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A pocos pasos de la mar

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Vivo recordando a Jorge Manrique. En este país, se ha olvidado que fue un poeta castellano autor de las célebres Coplas a la muerte de su padre, máxima creación de la lírica cortesana del siglo XV y una de las mejores elegías de la literatura española. Su celebridad se debe fundamentalmente a estas coplas, su obra maestra, compuesta a raíz del fallecimiento de don Rodrigo (1476) y publicada en 1494 en Sevilla con el título Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, el Maestre don Rodrigo. Esta elegía pertenece a la tradición medieval de la ascética cristiana: contra la mundanidad de la vida, postula una aceptación serena de la muerte, que es tránsito a la vida eterna.

Las primeras palabras de Borges, en su Funes el memorioso son “Lo recuerdo”, e inmediatamente escribe entre paréntesis: “Yo no tengo derecho a pronunciar este verbo sagrado, solo un hombre en la tierra tuvo ese derecho y ese hombre ha muerto”. Yo me tomo la licencia de reproducir la primera estrofa de las coplas y no separo los versos con esas feas barras. Leed, pues: “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Entiéndase: solo a mi parecer. En este país, parece que sí. 320 años después, escribió Novalis: “Más celestiales que esos astros fúlgidos en las lejanías, ríos parecen los ojos infinitos que la Noche abre en nosotros”. Fallecía su prometida, Sophie von Kühn, dos meses después. Y así nacieron los Himnos a la noche. Novalis murió a los 29 años de edad.

En mis recuerdos viajan las aves nocturnas, que ya partieron. Lo helechos, en mi balcón, me parecen mustios. Los pájaros ya no anidan, vienen y se van. No hay alpiste. El singular efecto que produce a un enfermo la alegría de los pájaros se ha ido para siempre. O más bien, era singular para mí mirarme en un espejo con ojos de moribundo, y entrar en esta nueva forma de existencia. Esa mirada es melancólica. Me siento fuera del mundo, no encuentro la alegría, la fuerza, la salud. El azul se ha oscurecido con mis miserias orgánicas.

¿Y las espirituales? Leo entonces De la vida feliz, de Agustín, un diálogo escrito en el año 387 d.C., cuando cumplía 33 años. Lo escribió en su retiro de Casiciaco, una finca situada al norte de Italia, a donde fue por una dolencia en el pecho. Dos son sus temas fundamentales: el primero, la búsqueda de la verdad, que el hombre es capaz de conocer y, por consiguiente, puede adquirir la sabiduría. El segundo, meditar sobre la vida feliz. Quería indagar dónde se encuentra esa verdad, y cómo se llega a ella, pues en su posesión va a consistir la vida feliz. Quiere conocerla no solo por la fe, sino también por la comprensión de la inteligencia, por la razón. Necesita filosofar, ya que solo así se podrá ver con claridad la armonía profunda entre las dos fuentes de la verdad: la razón y la fe. Para Agustín, la verdad suprema es Dios.

San Agustín expresa de manera paradójica la perplejidad que le genera la noción de tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si debo explicarlo ya no lo sé”. A partir de esta perplejidad, ensaya una fecunda reflexión ontológica sobre la naturaleza del tiempo y su relación con la eternidad. Del hecho de que el Dios cristiano sea un Dios creador pero no creado se desprende que su naturaleza temporal es radicalmente distinta de la de sus criaturas. De acuerdo con su respuesta, Dios se define a sí mismo como dijo a Moisés: “Yo soy el que soy”, y añadió: “Así dirás a los israelitas: ‘Yo soy me ha enviado a ustedes” (Éxodo, 3,13). Decir: “Yo soy el que soy” equivale a definirse a sí mismo prescindiendo de cualquier calidad, lo que es igual a prescindir del cambio. Por lo tanto, Dios está fuera del tiempo mientras que los seres humanos somos entidades estructuralmente temporales.

Entonces, ¿debo ser materialista? Creer que todo lo que es, en cuanto que es, es cuerpo. Y ello aunque piense, comprenda, crea en lo que no existe, como la poesía, la música, las artes. Mi realización, ¿consiste en mi libre arbitrio, en mi plena autonomía?

Releo la Historia de la eternidad de Borges. Me dice: “Los arquetipos y la eternidad –dos palabras– prometen posesiones más firmes. Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria (…) [pero] el tiempo, es fácilmente refutable en lo sensitivo, aunque no lo es también en lo intelectual de cuya esencia parece inseparable la sucesión”. El verdadero momento del éxtasis es la insinuación posible de la eternidad. No es en la máxima autonomía donde reside la máxima felicidad. Reside en el éxtasis de San Juan de la Cruz y en el amor. Por infortunio, ambos son pasajeros. ¿Qué hacer cuando la salud es tan frágil? Un leve soplo hiende a la avecilla y la hace zozobrar.

Ya no pasan por mi ventana las bandadas de guacamayas ni los ibis escarlata. Y allá, allá las maravillosas nubes son solo polvo negro. Me aferro pues a Baudelaire: “Ma Douleur, donne-moi la main; viens par ici”. Y reviento mi garganta, gritando con el poeta: “Race de Caïn, au ciel monte et sur la terre jette Dieu!”.

Después de todo, Giovanni Papini aseguró en su libro El diablo, que el bello ángel caído sería rescatado del infierno mediante un acto de amor. Y Agustín: “El amor es una perla preciosa que, si no se posee, de nada sirve el resto de las cosas, y si se posee, sobra todo lo demás”. Vi enseguida El mago de Oz, en el letrero leí: “A los jóvenes que creyeron y tuvieron fe”. Y escuché, sumido en éxtasis, a Judy Garland: “En algún lugar, sobre el arco iris, muy en lo alto, existe una tierra que soñé una vez en una canción de cuna. En algún lugar, sobre el arco iris los cielos son azules, y todos los sueños que te animas a soñar se hacen realidad”. Y así es desde que Victor Fleming estrenó el film, hace 80 años.

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