En el artículo 71 de la Carta de las Naciones Unidas –documento firmado el 26 de junio de 1945, que constituye su principal texto fundacional–, hay una referencia a las “organizaciones no gubernamentales”. Aunque la fórmula venía utilizándose desde hace aproximadamente dos décadas, esta mención, por parte de la entonces recién creada ONU, puede interpretarse como una acertada proyección del papel que las ONG alcanzarían con el paso del tiempo.
Más de 70 años después hay cálculos que señalan que en el mundo están operativas alrededor de 12 millones de ONG. En la página web del Foro Internacional de Plataformas Nacionales de las ONG, un reporte de abril de 2016 habla de 10 millones, aproximadamente. Una proyección realizada por la OIT habla de 14 millones. Además de lo anterior, se calcula que entre 100 y 120 millones de personas en el mundo se desempeñan como trabajadores de estas organizaciones; es decir, reciben un salario por su actividad. Ello no incluye a los voluntarios, que son las personas que colaboran con dichas organizaciones y con sus proyectos, bajo distintas modalidades de dedicación y que no reciben remuneración por ello. Si resulta acertada la relación que dice que por cada activista asalariado hay otras una o dos personas que dedican parte de su tiempo al trabajo sin fines de lucro, entonces es razonable sumar aproximadamente 150 millones de personas a estos cálculos. Así las cosas, cabe decir que ahora mismo hay aproximadamente 250 millones de ciudadanos dedicados a la acción por un mundo mejor.
Como se sabe, las organizaciones no gubernamentales tienen carácter privado, no forman parte del Estado ni tampoco son empresas. Su signo primordial es que no tienen como finalidad el lucro y que, al menos en teoría, existen para promover distintas causas a favor de la vida humana y del bienestar de la humanidad. Se las entiende como entidades con fines sociales y humanitarios. Su financiamiento proviene de los aportes que hacen ciudadanos, fundaciones privadas, empresas y también Estados. Incluso hay algunas que desarrollan negocios para asegurar ingresos propios.
A lo largo de estas más de siete décadas, innumerables procesos han cambiado los perfiles de las ONG. Mencionaré algunos. Muchas de ellas se han convertido en estructuras transnacionales muy conocidas por la opinión pública. The Wikimedia Foundation, Fundación Bill y Melinda Gates, Oxfam Internacional, Médicos sin Fronteras, Amnistía Internacional, Human RightWatch, Save The Children y muchas otras son organizaciones visibles constantemente. Otras, como BRAC, que es la ONG más grande del mundo –tiene alrededor de 120.000 empleados– nació en Bangladesh, pero ha expandido sus operaciones hacia otros 12 países y ha logrado un modelo simplemente extraordinario: puesto que la organización es propietaria de bancos y universidades, no depende de financiamiento externo.
Algunas de estas organizaciones, de las que Cáritas Internacional es posiblemente la más representativa, tienen una larga trayectoria. Fundada en Colonia, Alemania, 1897, por sacerdotes católicos, hoy mantiene operaciones en 165 países. Algunos de sus programas, como los dedicados a la recogida y distribución de ropa usada y de alimentos no perecederos, se han constituido en exitosos modelos operativos. World Vision, adscrita a la fe evangélica, fue creada en 1950, tiene importante presencia en África, Asia y América Latina, así como una destacada capacidad para la recolección de fondos. En su trayectoria destaca su experiencia en la actividad de distribución de alimentos de la ONU.
Pero tan importante como las grandes ONG son los millones de pequeñas organizaciones esparcidas por el mundo. Una de las tendencias verificables a lo largo del tiempo es el modo cómo muchas de ellas se han ido especializando, al punto que podría afirmarse que no hay tema de la realidad pública en común que no esté bajo la observación y los programas de organizaciones especializadas en derechos humanos, ambiente, educación para las minorías, diversidad cultural, lucha contra la corrupción, contra el desperdicio de alimentos, que se especializan en la observación de los medios de comunicación, que denuncian la desigualdad o la violencia de género, que van contra exclusión en todas sus formas, que defienden los derechos de las comunidades LGTBIQ, que procuran la protección de unas determinadas especies, que se organizan para lograr beneficios para pacientes de unas específicas enfermedades, que protegen el patrimonio histórico o cultural de los pueblos, que estimulan la vida sana y la práctica deportiva, que defienden unos determinados valores, que se oponen al aborto, etcétera, etcétera.
Puesto que muy a menudo aparecen como respuesta a problemas especialmente controversiales, hay ONG que realizan protestas en formatos de intervención, a menudo en los límites o transgrediendo la ley. Me refiero, por ejemplo, a las acciones de Greenpeace que han causado accidentes en alta mar, al colisionar un barco contra una embarcación mayor especializada en la caza de ballenas, o a los activistas de organizaciones que defienden los derechos de los animales y saltan al ruedo en medio de una corrida de toros, o al caso del colectivo ruso de las Pussy Riot, que han interrumpido actos públicos para interpretar canciones punk, en las que denuncian al régimen de Vladimir Putin.
A menudo estos activistas terminan en las cárceles, bien sea porque la intolerancia de los poderes en contra de los que protestan así lo ordenan, o bien porque en efecto realizan acciones temerarias prohibidas por las leyes.
Pero no todos son bondades o heroísmos en el universo de las ONG. Como tantas otras cosas en nuestro tiempo, la figura legal y la fachada de las organizaciones sin fines de lucro han sido y están siendo utilizadas para la realización de turbios negocios con el tráfico de los refugiados, para recoger fondos para campañas o proyectos que no se realizan nunca, para defender intereses económicos no transparentes o para ocultar fondos provenientes de actividades ilícitas. A esto debo añadir los hechos lamentables que se han divulgado recientemente, como el caso de los cooperantes miembros de Oxfam, que aprovecharon su ventaja para obtener favores sexuales y prostituir a menores en operaciones en Haití. Un asunto que es necesario mencionar es el caso de algunas grandes organizaciones como Médicos sin Fronteras, que ha sido denunciada por los métodos que usa para contratar personas que deben recolectar socios –membresías– en las calles, sobre los que se ejerce una presión semejante a las campañas de mercadeo, y que son despedidos sin beneficio alguno si no logran conseguir las metas que les asignan.
Por otra parte, en los últimos años viene produciéndose un fenómeno especialmente grave: el asesinato de activistas, especialmente los dedicados a la defensa de los derechos humanos y a los que se oponen a la destrucción del medioambiente. Una información emitida por World Resources Intitute, en febrero de 2018, reportaba este escandaloso promedio: la muerte violenta de cuatro activistas ambientales por semana, en América Latina y el Caribe. Pero esto también ocurre en otras geografías. En Brasil, Colombia, Paraguay, Argentina, México, Indonesia, República Democrática del Congo, Chad, India, Tailandia, Rusia, Indonesia, Filipinas y Myanmar, distintos intereses –políticos, económicos, militares, etcétera– han usado sicarios para silenciar a los activistas y a sus respectivas ONG. El pasado 6 de julio, Iván Duque, recién elegido presidente de Colombia, declaraba a periodistas en una rueda de prensa en Madrid, que en su país cada tres días asesinan a un activista. Desde la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, la narcoguerrilla acabó con las vidas de 178 personas.
En octubre de 2017, un informe de Amnistía Internacional señaló que 437 personas fueron asesinadas en 22 países, entre enero de 2016 y septiembre de 2017. El señalamiento vino acompañado de un dato igualmente grave: 95% de los casos queda sin castigo, lo que equivale a decir que matar activistas es un delito con un altísimo promedio de impunidad. En la Guerra de Siria, el régimen de Bashar al-Ásad ha aprovechado para ajustar cuentas y acabar con las vidas de decenas de miembros de ONG, que venían denunciando las violaciones a los derechos humanos en ese país.
Si se intenta un balance de lo ocurrido con las dichas organizaciones en los últimos 50 años, es lícito concluir que ellas han sido, por encima del reconocimiento que han recibido, factores fundamentales en los esfuerzos por alcanzar una vida mejor en todas partes del planeta. Personas, familias y comunidades mucho deben a estas iniciativas. El que la pobreza y otros males del mundo no hayan sido erradicados no debe impedir valorar el carácter y la extensión de sus aportes, así como la entrega de muchos de sus trabajadores que entregan sus vidas a causas nobles, muchas veces a cambio de un modesto salario.
Si aceptamos la perspectiva de que el planeta está en un punto de inflexión, y que las acciones de hoy serán decisivas para el rumbo que tomen las cosas en los próximos años, es necesario insistir en la necesidad de que las ONG incrementen y profundicen su acción en todo lugar donde ello sea posible. Las luchas por la democracia y la justicia, por los derechos humanos, por la sostenibilidad del planeta, por la mejora de la convivencia y de la calidad de la vida sugieren que necesitamos organizaciones no gubernamentales y activistas por mucho tiempo. En medio de los conflictos que son el signo de las sociedades, las ONG están llamadas a continuar siendo los necesarios factores de intermediación y de la buena voluntad que tanto demandan los tiempos en curso.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional