Por BLANCA ELENA PANTIN
Antonia Palacios, un estado de ánimo
Una fractura precipitó el proceso que la condenó a una inmovilidad que la tiene hundida en un sillón azul. Ella que subía y bajaba las escaleras de Calicanto, su casa de Altamira y decidía cómo y dónde estar, se dijo no escribir. Desde entonces espera.
Todo en Antonia Palacios comenzó hace años cuando su madre, “mujer muy culta”, compartía lecturas con sus hijos, Antonia e Inocente. Así cultivó el gusto por los libros: “Quería hacer lo mismo que los autores de esos libros maravillosos. Escribir —me decía— como escribe la gente”. Neruda, Teresa de la Parra, Vallejo, pocas mujeres: “Tu me preguntas si yo hubiera querido ser Simone de Beauvoir y te digo que no”.
Al alcance de su mano cartas, periódicos, revistas, libros. Estira el brazo y toma un cigarrillo, lo aspira con boquilla, fuma sin urgencias.
“Para escribir hay que exigirse mucho. ¿Cuánta cosa que no he roto? Escribir supone sufrimientos, batalla. Es un oficio tremendo”.
Sola, una persona sola.
“Siempre me sentí así, muy sola, muy dentro de mí; no porque no tenga amigos, nunca me faltaron, pero mi soledad es distinta: un estado de ánimo”.
Esa lucidez para percibirse, sin negarse, la condujo a estructurar Ese oscuro animal de sueño:
“Tus pies cambiaron de tierra. Quisiste caminar hasta las claridades. Pensaste el nombre amado como única meta. Te empeñaste en seguir adelante, atravesar las honduras, saltas sobre las fuentes vaciando con estrépito la espuma de las aguas. Cruzaste altos fuegos que apenas te rozaron. Te arrastraste hasta el confín del tiempo. Dejaste atrás los sitios de lo oscuro, los filos de la piedra. Pensaste con tu aliento alcanzar resplandores, blanquear cerradas tinieblas contemplando las estrellas como vecinas almas temblando allá en lo alto. La noche llegó de pronto borrando tus caminos y te quedaste sola, sin lámpara, sin palabra”.
Ese oscuro animal de sueño anunció su definitivo silencio cerrando el círculo que anticipó en Textos del desalojo. Bradley le daría la clave para esos últimos poemas: “La poesía debe darnos la impresión no de descubrir algo nuevo sino de recordar algo olvidado”.
Antonia Palacios habla de fantasmas, de los dictados de esas sombras espectrales: “Ahora sé que fui yo quien escribió todo”.
La luz parece incomodarla. Al fondo, ella por Guayasamín. Así se ve desde todos los ángulos de su cuarto.
Ya no recuerda nada: “No escribo, no leo, no hablo. Aquí estoy sentada en esta silla como una imbécil sin hacer nada.
Espera sin miedos porque supo desde siempre que llegaría el momento en que se mirarían ella y su sombra: “Estamos muy juntas. Somos las dos una sola”.
Espera de frente a la nada, diciéndose: “Quisiste salir afuera, mirar de nuevo al sol. Saber de las denuncias que la vida te impone. No pudiste dar un paso, te quedaste varada con tu costado abierto en medio de un fuego apagado”.
Esa tarde estaba íngrima de seda roja, recostada sobre el azul del sillón que detesta.
*Antonia Palacios (Venezuela, 1994-2001). Poeta y escritora venezolana cuya vasta obra abarca novela, poesía y ensayo. En el año 1976 fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura, siendo la primera mujer en obtener tal reconocimiento. En su obra destacan: Ana Isabel, una niña decente (1949); Viaje al frailejón (1955), en colaboración con Alfredo Boulton; Los insulares (1972); El largo día ya seguro (1975); Ese oscuro animal del sueño (1991) y Hondo temblor de lo secreto (1993). Su quehacer en el ámbito cultural fue protagónico. En el año 1977 llevó adelante el taller de narrativa del Celarg y en 1978 fundó el célebre taller literario Hojas de Calicanto.
Alfredo Silva Estrada, Una irrupción en el tiempo
En las tardes, cuando Las Mercedes hierve en su caos, en el balcón del segundo piso del edificio Saint Anthony, una pareja toma té mientras dice de sus pasiones: él, poesía; ella, danza. Es, qué duda cabe, un triunfo de Alfredo Silva Estrada y Sonia Sanoja sobre el espacio hostil. Allí, en ese amplio e iluminado apartamento, viven desde hace años. Un piso poco ortodoxo donde lo que pudo ser una sala es una habitación para danzar. Tablones de parqué y una pared de espejo, sin muebles que perturben, hablan del rigor de sus oficios que mucho se deben, una simbiosis de la cual se nutren Alfredo Silva Estrada y Sonia Sanoja desde 1956 cuando se conocieron en la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela.
A los 19 años supo que la poesía era para él algo más que un desahogo sentimental. Algunas lecturas terminaron por disiparle dudas: Neruda, Whitman y Rimbaud, al que descubrió en plena adolescencia y con su lectura la poesía como vía de conocimiento. “La escritura me llegó como un proceso natural”. También estuvieron próximas en ese momento definitivo la poesía de su tía Luisa del Valle Silva y la obra de Enriqueta Arvelo Larriva.
La conversación transcurre en la biblioteca (“donde nunca estoy, escribo en la cocina”) mientras Sonia trabaja en una coreografía y se escucha música electrónica.
—De Bichos exaltado (Editorial Pequeña Venecia) es un libro distinto a todo lo que escribiste antes.
—¿Lo sientes así?
—Bueno, sí, es una oda a lo cotidiano con su carga de agonía
—Es un libro que yo quiero mucho. Lo considero un poco marginal dentro de mi trabajo. Uno nunca sabe lo que va a pasar con uno, felizmente…Yo nunca sé lo que voy a escribir al día siguiente, nunca planifico un libro.
Existir en la elaboración del poema
—Yo no creo que nada preceda al poema como el poema mismo. Yo no creo que uno planifique el desarrollo del poema. En la medida que el poeta es lector de sí mismo, el poema se da cuando el poeta logra una lectura feliz de lo que escribe.
—¿En qué momento se da esa lectura?
—No sé; se da en cada poema; cada poema es diferente. El origen del poema es una irrupción en un tiempo; en un tiempo que es diferente al cotidiano. No es que yo niegue la cotidianidad. Uno está cargado de cotidianidad; pero hay una diferencia entre lo anecdótico y lo vivido. Lo vivido tiene una densidad, una carga, un espesor, una espesura diferente a la anécdota que es superficial. Lo vivido se incorpora al poema como ruptura, no como referencia de lo previamente vivido. Es lo que yo trato de expresar cuando digo “existir en la duración del poema”. Para decirlo en una forma banal: la materia prima del poema y la materia última del poema son las palabras.
—¿En qué trabajas ahora?
—Traducciones; traducciones que son relecturas. Estoy revisando una larga antología de André Chedid; pienso proponérsela a Monte Ávila Editores; también estoy releyendo a André du Bouchet, a Dupin. Para mí la traducción es una necesidad.
*Alfredo Silva Estrada (Venezuela, 1933-2009). Poeta y traductor venezolano. Por su trayectoria y obra fue galardonado en 1998 con el Premio Nacional de Literatura de Venezuela y en 2001 con el Gran Premio Internacional de Poesía de la Bienal de Lieja en Bélgica. En poesía publicó: De la casa arraigada (1953), Cercos (1954), Del traspaso (1962), Integraciones. De la unidad en fuga (1962), Literales (1963), Lo nunca proyectado (1963), Transverbales I (1967), Acercamientos (1969), Transverbales II (1972), Transverbales III (1972), Los moradores (1975), Los quintetos del círculo (1978), Contra el espacio hostil (1979), Variaciones sobre reticularias (1979), Dedicación y ofrendas (1986), De bichos exaltado (1989) y Al través (2002). Sus reflexiones en torno a la poesía están reunidas en el libro La palabra trasmutada – La poesía como existencia (1989). Dedicó traducciones a Dupin, Verhesen, Reverdy, Chedid, Ponge y Goldel.
*Voces/escrituras de la literatura venezolana. Blanca Elena Pantin. Fichas de los autores entrevistados: José Antonio Parra. Editorial Ítaca, Venezuela, 2020.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional