Glenn Gerstell, quien fuera hasta el año pasado consejero general de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, calificó de “operación brillante” el apabullante ciberataque sufrido por ese país durante el gobierno de Donald Trump por parte de hackers rusos. El espectro enemigo se ha estado ampliando y la semana que pasó fue China el destinatario de las críticas de Washington. Junto con un grupo de sus aliados más granados –Unión Europea, el Reino Unido, Australia, Canadá, Nueva Zelanda y la OTAN– los voceros del gobierno estadounidense esta vez le atribuyeron a actores chinos intervenciones directas y muy graves en contra de Microsoft.
No es poca cosa lo que se propone con estas acusaciones el gobierno de Joe Biden: exponer al escrutinio mundial las actividades cibernéticas maliciosas del Ministerio de la Seguridad chino con el fin de justificar una eventual y contundente ciberrespuesta.
Los países que se unieron a Estados Unidos no lo han acompañado en agresividad. Mientras el secretario de Estado fue determinante al referirse al comportamiento irresponsable del gobierno de Pekín al apoyar estas tropelías, su colega de la Unión Europea, Josep Borrell, en nombre de los 27 evitó señalar a Pekín y declaró solo que las agresiones tuvieron su origen en territorio chino.
La estrategia usada por los hackers chinos parece ser la misma que en el caso protagonizado por agentes rusos. Estos se insertaron por meses al interior de algunos ministerios norteamericanos como Defensa, Comercio y Tesoro, el Departamento de Estado e Institutos Nacionales de Salud, además de numerosas grandes empresas privadas, captando información sensible. Microsoft explicó la vía puesta en ejecución para comprometer la seguridad norteamericana y señaló que una brecha de seguridad de su servicio de mensajería Exchange fue usada por hackers que estaban ubicados en territorio chino, consiguiendo acceder a un número astronómico de sus usuarios: más de 30.000. En la realidad, quién sabe cuántos más…
Lo cierto es que la guerra cibernética en contra de un adversario es un signo de nuestros tiempos y ella reviste muchas formas de actuación –tecnológica, comercial o militar– que involucra a hackers profesionales y a quienes contratan sus servicios, siendo estos entes tanto públicos como privados. Los destinatarios de sus invasiones informáticas son individuos o personas jurídicas, estatales o particulares. Sin duda que la gravedad que reviste una acción de interferencia aislada no es comparable a una estrategia planificada de violación.
Pero es que en este terreno nadie puede tirar piedras al vecino, cuando se tiene el techo de vidrio. Tanto China como Estados Unidos –y Rusia, que es de todos el más agresivo– contratan y usan todo tipo de ciberataques para fines diversos. Es decir, el pecado es universal.
Lo que en Washington desean dejar claro inequívocamente a China y al resto del mundo es que su tolerancia de esta nueva forma de comportamiento agresivo tiene un límite, que no es el que imponen las legislaciones de cada país o las normas internacionales que lo regulan. La declaración de Blinken lleva por fin alertar al gigante asiático de que un ataque considerado excesivo de su parte puede despertar una capacidad de reacción inmediata, que puede ser ruinosa contra China en su propio suelo y en otros lugares donde tiene actividades. Por ello y para hacerse entender de todos, la máxima autoridad norteamericana en el terreno de su política exterior ha utilizado un lenguaje palmario y se ha referido a un “comportamiento irresponsable, destructivo y desestabilizador en el ciberespacio” por parte de los servicios secretos de China.
A buen entendedor…
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