Rafael Arráiz Lucca es un escritor de alta calidad, de originalidad sostenida, prolífico (su obra alcanza ya la vastedad) y polígrafo (en casi todos los géneros literarios ha dejado su huella). Cada una de esas cualidades se ratifican y sobresalen con este nuevo título suyo, La otra búsqueda. Autobiografía espiritual, en el cual, lo revela el subtítulo, se lanza a la conquista y levantamiento de su autobiografía espiritual.
Libro infrecuente, este, en la literatura venezolana (solo conozco uno del mismo linaje, El deseo y el infinito, de Armando Rojas Guardia), pues no se trata de un diario, unas memorias, un relato biográfico de esos donde predominan las externalidades, sino de un atreverse en sí mismo, en las difíciles densidades del yo más interior, ese donde cristalizan, no siempre con claridad y accesibilidad, las brasas donde se ha ido haciendo, con lentitud y tiempo y trabajo, el cuerpo intelectual, psíquico, reflexivo, emocional. Es decir, heredad, y también herencia, espiritual.
Con esta obra, Rafael Arráiz ahonda y amplía su lugar definido y definitivo en la historia de nuestra literatura y, acaso, más allá de ella. Y en este libro, en continuidad más radical con su obra anterior, se trata de una obra del yo para el nosotros, donde el primero, al abrirse a sí mismo, convoca al prójimo, va hacia él desde una experiencia intransferible que, sin embargo y ex profeso, puede abrevar en ella, estimularse con ella para realizar su propio camino hacia el adentro.
A los lectores de esta espléndida incursión en el yo, que solo puede concluir con la recepción en el nosotros, se nos ofrece una autobiografía que se complementa y completa con los trazos de un mapa biográfico, es decir con los datos imprescindibles del entorno y de la historia donde ese yo navega y se navega. De esta manera, a lo largo de su recorrido el autorretrato es completo, todas las piezas están allí, en su lugar y hora.
El autor, que es un escritor de verdad, que trabaja bien, a fondo y en serio (nada de intelectual diletante), antes de este libro, levantó en su camino varias banderas literarias irrecusables. En el primer género al que se entregó, la poesía, sus títulos Plexo solar (2002) y Poemas ingleses (1997), en un país de tan alta poesía, contienen una calidad y carácter tan intensos y novedosos que, entre nosotros, devienen en piezas capitales para armar la historia de la poesía nacional a medio camino entre los dos siglos, el XX y el XXI. Luego, como una anticipación de su volcamiento en la historia, escribe la mejor y, hasta ahora más completa, sobre nuestra poesía en El coro de las voces solitarias (2002). Dado ya a la historia se atreve con Empresas venezolanas. Nueve historias titánicas (2013), un tema tabú entre nuestros escritores pues el relato del éxito de los emprendedores de la economía es, dicen los soberbios ideologistas, un asunto de “reaccionarios”. Pero va más allá: en un país petrolero donde casi nadie conoce la historia del petróleo, acaso solo para maldecirlo, publica El petróleo en Venezuela. Una historia global (2016), relato completo y bien armado del tema cuya guía es el desmonte del estigma sobre un bien que tanto ha importado, para lo bueno y lo malo, en el país, pero que no puede reducirse a “estiércol del diablo”. Y, por si fuera poco, construye en un momento aciagamente militarista, con sus Civiles (2014), un sustancioso elogio de la obra de diecinueve venezolanos que, a lo largo de dos siglos, contribuyeron a diseñar la cartografía de lo que mejor define a Venezuela.
Así, Rafael Arráiz fue dejando la poesía, en la que se buscaba, para recurrir a la historia, donde nos busca. Y en esa traza de una obra heterodoxa y original como pocas, se inscribe La otra búsqueda (2018), un libro cimero sin lugar a dudas, confesional y, al mismo tiempo, es esa su novedad particular, comunitario. Una suerte de “novela” (así me lo confesó una lectora que, desde que lo abrió, no pudo abandonar el libro hasta concluirlo), donde se entrega una historia de la espiritualidad inextricablemente unida a los otros, los próximos y los lejanos, al tiempo real (el de afuera) donde discurre el tiempo interior (el de la intimidad), para dar cuenta de un proceso exigente, el de la formación y educación sentimental y espiritual.
Adentrándonos en el libro, encontramos que sus fuentes también resultan de uso infrecuente. El orientalismo (budismo, taoísmo), el cristianismo, la psicología (psicoanálisis, junguianismo); también son diversas (filósofos, poetas, místicos, personajes señeros como Gandhi); autores que se han arriesgado hasta donde pocos o ninguno se han atrevido (Rudiger Dalhke y su postulado de la enfermedad como oportunidad para la cura, no para el decaimiento sino para el conocimiento; Elizabeth Kübler-Ross y sus investigaciones y experiencias con las personas que, dadas por muertas, han “regresado”); de igual manera, y sin timidez alguna, nos narra sus experiencias con astrólogos, hechiceros, cartománticos, que se cuentan entre lo más singular e insólito de este libro.
Es decir, el autor emprendió a lo largo de sus años una senda auténticamente impregnada de libertad, sin dogmatismos ni prejuicios, dispuesto a nutrirse de todo aquello que intelectual, psíquica y espiritualmente resultara fértil para sus búsquedas personalísimas. Es esa apelación a la libertad, la luz necesaria e imprescindible para hacer camino hacia el adentro y también hacia el afuera, la que le permite, sin dejar de ser occidentalista, alimentarse del orientalismo, sin dejar de ser adulto confesar que sus libros iniciáticos fueron Alicia en el país de las maravillas y El principito. En fin, que su intelecto, psique, espíritu y, muy importante, emocionalidad, se expresan en él desde y hacia una conciencia pluralista, abierta al cambio, que se confiesa liberal, moderno, individualista, republicano, solidario, demócrata, que realiza un constante elogio al gozo de trabajar del único modo posible: entregándose a él. Una suerte de flecha que va siempre hacia un centro cruzando los aires cambiantes, discontinuos, enemigos de la linealidad y de los atajos.
Ahora bien, es un libro atravesado por una emocionalidad, o sentimentalidad, profundas, la de lo sagrado, lo religioso, la certeza inefable de que a lo largo del tiempo de cada uno y del tiempo en el que gira la existencia toda, la convocatoria sacral es persistente y necesaria. Sin ella, toda fundación vital carece de intensidad y trascendencia, ya sea para el yo, para el nosotros, para este tiempo o para el trastiempo (como lo denomina Eugenio Montejo). En definitiva, una obra que muestra cómo la construcción y conciencia del interior es la senda para descubrir la plenitud y el sentido del existir. Plenitud y sentido que nos interpelan cada día y cada día nos exigen ahondarnos sin separarnos del todo y de nuestros semejantes y tiempo. Y en especial, sin separarnos del ser libre, de la conciencia autónoma, del espíritu soberano de sí mismo.
Al cierre del libro, tras un extenso repertorio de respuestas a lo que sus nietas puede que le pregunten acerca de quién es él, su abuelo, quién fue, las remite y nos remite a Cavafis, y a su inolvidable poema “Ítaca”. Y les dice, nos dice, “Seguimos nuestro camino con Ítaca en el corazón, pero Ítaca ni siquiera se avizora (…). La búsqueda sigue, sin respuesta definitiva, con atisbos, vislumbrando, con destellos de luz que alegran nuestros ojos en medio de la oscuridad” y (añado) también con destellos de oscuridad (indispensables para anhelar la claridad) que alegran nuestros ojos en medio de la luz. Dice Cavafis en el poema: “Ítaca te regaló un hermoso viaje. / Sin ella el camino no hubieras emprendido. / Y ninguna otra cosa puede darte. / Aunque pobre la encuentres Ítaca no te ha engañado. / Rico en saber y en vida, como has vuelto, / comprendes al fin qué significan las Ítacas”.
Todos tenemos que construir nuestra Ítaca, y luego ir hacia ella para encontrarla, sabiendo que la vamos a descubrir una y otra vez, y a perderla una vez y otra para, así, reemprender infatigables el camino. El del final sin fin. Esa es la otra búsqueda. La que desde nuestras vidas y desde este libro nos convoca a todos, a cada uno. Como iluminación esencial de toda la libertad que atesoremos.
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