Por LUIS RONCAYOLO
Ante la ausencia de Revelación, la teología naturalista de Aristóteles tendría bastante sentido, muy por encima de las de otros filósofos. Sin embargo, como sí existe la Revelación, esta fue la dificultad que terminó por enfrentar al célebre filósofo cordobés Ibn Rushd contra su amo y protector, el califa de España y Marruecos, Abu Yusuf Yacub al-Mansur. No es sencillo circunvalar al Corán, mucho menos cuando afirma de manera categórica lo siguiente sobre la resurrección: “¿Piensa el hombre que no ensamblaremos sus huesos? Sí, somos capaces de proporcionarle hasta la punta de los dedos” (75:3-4), o sobre lo que Dios conoce: “No se le escapa a Él el peso de un átomo en los cielos o en de la tierra” (34:3), o respecto de la creación del mundo: “Los cielos y la tierra eran una entidad unida, y entonces Nosotros los separamos” (21:30). A pesar de haber vivido entre honores y poder, Ibn Rushd fue víctima de la autosuficiencia intelectual de la que lo había convencido su admiración por Aristóteles, ya que su filosofía lo llevaría a cuestionar los tres dogmas antedichos, y aunque se mantuviera incólume por muchos años, la ira —si no la envidia— de sus adversarios más ortodoxos terminaría por socavar su confianza y destruir su prestigio.
Postulemos por un momento que la Tierra es el centro del Universo. Esta era una certeza que nadie inteligente podía cuestionar debido a la inexistencia de telescopios, ya que el ojo humano solo es capaz de constatar que la Tierra permanece quieta, mientras todo lo demás, desde la Luna hasta las estrellas, gira a su alrededor. Este no es un universo como el nuestro, donde el espacio-tiempo se extiende distancias tan gigantes que no es descabellado asumir que se extienda eternamente; en esta cosmovisión la Tierra no solo es el centro, sino que además tiene techos invisibles entre los cuales habitan y se mueven los demás planetas: Venus, el Sol, Saturno, hasta el último techo, el de las estrellas, y si hay algo que pueda ser eterno no es el espacio-tiempo, sino Dios que habita más allá de las estrellas. No hay forma de entender realmente a los hombres de la Antigüedad y la Edad Media sin integrar como propia esta cosmovisión. El que mejor la desarrolló fue Aristóteles; por eso su modelo dominó el pensamiento durante tantos siglos. Y el musulmán Ibn Rushd tuvo el atrevimiento de cuestionar la ortodoxia de su propia religión respecto de la resurrección, del inicio del tiempo y de la omnisciencia de Dios, bajo la convicción de que tales dogmas contradecían la cosmovisión manifiesta por la razón aristotélica.
Para cuando Ibn Rush alcanzó celebridad, al-Ándalus, la España musulmana, era gobernada por un movimiento político-religioso que sacudía el occidente del mundo islámico. Los almohades (del árabe al-Muwahhidun) emergieron de la sierra del Atlas, en Marruecos, energizados por la actividad mesiánica de un hombre de nombre Ibn Tumart, de quien decían había sido discípulo del gran maestro suní y teólogo persa al-Ghazali. También decían que había recibido de Dios el encargo de refundar la religión de Mahoma —de quien afirmaba descender— y limpiarla de las influencias paganas que se habían infiltrado en las mezquitas de la dinastía en el poder: los almorávides. Se declaró mahdi, El Guiado por la Verdad, figura escatológica del Islam que señalaba el inicio del fin de los tiempos. Los bereberes de las montañas le creyeron.
Emergieron en tropel y, tras varios años de lucha, conquistaron Marrakech, luego las ciudades de la costa. Para entonces, Ibn Tumart ya había muerto. Su principal discípulo, Abd al-Mumin, se declaró califa, título reservado exclusivamente al vicario del Profeta en la Tierra. A su paso, los almohades profanaron mezquitas, las remodelaron y las reconsagraron bajo la nueva doctrina. Conformaron grupos de vigilancia en pueblos y ciudades para obligar el rezo de los viernes, y castigar con el látigo al que no acudiera, pues como señala el Corán en varios lugares: “Obliguen al bien y prohíban el mal”. Fue tal el ímpetu de los almohades que sus conquistas alcanzaron Túnez y Libia. En 1146, desembarcaron en Gibraltar. En los años siguientes sometieron todo al-Ándalus, establecieron su capital en Sevilla —la cual enaltecieron con maravillas arquitectónicas—, y les disgustó encontrar tantos judíos, a los cuales obligaron a convertirse al islam, irse del país o morir, desencadenando el primer éxodo masivo de sefardíes hacia oriente y Francia.
Ibn Rushd era un joven cordobés de intelecto despierto y buen apellido. Tanto su padre como su abuelo habían sido grandes cadíes de Córdoba, la antigua capital. El cadí corresponde a nuestro juez, y el gran cadí de una ciudad musulmana es el presidente de la suprema corte de nuestras naciones, un cargo que demanda mucha erudición e inviste de solemne autoridad. Cuatro son las escuelas de derecho islámico suní. En al-Ándalus la que imperaba era la escuela malikí, por su fundador Malik ibn Anas, un jurista del primer siglo musulmán oriundo de Arabia, donde proliferó la teoría de que las leyes y costumbres de Medina, la ciudad reformada por el Profeta, son el prototipo de sociedad islámica ideal, y en consecuencia es el modelo a seguir para el resto del mundo. Ibn Rushd fue formado para tomar el lugar de su padre cuando los almohades conquistaron Córdoba.
Como todo musulmán de élite, Ibn Rushd estudió no solo la ley islámica, sino también matemática, lógica, astronomía, medicina y, por supuesto, filosofía, que en su contexto significaba la Metafísica de Aristóteles y sus amplios comentadores: Alejandro de Afrodisias, los persas al-Farabi e Ibn Sina, y el español Ibn Bayya. A través de su amistad con el librepensador y místico Ibn Tufail, cercano a la corte almohade en Marrakech, Ibn Rushd es introducido al califa Abu Yaqub Yusuf, entusiasta y protector de la filosofía, quien quedó muy impresionado por la penetrante erudición del joven cordobés. En poco tiempo, el califa lo nombró gran cadí de Córdoba, luego lo envía a múltiples misiones como cadí en diferentes ciudades de su imperio en España y África del Norte, y como le costaba mucho entender el lenguaje laberíntico de la Metafísica, le encarga que redacte comentarios que la expliquen. Esta encomienda definirá el destino de su renombre —pues como se hará lugar común en siglos posteriores, Aristóteles se hizo comprensible gracias a Ibn Rushd— pero también sería el principio de su desgracia.
En el contexto social musulmán, tan marcado por el sectarismo, los filósofos aristotélicos eran vistos como una secta más, y el hombre que se aseguró de que fueran estigmatizados como tal y para siempre fue al-Ghazali. Némesis de Ibn Rushd, al-Ghazali lo antecedió un siglo, se consolidaba como el teólogo más respetado del Islam, y odiaba las ideas de al-Farabi e Ibn Sina. Le era inescapable que el aristotelismo convencía a muchos jóvenes de abandonar la fe, o postular doctrinas heterodoxas. En su libro La Destrucción de los Filósofos desarrolla punto por punto todos sus errores, y como un fiscal, les levanta hasta veinte cargos, diecisiete de innovación y tres por impiedad.
Por su parte, Ibn Rushd admira tanto a Aristóteles que de él dice: “Demos infinitas gracias al que ha destinado a este hombre a la perfección, al que lo ha colocado en el grado más alto de la excelencia humana, grado que ningún hombre en ningún siglo ha podido alcanzar”, afirmaciones a todas luces controversiales, dado que el Islam es claro al dar tales honores única y exclusivamente a Mahoma. Ibn Rushd reincide: “La doctrina de Aristóteles es la soberana verdad, porque su inteligencia ha sido el límite de la inteligencia humana”. El Islam suní considera que la única doctrina que merece semejante posición es la del Profeta. Y el hombre que emitía y enseñaba tales afirmaciones escandalosas ostentaba el cargo de juez supremo de la ley islámica en Córdoba. Ibn Rushd presentó el caso a favor de Aristóteles en términos competitivos con Mahoma, lo cual fue un grave error estratégico.
A sus 69 años, la situación es insostenible. Un día, el populacho, incitados por los clérigos malikíes, lo expulsan de la gran mezquita de Córdoba en presencia de su hijo Abdallah. Fue presentado ante el califa al-Mansur en 1195. Curiosamente, se le imputan calumnias: haberse referido de manera irrespetuosa al califa como “el rey de los bereberes”, haber declarado en una carta que el planeta Venus era un dios, burlarse de la creencia en el pueblo de Ad referido en el Corán. Que sus acusadores acudieran a semejantes argumentos cuando el ángulo doctrinal era mucho más poderoso, manifiesta el ambiente de tolerancia hacia la filosofía que reinaba en la corte de los almohades, y la necesidad de manipular al califa.
Pero también proceden a levantarle los cargos tradicionales de al-Ghazali: primero, negar la creación del tiempo, ya que dentro de la filosofía aristotélica, la materia y la forma son entidades eternas por necesidad, como afirma el libro XII de la Metafísica del que Ibn Rushd era asiduo expositor; en consecuencia, Dios no las pudo haber creado de la nada, a pesar de que el Corán afirme lo contrario. Segundo, negar la promesa de la resurrección, ya que para el aristotelismo solamente el intelecto abstracto es eterno, pero no el cuerpo ni la conciencia individual. Tercero, negar la omnisciencia de Dios al postular que solo conoce principios universales, pero no las entidades particulares del mundo material, ya que siendo unitario y eterno, no puede cambiar, y conocer lo que cambia es cambiar. A esto, Ibn Rushd añade que conocer los particulares implica conocer la maldad, lo cual haría a Dios copartícipe de la malicia, y esta idea se le hace blasfema, a pesar de que hay un hadith en el Sahih Muslim donde el Profeta afirma que por obra de Dios: a pesar de que alguien actúe para el paraíso, si de él está escrito ir al infierno, cambiará su actuar; y si alguien actúa para el infierno, pero de él está escrito ir al paraíso, también cambiará su actuar, lo cual es una declaración en favor de la predestinación y una total negación del libre albedrío.
Ibn Rushd es hallado culpable. Su condena: el exilio en Lucena, ciudad del sur de España habitada casi exclusivamente por judíos antes de ser expulsados por los almohades. Muchos se habrían convertido al Islam, o practicaban el judaísmo en la clandestinidad. Unos habrán dado la vida por la Torá, otros huyeron. Un pueblo deprimido, castrado, nostálgico. Para Ibn Rushd, musulmán de alcurnia, era una humillación. Aunque su exilio fuera revocado doce meses después, nunca recuperaría sus honores. Recordaba que anteriormente era visitado y admirado desde rincones del mundo islámico, pero ahora nadie quería saber de él, mucho menos leer sus obras o transmitir sus ideas. Muere dos años después. Pero su nombre reinaría en nuevos horizontes bajo la forma de Averroes.
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