La Asamblea General es el principal órgano representativo y deliberativo de la Organización de las Naciones Unidas y escenario ideal para la descarga, especialmente de parte de gobernantes ebrios de poder o afectados por el síndrome de hybris o hubris, trastorno de personalidad adquirido, así bautizado, en alusión al desmesurado ego de quienes, en la Grecia antigua, desafiaban a los dioses, por David Owen, médico, parlamentario y ex canciller británico, y Jonathan Davidson, profesor de psiquiatría y ciencias del comportamiento en la Duke University (Durham, Carolina del Norte). Confluyen en ellos megalomanía y paranoia, y son los primeros chicharrones en el gran bonche universal. No admiten verdades diferentes a las forjadas en su particular cosmovisión ―su Weltanschauung, diría un petulante sabelotodo―, ni le temen al ridículo, pues el arte de la prudencia les es ajeno. Poco les importa aburrir a los demás con discursos henchidos de acusaciones a los «culpables» de sus errores y loas a sí mismos, ni provocar carcajadas, convencidos de que estas se deben a su agudeza y no a su estulticia.
Acaso en las palabras precedentes el lector vislumbre a Hugo el bravucón sin pelotas ―congeladas por anticipado en el cuartel de la montaña ― y a su desdibujada sombra, Nico el (in)maduro afortunado; pero, aunque la intención del escriba los incluye en su divagación dominical, hay personajes de coturnos más altos, cuya envergadura reclama atención preferencial: Fidel Castro y Nikita Jrushchov, por ejemplo. El 26 de septiembre de 1960, el jefe supremo del flamante gobierno revolucionario cubano se dirigió a una expectante asamblea con la promesa de ser breve; sin embargo, habló de todo sin profundizar en nada y abusó, a lo largo de cuatro horas y media de la paciencia de los circunstantes con una inflamada arenga plagada de quejas contra el imperialismo yanqui y de loores a la violencia vindicativa tercermundista (a fin de evitar excesos de verborragia, se limitó a 15 minutos la duración de las intervenciones durante el evento). Dos semanas después, el 12 de octubre, quien iba ser su aliado, el todo poderoso primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética y presidente del Consejo de Ministros ―¡cuán larga ha debido ser su tarjeta de presentación!―, irritado por el discurso del embajador filipino, Lorenzo Sumulomg , en el cual no hacía distinción entre los territorios sometidos al dominio de las potencias coloniales de Occidente y los países de Europa Oriental, «privados de sus derechos civiles y políticos por la URSS», se encaramó en el estrado, se quitó un zapato para golpear la mesa y, previo empujón al orador, exigió al presidente de la plenaria, el irlandés Fredirick Boland, que «llamase al orden al adulador del imperialismo estadunidense», reclamo vitoreado por el vicecanciller rumano quien, de paso, insultó al señor Boland. ¡Vaya titingó!
Transcurridos 46 años de aquel movido y encumbrado encuentro, hizo su aparición en la arena neoyorkina, el 21 de septiembre de 2006, un paracaidista con ínfulas de matador decidido a cortar orejas con desplantes a lo Cordobés. «Ayer el diablo vino aquí, en este mismo lugar. Huele a azufre todavía», exclamó persignándose y con imprecisa sintaxis el ya bastante crecidito niño de Sabaneta, Hugo Chávez, refiriéndose a la comparecencia de George Bush la víspera de su debut (del criollo, no del gringo). Quiso, con una gracia, emular a Castro y le salió una morisqueta. Se lanzaría de nuevo al ruedo en 2009. Improvisando canciones y, acompañándose mímicamente de una guitarra invisible, mostró las costuras y solo pudo arrancar muecas de resignación a los allí presentes. Quien sí hizo un faenón en tal jornada fue Muammar Gaddafi. Decidido a inscribir su nombre en el anecdotario del foro, se fue de la lengua durante 75 interminables minutos, solicitando, entre otras majaderías, trasladar la sede de la organización a otro país. Embelesado con el sonido de su voz, no se molestó en ver el reloj y mucho menos en mirar de reojo a su sudoroso intérprete. El pobre hombre se desmayó no sin antes exclamar: «No puedo soportarlo más».
Lamentablemente, a pesar de los esfuerzos de quienes han ocupado la presidencia de la asamblea, un venezolano entre ellos (Carlos Sosa Rodríguez, 1963), y para consternación de los secretarios generales, siempre se colará en ella algo de circo. No hay manera de evitar la competencia por el estrellato en un mundo cada vez más espectacular. Y cuando la concurrencia es en apariencia discordante, mayor atención le prestan los medios, a objeto de burlarse de los contrincantes, como acaba de ocurrir con Donald Trump y Nicolás Maduro, conspiranoicos de signos opuestos que, por algún insondable mecanismo de atracción de los contrarios ―¿sinrazón dialéctica o dialéctica de la sinrazón?―, terminan siendo tal para cual.
Trump, en la presidencia de un grande y poderoso país, no gracias al voto popular (la Clinton lo superó ampliamente), sino a los colegios electorales y a little help from his russian friends, afirmó que su administración, en menos de dos años, superó en logros a todos sus antecesores. Esperaba quizás aplausos complacientes y solo escuchó risotadas, ¡ja-ja-ja-ja! «Cada uno tiene sus propias pesadillas… Para Donald Trump, esa pesadilla es que el mundo se ría de Estados Unidos y, en la Asamblea General, la pesadilla se hizo realidad», escribió el periodista David Graham en The Atlantic, la prestigiosa revista creada por Emerson, Longfellow y Russell Lowell. Al día siguiente, Maduro, ilegitimo mandatario nacional, se comparó con Mandela y malgastó su cuarto de hora y 45 minutos de ñapa en autobombos y justificaciones. No hubo quien bromease o se escandalizase con su monserga. El auditorio vacío, ¡qué pena con ese señor!, fue testigo silencioso de su menguante predicamento; sin embargo, al regresar a su finca, el hacendado declaró que dejó haciendo cui-cui a sus críticos. Dejémoslo de ese tamaño porque, la verdad, ¡hay que tener…!
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