Por JONATAN ALZURU APONTE
“La vida humana —qué digo, la vida en general— es poesía”.
Lou Andreas-Salomé
“Nuestra marca es este caminar tropezando. Estamos hasta los huesos de tinieblas. La mugre nos sube por la boca. El sucio de los sucios embarra nuestra verdad.”
Rafael Cadenas
I
El título resume el lugar y mi percepción sociopolítica del espacio habitado por mi psique. Escribo con una piel desgarrada de su tierra. El alma, mi espíritu, sigue oliendo a guacharaca, a mango, a níspero, a mar y almendrones. En las tardes, congelado por los vientos australes, camino como tortuga, observando, triste y nostálgicamente, las calles de mi infancia, pintadas en otras calles. Descubro los rostros de mis amores en otros rostros fugaces. La montaña de mi ciudad, la dibujo en otras ciudades. Esa condición corpórea está reflejada en las tres palabras que dan pie a mi reflexión. Pero, de manera simultánea, ellas se transforman en una consigna, en un grito, que refleja un horizonte, paradójicamente, liberador; porque se refiere a la caja de herramientas, al instrumental, que floreció en el país tropical para la comprensión de su cuerpo cultural. Cadenas es el apellido del poeta. Me refiero, por supuesto, a don Rafael Cadenas.
II
Durante un tiempo de mi existencia me parecían preguntas inútiles, de periodistas bobos, aquellas que se referían a cuáles libros te llevarías a una isla desierta o a cuáles libros de la biblioteca salvarías. Sin embargo, cuando la migración es intempestiva, esa decisión de qué llevo y qué dejo, se transforma en un asunto existencial, nada superfluo, porque la elección alude al rastrojo de tierra, de raíz, que te acompañará en una travesía cuyo destino es incierto. Lo seleccionado te servirá, de alguna manera, como una brújula cuyo norte indica lo que has sido, eres y seguirás siendo, con independencia a las contingencias. Cuando enfrenté aquella encrucijada, extraje un trozo de la historia pintada por Inés Quintero y la embarqué en la mochila. De inmediato, me enfrenté a una decisión práctica, elegir libros livianos, con pocas palabras, pero que me dieran sentido de pertenencia. Pensé: debo llevarme algún fragmento de la filosofía que se ha producido en nuestro país; allí debe estar, en boceto, la visión de mundo que configura nuestra subjetividad. Fui directo, sin pausa, sin meditarlo demasiado, de forma automática y elegí Intemperie exposure de Rafael Cadenas.
¿Acaso la elección no fue en el campo de la literatura? Sí, obviamente. Cadenas es un poeta laureado, qué duda cabe. Pero resulta que mi elección apuntaba a otro criterio, inscrito dentro de un horizonte filosófico. Para mí, el pensar filosófico es un temperamento abordado con una interpretación acicalada de una visión del mundo; uno de sus torrentes sustanciales son las interpelaciones por el cuerpo y sus maneras de experimentar la vida ordinaria; considerando esa inquisición, como el asunto esencial del pensar, porque su despliegue conduce a una posición existencial y a una práctica distintiva frente el acontecer. Ese tipo de pregunta es motorizada por la angustia consciente del saberse transitorio en esta terredad, como diría Eugenio Montejo. Tránsito de una nada, de la que brota el cuerpo, rumbo a otra nada que le llamamos muerte. De allí que la vocación de ese estilo de interrogar es dibujar al cuerpo en su devenir, de la nada a la nada.
La belleza de este tipo de bocetos y sus siluetas se justiprecian, cuando permiten visualizar los contornos del espacio y el tiempo donde habita el cuerpo. Como diría Ortega y Gasset, del hombre y su circunstancia. Acontecimientos como fractales que se generan en una tierra que se percibe como un espacio rizomático, por las telarañas de interacciones intersubjetivas que se hacen y deshacen —como aquellas mortajas o pescaditos de oro que nos relata Cien años de soledad— como los olores de la Cueva de Guácharo que configuran los sonidos de la subjetividad de una comunidad.
Las metáforas enraizadas en un pensar filosófico tienen una triple virtud. La primera, que comparte con todo arte, es la de presionar a la superficie de la piel, el revoltijo interior y los fantasmas, que le producen al escritor el enfrentamiento constante con el mundo. En segundo lugar, en ese juego de espejo entre el cuerpo y el mundo, la palabra trasciende el territorio yoíco, lo rotura, lo expande, lo desparece y lo transmuta. Migra hacia los vastos territorios relativos a la condición humana y, desde esa perspectiva, podríamos caracterizarlas como interrogaciones metafísicas que anidan en la voz poética. Y, tercero, en el mismo lanzamiento de dados, esa palabra, sin pretender reflejar, ni buscar —incluso, deslastrándose del ego esclerótico del nacionalismo o realismo— navega abarrotada de tierra, excrementos y fragmentos de la historia multicultural que habita en hoteles, calles, iglesias, escuelas y fábricas…
Cuando las tres virtudes son una roca ontológica, en la expresión metafórica, se transforma en una herramienta útil, como un cuchillo que sirve para picar un alimento, para formar parte de una instalación artística, para adornar o para cortarnos las venas… Cuando se utiliza como instrumento la expresión poética, no se hace crítica literaria, en el sentido tradicional, porque el asunto no es adentrarse en la voz del poeta para ofrendarlo a otros; precisamente porque se transformó en una herramienta para el lector, como el cuchillo y en ese sentido dejó de pertenecer a su creador y al sentido de su creación. Ese tipo de locución que se pueden utilizar como instrumentos son escasas y extrañas, como animales salvajes que no se pueden encerrar en las jaulas metodológicas, ni en los zoológicos que llaman disciplinas. Esa animalidad sin cárcel es la palabra que nos regala Rafael Cadenas. Esa virtud es lograda en versos como el siguiente: “Como quien camina según un designio/ que no es suyo/ y diseña una figura/ que él mismo no puede leer, / hace su trayecto/ el que debe explicar” (Cadenas, 1977/2011). ¿Acaso no da cuenta de la biografía del poeta? ¿Acaso no comprime la historia sociocultural de Venezuela? ¿Acaso no alude a uno de los problemas centrales de la tragedia del existir? El orfebre, entonces, puede usarlas para realizar su propia creación.
III
Ernesto Sabato, en el ensayo titulado Sobre los dos Borges (Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo. Robbe Grillet, Borges, Sartre, 1968), sostuvo que el problema central de la metafísica, tal como lo postuló Heidegger, es “(…) la transitoriedad de la existencia” (1968, pág. 36) y, en América Latina, ha sido crucial no por masturbación teórica, sino por el padecer en estos territorios donde “somos más transitorios” que “los del viejo continente” (1968, pág. 36), porque las relaciones corpóreas se gestan en un espacio frágil, como las instituciones, sin seguridad ontológica, en permanente cambio. Sabato sentencia: “Es que para esos críticos la metafísica parece que se encuentra solo en vastos y oscuros tratados de profesores alemanes; cuando, como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en los sentimientos y angustias del pequeño hombre de carne y hueso” (1968, pág. 37). Uso, entonces, las expresiones de Cadenas para dar cuenta de nuestros cuerpos en ese pedazo de tierra encadenada.
La fragilidad, la inseguridad, el permanente cambio, lo transitorio, sin proyecto colectivo, ha sido la experiencia fundante de la historia venezolana. José Ignacio Cabrujas al referirse al Estado venezolano lo caracterizaba como un hotel. Es decir, todos están de paso. Sin sentido de pertenencia. Pero no es un hotel arquitectónicamente diseñado; más bien, es una casa improvisada (donde las puertas pueden ser una parte de un techo o un fragmento de pared, como un rancho) como posada, en una zona minera. Lo fundante de la historia de la interacción intersubjetiva, en esa casa, podemos pintarla con las palabras de Cadenas: “Es tan corta la distancia entre nosotros y el abismo, casi inexistente, una delgada lujuria. Basta detenerse y ahí está. Somos eso./ Ni necesitamos mirarlo de cerca. Que no haya engaño. La separación nos pertenece.” (1977/2011, pág. 57)
Podemos leer el poema, como mínimo, en tres claves. (1) A propósito del diálogo interior del cuerpo consigo mismo. (2) Como el problema esencial del encuentro y desencuentro de los cuerpos. Esas primeras lecturas abordarían su dimensión universal, metafísica, porque se adentran en los asuntos de la condición humana. (3) La otra es leerlo como un óleo con trementina, para pintar un bocetos de nuestra subjetividad, de nuestro cuerpo cultural.
Venezuela, desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XX, era como cuatro países, territorios con escasa comunicación y en pugna. Roturados al interior de sus regiones, donde las ciudades y las comunidades eran más endebles que los papagayos. Se pueden recorrer los siglos, navegar en el tiempo, en cualquier sentido, viajando por el país. Nada permanece, tal vez, la indiferencia. Quizás el adjetivo más adecuado, porque resume la configuración de todas las prácticas sociales, económicas, jurídicas, religiosas, políticas, fue el que le colocó Adriano González León, País portátil. ¿Historia de la comunidad? “La separación nos pertenece”.
En unos versos del poema 19, dice Cadenas: “¿Pero a quién persigue el perseguidor? Si donde yo estoy no hay nadie, un proyecto que no tiene proyectos. Me estrujo, me lleno de saliva de tiempo y no encuentro historia. Ninguna marca, ningún hito, ninguna celebración…” (1977/2011, pág. 59). El proyecto cultural es sin proyectos, la contingencia, el azar, como polifonía. ¿Cómo encontrar la historia, si el olvido es lo constitutivo? Tanto que ni el color de la piel permanece. Hasta los comienzos del siglo XIX, en Venezuela era posible cambiarse el color sin ser Michael Jackson. La piel se difuminaba. El deseo de blanquearse fue una práctica jurídica. Eran un derecho de los pardos que tuviesen una cuarta o quinta parte de raza india. Esas prácticas están en nuestra arqueología de la subjetividad, nos constituyen, para bien y para mal. El olvidarse, el no encontrar ninguna huella del pasado que se odia, parece una marca del destino, para desear ser lo que no se es, “Repetirse, repetirse, repetirse, y vivir ¿dónde es?” (Cadenas, 1977/2011, pág. 67). No nos encontramos.
La prédica, como medicina sustancial, desapareció en el desierto. Aquella, la de Simón Rodríguez: “(…) Lo primero que hay que enseñar en la primera escuela es a convivir el blanco, el negro y el indio, a partir del trabajo…”. En otras palabras, el hacer en común como el mayor aprendizaje; la experiencia de la construcción colectiva como el cimiento de la República, entre distintos, se difuminó como un parto no deseado, hace siglos. Porque en el hotel, lo importante era la lotería. Fue así que los colores de la piel, al pasar de los años, se transfiguraron, dependiendo del clima, de los humores, de los rencores, aleatoriamente, en colores políticos movidos por el deseo de blanquearse. Imagen que alude al deseo de ser lo que no se es; negando lo que se es, odiándolo y olvidando lo que se era, como práctica en la vida ordinaria.
Quizás, ese asunto es uno de los rasgos de nuestras sombras, de nuestros fantasmas, de nuestra arqueología subjetiva, que habitan en nuestro inconsciente colectivo y, por lo tanto, forman parte de nuestro cuerpo en su devenir. “Cada quien lleva un fantasma incómodo. A espaldas suyas hacemos nuestra alegría. Somos los hombres de la tarea equivocada. Trabajamos para privarlo de comida, pero él nos ara por dentro. Los legados del error. Formamos mesnada. Labramos sin pausa disfraces” (Cadenas, 1977/2011).
Ha llegado el tiempo de confrontarnos con nuestros cuerpos. Mirarse en el espejo es un ejercicio espiritual, terapéutico y cultural necesario para integrar, conscientes, jungniana y alquímicamente, a nuestras sombras en nuestras pieles; para desde allí, encontrarnos con nosotros mismos y con la otredad. La policromía como potencia. Eso sí: “Es de rigor/ no quitarse la cara” (Cadenas, 1977/2011).
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