotografía artística es aquella que logra transmitir emociones e ideas sin ser necesariamente fiel a la realidad captada”, escribe Lieya Ortega; tal pensamiento aparece en la década de los 60 del pasado siglo, promovido por artistas más preocupados en exponer un mensaje que en captar un acontecimiento.
Desde luego, todo esto es historia; la cultura ha seguido evolucionando y con ello, el cambio de criterios destinados a identificar, evaluar y clasificar las cosas.
Seguimos hablando de las Siete Bellas Artes, pero en la modernidad raro es aquel que admite la idea rigurosamente. La teoría en la que se fundamenta el concepto clásico de bellas artes y la consecuente identificación y clasificación de las mismas es muy inconsistente. El criterio que habla de artes elevadas y menores, fundamentado en la sensibilidad más o menos sofisticada de los sentidos, ha caído en desuso; ignoro si en el ámbito de la ciencia se mantiene el punto de la mayor sofisticación de algunos sentidos corporales respecto a otros. La artesanía, o elaboración serial, la apreciamos desde otra perspectiva; a partir de Bauhaus, por citar un importante punto de inflexión, admitimos que una cafetera puede ser tan valiosa artísticamente como un cuadro al óleo. La idea de diferenciar entre artes mayores y menores a partir del material o del procedimiento de elaboración también es obsoleta; en la modernidad, a nadie de sano juicio se le ocurriría calificar a la cerámica, pongamos por caso, de “arte menor”.
La discusión en torno a lo que es arte sigue abierta; y esperemos que no termine jamás, por cuanto ese fatal acontecimiento significaría que la élan creativo humano cesó o que el arte se apergaminó. Se hace evidente en los casos en que por razones ideológicas un poder autocrático ha establecido un concepto único e inconmovible de “lo que es arte”.
El criterio clásico ha perdido vigencia porque parte de la idea de belleza tal como se concebía en una época, olvidando que dicha noción es netamente cultural, en consecuencia, cambiante en el tiempo y en el espacio. Podríamos llenar centenares de páginas citando ejemplos reveladores de la diversidad de la idea de belleza en los diferentes pueblos del mundo y en las distintas épocas.
Otra de sus debilidades consiste en que uno de sus soportes fundamentales es lo admitido como alta cultura artística en el mundo Occidental, sin tomar en cuenta la visión en otras regiones del mundo.
En la modernidad que nos toca vivir no encaja una definición de arte por el estilo de “Arte es la representación o expresión de la belleza, sea real o ideal, que satisfaga el buen gusto”, etcétera; el enfoque actual enfatiza en la originalidad de la creación y en el efecto del mensaje pretendido por el autor en el aparato psíquico del receptor.
Aporto una definición de arte (véase infra) con la intención de ampliar el sentido de la generalidad de las análogas disponibles revisadas en función de este artículo. En efecto, no deja de ser curioso reseñar que así como el pensamiento previo a la modernidad omitió al teatro, las definiciones de arte no mencionan entre los recursos de creación de obras de tal naturaleza al movimiento corporal, el cinetismo del cuerpo humano: su postura, su desplazamiento en el espacio; con lo que descartan al baile de la idea. Véase, al respecto, el diccionario de la RAE; el vocablo arte tiene nueve acepciones, la 2ª “f. Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Aparte de ser desconcertantemente básica, no es explícita en el recurso propio del baile artístico; a menos de forzar un poco la barra y suponerlo incluso en los “plásticos”.
Creo más compatible con la manera de entender el asunto desde una perspectiva actual la propuesta a continuación.
El arte (del latín, ars) es una creación del ingenio humano original, expresiva de una visión del mundo sensible (vale decir, a través de la sensibilidad del creador) real o imaginada, que valiéndose de recursos plásticos, lingüísticos, cinéticorporales, sonoros, o de una combinación de ellos, expone ideas, emociones, percepciones y sensaciones con la intención de afectar idénticos componentes en el psiquismo del observador.
El arte lo entendemos como un lenguaje individual de un creador mediante el cual transmite un mensaje que cada receptor interpreta a su manera, según su particular disposición mental. No figura la noción de “belleza”, o de lo que en un determinado contexto sociocultural y en cierto momento histórico de su existencia se considera “bello”; no obstante, nada impide que una obra de arte esté hecha de acuerdo con la Proporción Aurea, considerada la “clave de la belleza”; presente en las flores, en los animales, en los humanos y en el cosmos; es la proporción más gratificante desde el punto de vista estético, utilizada por artistas a todo lo largo de la historia, desde los arquitectos constructores de las Pirámides de Egipto y el Partenón, hasta Le Corbusier, así como por pintores, escultores y músicos; se dice que también poetas ha recurrido a ella; es probable, al fin y al cabo, la matemática no es ajena a la poesía; recuérdese que la clásica está sometida a la métrica.
En la creación artística entran en juego tres factores, y estos son tema, materia y tratamiento. El tema puede ser cualquier cosa existente o imaginada; la materia varía según el quehacer artístico de que se trate; en algunas artes es por demás evidente, tal es el caso de las artes plásticas; tratándose de literatura, lo es el idioma. En otras no tanto; en el baile la materia es el cuerpo del bailarín, considerado individualmente y en conjuntos; mediante la distribución y desplazamientos en un espacio de individuos y agrupamientos, según un esquema de su invención, siguiendo ciertos pasos y cierto ritmo, el coreógrafo —el creador— realiza una obra de arte. ¿Y la música?, la materia del compositor es la más etérea: el sonido y el silencio.
Pero el factor esencial en la configuración de la obra de arte es el tratamiento que el creador imparte a la materia, siguiendo su motivo. Así es hoy, y así ha sido siempre, desde que el primer cromañón tuvo la inspiración de trazar un dibujo en la pared de la caverna.
En lo concerniente a la clasificación de las disciplinas, en nuestra actualidad hablamos de artes visuales, musicales, literarias y escénicas. Y en ella, ¡por fin!, aparece el teatro incluso en la última clase.
Es un nódulo ideático generalizado, cómodo y comprensible, aunque conviene advertir que no es una sistematización rigurosa desde la perspectiva metodológica, por cuanto no dispone de un criterio único rector de la categorización.
La categoría artes visuales depende del criterio “sentido mediante el cual se percibe la obra”; entre muchas otras, abarca la arquitectura y la cinematografía; la primera es algo más que visual; obviamente vemos y admiramos una construcción arquitectónica, pero también la habitamos, la vivimos, podríamos decir: la arquitectura es el arte de los espacios humanos; el cine, por su parte, es visoauditivo. La categoría artes escénicas refiere a un criterio diferente: “espacio o lugar donde se presenta la creación”, e incluye teatro (en su sentido de espectáculo) y baile artístico, los cuales también son visoauditivos: el baile por apoyarse en la música, solamente ausente en algunas obras de carácter experimental. La categoría artes musicales incluye la ópera, pero la ópera también es un espectáculo escénico. La categoría artes literarias responde a otro criterio: “recurso usado para realizar la obra”; incluye narrativa, poesía y drama (vale decir, teatro, en su sentido de texto), géneros a los que tal vez deberíamos añadir el ensayo, el cual, si bien tiene un parentesco más cercano con la reflexión intelectual y la filosofía, en algunas de sus manifestaciones puede alcanzar dimensión monumental en lo concerniente a estética del lenguaje.
Una simple revisión de las artes tal como aparecen en la modernidad lleva a la conclusión de que una parte de ellas son mixtas; quizá tenga algún interés el concepto de artes puras, entendiendo por ello aquellas que no necesitan de otras para realizarse; calificativo atribuible a la música instrumental y coral y a las artes plásticas en general, pero no tiene ningún sentido atribuirles mayor valoración por esa razón.
En la reflexión sobre las artes encaramos otro asunto de importancia, particular de dos de las artes mixtas por excelencia, las escénicas y las musicales. En tanto otras modalidades tienen un solo protagonista: el poeta, el pintor, el escultor, el arquitecto, las mencionadas involucran al menos dos: autor de la obra e intérprete de la misma. Al hablar de creación solemos referirnos al autor; no obstante, ocurre que la interpretación también es creación; la composición del personaje (un concepto inclusivo del ente simbólico, tal como aparece en obras abstractas) sobre la técnica —solapada, pero indispensable— de interpretación actoral, vocal o danzística, es un acto creativo del actor, cantante o bailarín; del mismo modo un concierto, resultado de la simbiosis de un compositor y un director de orquesta, es una creación artística. La observación solo responde a la intención de destacar el papel esencial del intérprete en la resolución de la obra en un escenario; y viene a lugar señalar que las obras correspondientes a las artes escénicas: pieza teatral, composición musical, coreografía, solo alcanzan su realización final al ser expuestas a un público a través de un agente intermediario, el intérprete. A tal propósito, con el autor forma una dualidad intrínseca y equiparable.
Consideración particular viene a lugar tratándose del baile; lo usual en su caso es que el coreógrafo creador de la obra también se ocupe de su montaje escénico; pero nada impide a un agente intermediario llevar a cabo esa tarea; tratándose de obras clásicas, en el ballet existe la figura del repositor; valiéndose de diferentes recursos: tradición, documentos, en tiempos más recientes films y videograbaciones, el repositor reproduce una coreografía original de otro autor; pero es raro que pueda o quiera ser del todo fiel; tratándose de una obra intervenida es de rigor usar el formulismo “… a partir de…”.
Y nos quedamos cortos en el comentario anterior; en honor a la verdad, las artes escénicas son una tarea pluricreativa. Autor e intérprete son esenciales, pero algo va mal en la exhibición de la obra, vale decir, del espectáculo, de no estar respaldados por otros artistas no menos creativos en sus respectivas especialidades; entre ellos los más relevantes son escenógrafo, vestuarista e iluminador.
Y el intérprete indispensable, el auténtico sine qua non, es el director, el régisseur, el señor metteur en scène. Siguiendo la tradición francesa lo mencionamos en último lugar; pero únicamente por esa razón por cuanto, en verdad, ocupa el primero, o si se prefiere, el central. El autor crea la obra, el director crea el espectáculo; es el demiurgo que le confiere forma y vida a lo escrito, sea texto dramático, música o ambas cosas; es el hacedor de la configuración total. De hecho, cada uno de los involucrados en el acontecimiento es parte de lo que llamamos materia de la realización artística, una entidad pulsada por él, llevada al registro de su intención, en otra palabra, tratada por él, y puesta en función de un tema, la obra vista desde su perspectiva. Una puesta en escena es una interpretación personal y exclusiva que hace un director de una obra. El espectador aprecia el espectáculo como una Gestalt, sin percibir la considerable cantidad de variables: desde los utensilios que deben figurar en una mesa, hasta la actitud del actor en una situación dramática, manejadas y entrelazadas por el director, hasta darle forma al todo o Gestalt que es un espectáculo.
En la definición figura una frase a la que quiero volver: una combinación de ellos, de los recursos de la creación artística; el entretejido de lenguajes, la síntesis de recursos es característico de las artes escénicas, entre las que, a mi entender, deben incluirse el teatro (sea con actores o de títeres, trátese del montaje de un texto dramático, o de una representación pantomímica), el baile y la ópera (y todos los formatos derivados: opereta, zarzuela, comedia musical, etc.) Y siendo un tanto flexibles, también la performance, forma de arte conceptual derivada del happening, de las artes escénicas y plásticas.
Y aquí inevitablemente aparece la sombra de Wagner con su tesis de la obra de arte total. Desde luego, pensaba en la ópera, pero lo cierto es que su proposición concierne a todas las artes escénicas. La obra de arte total integra las seis bellas artes identificadas en su época, las del ideario clásico: música (incluyendo, según Wagner, efectos de sonido), danza (numerosas óperas incluyen escenas bailables, descartadas en los montajes actuales), poesía, pintura (alude a todo el cromatismo del escenario, con énfasis en la iluminación), escultura y arquitectura (bajo la forma de escenografía). A la luz de hoy, la obra de arte total tiene la opción de enriquecerse con recursos aportados por la tecnología electrónica. El Maestro entraría en éxtasis al ver, en la presentación dirigida por James Levin para Metropolitan Opera (NYC, 1987), la cabalgata de su Valquiria recreada mediante recursos holográficos que hacen aparecer en el escenario a las míticas doncellas guerreras montadas en furibundos caballos avanzando hacia el público en su misión de recoger las almas de los héroes muertos en batalla para llevarlos a su descanso eterno en el Valhalla.
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