Hace 26 años, en la ciudad bosnia de Srebrenica, se cometió la mayor masacre ocurrida en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. También el mayor encubrimiento orquestado por la Secretaría General de las Naciones Unidas, con la colaboración de los principales países miembros de su Consejo de Seguridad.
Me explico. Por aquellos días, mientras las Naciones Unidas celebraba con legítimo orgullo el desmantelamiento del abominable régimen del apartheid en Suráfrica, lord Peter Carrington y el canciller portugués José Cutileiro, en representación de la Comunidad Europea, proponía un plan de paz para Bosnia y Herzegovina, cuyo punto central era la partición del país en tres distritos autónomos delimitados exclusivamente por razones étnicas y religiosas. Es decir, un inadmisible apartheid en plena Europa de Maastricht, a pesar de que con esta cantonización se violaba la integridad territorial de una nación independiente y soberana, reconocida como tal por las Naciones Unidas.
De la mano del Reino Unido y Francia se pretendía repetir la infame capitulación de Münich en 1938, cuando con el argumento de apaciguar a Hitler y evitar la guerra se autorizó a la Alemania nazi a ocupar, sin oposición alguna, el territorio checoslovaco de los Sudetes. Poco después los hechos demostraron que en lugar de satisfacer la voracidad del Führer, la debilidad franco británica lo estimuló a incendiar a Europa. Los mismos gobiernos que en todo momento se negaban a levantar el embargo de armas a las repúblicas de la antigua Yugoslavia acordado por el Consejo de Seguridad, que en realidad solo afectaba a Bosnia y dejaba al gobierno de su presidente, el musulmán Alija Itzebegovic, a merced de Slobodan Milosevic y Radovan Karadzic, los carniceros de los Balcanes. Un acto que a principios de los años noventa del siglo pasado repetía la claudicación europea de entonces, que llevó a Winston Churchill a afirmar que «todo ha terminado para Checoslovaquia, que triste y solitaria retrocede en la oscuridad…»
El Reino Unido y Francia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, fueron aun más lejos al imponerle al Consejo de Seguridad su tesis de que defender los derechos de Bosnia equivalía a facilitar la creación de un Estado islámico en el corazón de Europa. Como si de repente, así como así, más de la mitad de la población de Bosnia dejaba de ser europea por el simple hecho de ser musulmana. Nada importaba que pocas capitales europeas fueran tan multirreligiosas, multiétnicas y tolerantes como Sarajevo, la misma hermosa y acogedora ciudad donde en 1984 ellos participaron en los Juegos Olímpicos de Invierno.
Durante el desarrollo de la tragedia en la antigua Yugoslavia tuve el privilegio de representar a mi país, Venezuela, como miembro no permanente del Consejo de Seguridad. Esta circunstancia me permitió conocer íntimamente cómo, bajo el liderazgo del Reino Unido y Francia, la comunidad internacional le negó a Bosnia el derecho a la defensa que le asigna la carta de las Naciones Unidas, primer paso para dejar a Bosnia indefensa ante Milosevic y Karadzic, resueltos a imponerles al mundo su visión ultranacionalista de una Gran Serbia, cristiana y excluyente de todo lo que no fuera «serbio». Pero más allá de las terribles consecuencias generadas por esa política de limpieza étnica aplicada por Serbia en Bosnia, que condenaba sin remedio a las Naciones Unidas y a su Consejo de Seguridad por su indiferencia ante el sufrimiento de la población musulmana de Bosnia, la impunidad con que pudieron actuar en esa abandonada nación las autoridades civiles y militares serbias, contribuyó a reforzar el resentimiento de los musulmanes más radicales en otros lugares del planeta. Hasta el extremo de que pagamos desde hace años aquella culpa y todos sufrimos sus consecuencias políticas, militares y éticas. No es nada casual que la oleada de actos terroristas de raíz musulmana que hoy mantienen en vilo a los gobiernos de todo el mundo se hayan desatado después de Bosnia, no antes. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que la responsabilidad de Occidente en esta terrible circunstancia es incalculable.
En abril de 1993 fui designado al Consejo de Seguridad de la ONU para encabezar una misión del organismo a Bosnia, la primera vez que el Consejo de Seguridad enviaba una delegación de embajadores a evaluar sobre el terreno la realidad de una guerra en pleno desarrollo. Me acompañaban los embajadores de Rusia, Francia, Hungría, Nueva Zelanda y Pakistán, y un grupo de periodistas de los más importantes medios de comunicación internacionales. Juntos pudimos comprobar, primero en Sarajevo y luego en Srebrenica, la monstruosidad de la agresión serbia y los atroces crímenes cometidos por las autoridades serbias en el marco de una fanática depuración étnica, auténtico genocidio, que incluía la violación de mujeres musulmanas como política de Estado.
El propósito central de nuestra misión fue conocer lo que sucedía en Bosnia, donde ni el Consejo de Seguridad ni los efectivos militares de la ONU desplegados en la antigua Yugoslavia estaban autorizados a intervenir para restablecer el suministro de electricidad, agua, gas y ayuda humanitaria a la población civil, sometida, además, a los efectos devastadores de los continuos ataques de la artillería serbia.
El 16 de abril habíamos comenzado dando el primer paso en esa dirección al designar a Srebrenica como área segura, pero al marcharnos de Bosnia tuve que declararle a la prensa internacional que a pesar de ello la ciudad era en realidad una cárcel abierta donde se cometía, con impunidad total, «un genocidio en cámara lenta». Dos años más tarde este crimen de lesa humanidad se completó cuando entre el 11 y el 13 de julio, las tropas serbias, bajo el mando del execrable general Ratko Mladic, asesinaron a 8.000 personas. En la actualidad, Mladic y Karadzic penan cadena perpetua en la cárcel de La Haya.
Ayer, 11 de julio, se cumplieron 26 años de aquella tragedia que no debió haberse producido si los gobiernos europeos, que en 1991, a la hora de fijar posición ante el naciente conflicto bosnio, anunciaron a tambor batiente que había llegado «la hora de Europa, no la de los americanos», hubieran cumplido ese compromiso. Años después, en 2004, Carla del Ponte, fiscal del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia me invitó a participar como testigo de cargo en el proceso que se le seguía al exjefe de Estado serbio Slobodan Milosevic. En esa ocasión le pregunté por qué no había invitado también a los representantes de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y ella me dio una respuesta reveladora: «Los invité, pero se excusaron porque según me dijeron no podían haber previsto que una masacre como esa pudiera producirse en Srebrenica». Mi respuesta fue terminante. «Ellos mienten», le dije, y ella estuvo de acuerdo.
«Estamos al tanto de las repetidas advertencias que usted repitió en varias intervenciones en el Consejo, advirtiendo de lo que terminó sucediendo. Lamentablemente, no hay manera de castigar a los representantes de los gobiernos que hicieron posible ese genocidio».
Con profundo dolor recuerdo esta fecha, sobre todo porque en abril de 1993, en nombre de las Naciones Unidas, le garanticé al pueblo bosnio reunido en una escuela de Srebrenica para escuchar nuestro mensaje, que representábamos al Consejo de Seguridad, cúpula política del mundo: «Estamos aquí para decirles que los protegeremos».
Dos años después los mataron a todos. No fuimos capaces de evitarlo.
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