Por MIGUEL GOMES
Dos pulsiones no tan secretas organizan la poesía de María Antonieta Flores, combinadas de distintas maneras en sus libros, a veces en conflicto, a veces en un diálogo gracias al cual se diseña una imagen ambigua del universo. Si concebimos dichas pulsiones en términos de lenguaje, cabría hablar de un vaivén de hermetismo y transparencia; si lo hacemos en términos vitales, aniquilación y (re)nacimiento. No trataré, desde luego, de llevar lo anterior a un terreno psicológico demasiado evidente, pero sí destacaré la profunda captación de lo humano que quizá se propone e indudablemente nos depara esta obra, más allá de sus valores estilísticos, intelectuales o testimoniales. Alivia encontrar poetas que aún se dirigen a nosotros con la urgencia de los sentimientos o las emociones, sin impedir que las imágenes, desde su irracionalidad, mediten. Ese es el caso de Flores.
¿De dónde proviene la serena intensidad que se percibe en sus páginas? Demos por descontado que de una autora sensible, dotada de lecturas, talento e intuición, dispuesta a un tesonero abordaje de lo real, que en sus versos ha de entenderse como suma de vivencias y deseos. Pero esas destrezas no producirían frutos similares en sociedades diferentes. En Flores, y en muchos poetas venezolanos de los últimos lustros, la negociación con un entorno hostil e insólito moviliza una escritura imantada por fuerzas que otras tradiciones literarias desconocen o han olvidado. Todo decir emana de precariedades o desastres inminentes, en una suerte de expresionismo para nada subordinado a la lógica de los movimientos o los programas, más bien el único lenguaje colectivo posible, en el que el roce cotidiano con lo trágico, con lo extático, suscita una nueva espontaneidad.
La voz de Flores, en ese coro, se distingue por no representar eventos con palabras, sino hacer de estas el evento. Lo que nos obliga a pensar en lo que la poesía tiene de ritual y, sobre todo, en cómo su libro más reciente, los gozos del sueño (Caracas: Oscar Todtmann, 2021), convierte ese elemento del género en la materia de su decir. La antropología, desde Les rites de passage de Arnold van Gennep, señala que las iniciaciones suelen tener tres fases: en la primera y la última, el individuo, respectivamente, pierde una identidad social y gana otra; en la segunda, denominada por van Gennep liminar, el sujeto transita entre el ser perdido y el anhelado, admitiendo, por consiguiente, experiencias de ambivalencia e indeterminación. Las tres partes del volumen de Flores —tituladas “en la ceniza”, “los gozos del sueño” y “como las candelas”— corresponden casi con rigor a los estadios iniciáticos. La “ceniza” señala un momento de despojo, muerte, extinción, mientras que las “candelas” sugieren la resurrección, el fuego de lo fenoménico. La sección intermedia, que por algo da título al conjunto, presagia la futura llamarada de la que habla el diccionario cuando define la palabra “gozo”, situándonos, una vez prescindimos de nuestro antiguo yo, en el umbral de la transformación. Y no podemos menos que reparar en la plena conciencia que el único poema de la segunda parte exhibe:
porque todo es caminar entre la vigilia y el sueño
transcribir las señales
escuchar cada paso que se adentra en la incógnita de las alas
el vuelo suspendido en los límites del alba (p. 36)
La suspensión antes del amanecer: de eso trata alucinadamente la poesía de María Antonieta Flores desde hace años, pero con los gozos del sueño va incluso más a fondo en su cometido; acaso las pérdidas y los duelos se han extremado, o acaso recomenzar luego de la absorción del duelo se ha vuelto imperioso. Muerte y vida ―“a veces cenizas otras veces candelas” (p. 37), dice otro verso― preparan una síntesis que no puede menos que ser erótica ―“porque tú y yo estamos en los gozos // para secreta alegría” (p. 37)―. El recorrido que observamos por distintas formas de congoja ―la personal; la familiar; la nacional; la producida por el “mal” (pp. 20, 24, 50), el “miedo” o el “temor” mencionados con insistencia (pp. 18, 24, 63)― nos conducirá a esa resolución, ya que la única sabiduría equivale a la aceptación plena de contradicciones.
En efecto, la concatenación de opuestos surge desde el principio. El primer poema, sencillamente titulado “coser milagros”, junta dominios físicos y no físicos, el arte tangible de las manos —que se valen de una “máquina” para exacerbar la sensación de materialidad— y el arte casi etéreo del canto, como si la máquina de coser fuese una máquina de escribir, escalones, junto con las “hojas” que aletean —otra dualidad que va de lo vegetal a lo libresco—, entre el orbe de lo sensorial y uno mucho más abstracto:
sólo las manos conocen el punto diestro
los hilos desenhebrados
encuentran lugar
orgullosos de sus secretos
la obra de la costurera
el sonido incansable de su máquina
la fuerza del canto
las madres precedieron el rumbo
con escarcha celeste
aleteos de hojas
en los hilvanes van quedando mariposas (p. 9)
Para que no dudemos que el poema evoca la convergencia de lo visible y lo invisible, su última palabra nos remite ni más ni menos que a psyché, en su doble acepción griega, ‘alma’ que es ‘mariposa’. Tampoco olvidemos que el alma, según C. G. Jung, es la “experiencia psicológica del cuerpo”: una mediadora entre él y el espíritu. Que no se trata de un accidente lo sugiere otro poema de los gozos del sueño, “la mariposa era un relámpago” (p. 20), donde el insecto se asocia a lo que puede animar a la materia muerta. Ello se insinúa, asimismo, en “hermana luna”, composición en que tras lo ceremonial ―literalmente se reza (p. 43)― sobreviene algo más que un despertar: “Antes de la vigilia cae un relámpago de dicha” (p. 43).
Tan cruciales como los previos resultan los encuentros de la muerte individual y la social, especies de duelo implícitas, fragmentariamente, en “mi padre”:
la destrucción bajo el cristal
un ataúd es la última soledad
sillas vacías un salón grande
el ritual del sepelio
quise acompañar el cadáver
en una ciudad adversa para la honra
en ese mes diciembre
se perdió el papel moneda
para siempre
no sabía que en una despedida
había tantas pérdidas (p. 16)
No soslayemos que la fluidez en que se instalan estos poemas incluye la del cuerpo y el cosmos: la comunicación de esos ámbitos hace posible, a la larga, la efectividad litúrgica de las operaciones que adivinamos en “el lejano sonido de las cacerolas”, donde, casi de modo alquímico, se combinan sustancias disímiles provenientes de la política, la intimidad y la naturaleza:
el llamado inútil
la quiebra de un mundo nunca redondo
ni exacto
quebrado en su eje
herido abierto
ya contaste los pasos en tus metros cuadrados
las plantas resisten en las macetas
ni ellas merecen agua
miras bajo el sol de las nueve
la mentira
la apariencia de normalidad
la respiración puro estertor
un esfuerzo rompe los dedos
intenta florecer el arbusto más menguado
y unas pocas gotas de agua dejo caer de mi vaso (p. 93)
En las “pocas gotas” podemos intuir la brevedad de los versos que acabamos de leer y, en el vaso que las contiene, el Grial que cicatriza la herida del mundo. ¿Herida de Anfortas o el Rey Pescador? Eso casi al cierre del libro, cuyas últimas imágenes son las de la desnudez, el abrazo de los amantes y una unión absoluta de los contrarios ―de nuevo la alquimia: coniunctio― bajo un “cielo genital” que, receptivo, cede lugar a la palabra: “Mis manos se abren mientras te nombro” (p. 94).
La copa mística, recuérdese, está reservada para quien sepa romper el silencio. Tal es la comunión que nos promete esta poesía.
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