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Mercedes Pardo: esa otra abstracción

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Por ALBERTO FERNÁNDEZ R.

I. Mujeres y modernidad

La abstracción geométrica encarna la imagen dominante de la modernidad artística en Venezuela. Pasó de vanguardia a una suerte de arte oficial cuando, entre los años cincuenta y ochenta del siglo XX, dominó el espacio público venezolano al instalarse de manera privilegiada en los muros de los principales edificios estatales y privados. La geometría constituye un fenómeno artístico-político que, en América Latina, solo puede compararse con el muralismo mexicano; basta pensar en el papel que desempeñaron los omnipresentes Alejandro Otero, Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez, análogo al de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Por ello, resulta tan significativo que —en paralelo— un grupo de mujeres haya desarrollado otra abstracción, que no fue estrictamente geométrica ni cinética.

La modernidad venezolana, así como la sociedad que la engendró, fue eminentemente patriarcal. Es decir, se fundamentó en el dominio del hombre heterosexual, y la exclusión sistemática de todo aquel que no encajara en esa categoría. Ese hombre es quien ha conquistado la naturaleza, ese hombre es quien ha gobernado a los otros. Una situación que poco ha cambiado en la actualidad, como lo evidencia el escaso avance de las reivindicaciones feministas y de las minorías sexuales en el país. El arte y su historia no han sido la excepción. Solo así se entiende la ausencia de mujeres en el proyecto de integración de las artes del arquitecto Carlos Raúl Villanueva en la Ciudad Universitaria de Caracas, que una artista fundamental como Gego no haya gozado del mismo protagonismo que sus contemporáneos, o el silencio alrededor de las obras homoeróticas que Otero realizó antes de morir de SIDA en 1990.

Las mujeres artistas, si bien participaron activamente e hicieron aportaciones fundamentales, ocuparon un papel secundario en el proyecto moderno. Esto no quiere decir que hayan sido marginales; al contrario. Sobre todo, desde los años sesenta, muchas se insertaron y fueron reconocidas por los círculos intelectuales, así como también gozaron del favor de las instituciones, la crítica y el mercado. Solo que no de la misma manera —privilegiada— que los hombres. Es decir, fueron secundarias en el sentido que no tuvieron las mismas oportunidades que sus compañeros, a quienes el medio incentivó a practicar la geometría, cuya pureza formal la convirtió en el mejor significante de ese país utópico financiado por el petróleo. Lo interesante —y paradójico— es que dicha situación de exclusión de alguna manera dejó en libertad a la creatividad de estas artistas. Podría decirse que, en parte, esa cierta desatención de la cultura oficial les permitió explorar y crear sin dogmatismos.

Esa otra abstracción es significativa por la función que cumple en el relato del arte venezolano. Una función diferente a la de las formas geométricas rigurosas y las tradiciones artísticas que frontalmente se le opusieron o cuestionaron su posición hegemónica. Esa otra abstracción se caracteriza por no aspirar a la perfección formal y no buscar la ilusión óptica de lo cinético, si bien en ella subyace la geometría como estructura. Las obras de Gego, Mercedes Pardo o Elsa Gramcko no encajaron en el canon dominante, e incluso por momentos llegaron a —felizmente— desbordarlo, por lo que no siempre fueron útiles para comunicar esa idea de modernidad que la clase dirigente creyó posible. Entonces, por qué no pensar esa otra abstracción como imagen de ese país que germinó en paralelo a la Venezuela utópica. Su función es servir de significante a ese país moderno pero colateral, improvisado y precario, que durante tanto tiempo —como las mujeres— ha estado desatendido.

II. Color, espacio y poesía

La obra de Mercedes Pardo (1921-2005) es afín a la poesía. Esto, pese a que el grueso de las imágenes que produjo se inscriben en la tradición abstracta, un arte que objetivamente remite a su propia materialidad, en el que no es posible leer nada más allá de la materia. Esta afinidad es especialmente latente en su obra madura, las pinturas en acrílicos y las serigrafías que la artista describió como “acorde(s) de colores que vibran en una misma intensidad” (1). Es decir, concebía esas piezas como composiciones que se desplazan entre lo visual y lo auditivo, como si fueran canciones silenciosas que solo revelan sus rimas a través de la mirada. Aquí es preciso anotar que las casaciones son, en esencia, poemas.

Entre 1941 y 1944, Pardo se formó académicamente como artista —exactamente como pintora— en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, bajo la dirección de Antonio Edmundo Monsanto. Gracias a una beca gubernamental, viajó a París en 1949 para continuar su formación, tomando cursos de historia del arte en el Museo del Louvre y de pintura en el taller de André Lhote. Esa estancia en la capital francesa fue decisiva. Allí ejecutó sus primeras piezas abstractas: imágenes en las que formas sólidas de color —que no son rigurosamente geométricas— se distribuyen de manera armónica en el plano, y cuyo análisis señala cómo en ellas está presente el germen de su obra madura. También, allí se reencontró con antiguos compañeros de escuela, entre ellos Alejandro Otero, con quien se casó en 1951 y al año siguiente regresó a Venezuela.

Experimentó con el informalismo y el tachismo, así como con técnicas tan variadas como el óleo, la acuarela, la impresión sobre papel, el collage, el esmalte sobre metal y el vitral. Hasta que encontró su propia voz artística. Hacia finales de los años sesenta, Pardo concretó sus acordes de colores, esos bellos poemas visuales que llevaron a José Balza a definirla como una “colorista excepcional” (2). No exagera. Desde ese momento, el color fue el centro de su quehacer. Específicamente, el color “ubicado en el espacio” (3), utilizando sus palabras. Y es que, a través de ese elemento pictórico, ella reflexionó sobre el espacio como concepto, ese que despertó tanto interés entre los abstractos y que de alguna manera une las trayectorias divergentes de esa brillante generación. En ese proceso de encuentro fue definitiva su incursión en la serigrafía y luego en el acrílico, pues estos le dieron la posibilidad de trabajar el color en capas, que son la unidad estructural de todo su lenguaje artístico. Dichas capas, nítidas y precisas, le permitieron configurar un espacio plagado de tensiones y movimiento, que reta la percepción del espectador. En él se escenifica el juego entre lo que se ve y lo que se oculta, pero sobre todo, el de imaginar lo que apenas se insinúa.

Aquí resulta pertinente volver a la pregunta que se hizo María Fernanda Palacios: “¿Por qué ocurrió entonces y no antes?” (4). Se refiere a las razones por las que tardó cerca de dos décadas en encontrar esa voz. Pardo dio pistas al respecto: “No puedo separar la enseñanza, el cuidado de mi esposo y de mis hijos, y mi propia labor artística” (5). Unas razones ligadas a las obligaciones que se le imponían —y aún se le imponen— a las mujeres. Ella compaginó el arte con los trabajos domésticos, dividiendo el tiempo entre el taller y el hogar. Así como con la pedagogía, otra labor eminentemente femenina, como todas las relacionadas al cuidado de la sociedad. En su faceta como educadora de la sensibilidad, destaca su papel en la Escuela Cooperativa de San Antonio de los Altos (6), esa población incrustada en El Ávila, en la que pasó la mayor parte de su vida. Integró el grupo de vecinos que fundó la escuela en 1962 y se encargó de la formación artística. Previamente, creó la sección pedagógica del Museo de Bellas Artes en 1959 y, en la misma línea, ya en los años setenta, impartió talleres de pintura para niños en la Fundación Mendoza y luego en barrios de Caracas con el apoyo institucional del Banco del Libro.

La afinidad con la poesía radica, en gran medida, en esa sensación de dinamismo que transmiten sus obras. Una sensación que tiene su origen en el proceso de construcción de la imagen. Pardo explicó que “al relacionarse unos con otros, los colores, como las personas, conversan” (7). Es decir, la disposición de los diferentes colores en el lienzo o el papel es lo que genera esa impresión de ritmo o vibración. Para lo cual, concretamente, acumuló capas de color en el soporte siguiendo dos estrategias básicas de composición: la armonía (equilibrio) y el conflicto (desequilibrio). Por ello, no todos sus acordes vibran de la misma manera. Si bien tienen en común que “esa vibración que se produce es emocional” (8). Ahí otro punto de encuentro con lo poético: la capacidad de conmover.

III. Geometría humana

Asimiladas por el movimiento cinético, las obras abstracto-geométricas tomaron la morfología de máquinas visuales que, al ser activadas por la acción conjunta de la mirada y el desplazamiento del espectador, producen ilusiones ópticas. Fue así como la mayoría de los geométricos se volcaron en la búsqueda de efectos cada vez más sofisticados, mayormente relacionados con conceptos como el ritmo o la vibración; y para ello se acercaron a la ciencia, a sus métodos y su rigor. Como bien lo ejemplifican las investigaciones alrededor de la energía de Jesús Soto desarrolladas entre mediados de los años cincuenta y finales de los años sesenta, que finalmente lo condujeron a esas obras capitales que son sus Penetrables. Al igual que otras mujeres artistas, Mercedes Pardo no fue estrictamente geométrica ni cinética. Su madurez artística encarna esa otra abstracción.

En esa madurez artística, Pardo explicó: “Ahora no le temo a la geometría, sino que me calma. Creo que esto pasa cuando uno la ve y la utiliza no de manera automática, sino cálida y humana” (9). Este acercamiento más humano a las formas geométricas está relacionado con que, a lo largo de su trayectoria, ella se mantuvo próxima a lo intuitivo y artesanal, y poco se interesó por los enfoques más científicos. Su obra es el resultado de su subjetiva creatividad y la no siempre previsible manipulación directa de la materia, por lo que su método admitió el error y el accidente. Tan indeseados entre las máquinas, pero tan propios de las personas. Esto es latente en la forma de las capas de color, generalmente cuadrados que tienden a lo irregular y asimétrico; así como en el uso de elementos desiguales como manchas, veladuras y líneas interrumpidas.

También se desmarcó de los cinéticos al precisar la naturaleza de la vibración presente en su obra. Porque, como bien lo diferenció, en su caso la sensación de dinamismo no proviene de ilusiones ópticas, sino de la materialidad misma de sus pinturas y grabados, de ese color fijado en el soporte. Surge de la combinación de colores, de la superposición de capas cromáticas que responde únicamente a sus necesidades expresivas. En ella no hay sistema, no hay programa; su trabajo es afín a la poesía, cercano al lenguaje libre y espontáneo. Además, esa falta de planificación hace que, en algunas de sus piezas, se produzca cierto desequilibrio o fractura de la geometría, al emplear determinados componentes de la imagen que por su forma o ubicación rompen con la armonía de la composición.

Esas anomalías, ese carácter humano que le dio a su geometría, son impensables en el arte cinético, que se proyectó teórica y formalmente perfecto, con su movimiento planificado y armónico. Y es por ello que, junto a su original reflexión sobre el color y el espacio, y la belleza en sí misma de sus poesías, su obra se revela necesaria. Ella introduce elementos de quiebre que matizan la versión oficial —y utópica— y ofrecen nuevas claves de lectura de la modernidad. Un aspecto capital, pues no hay historia sin rupturas, y la de Venezuela no es precisamente la excepción. De ahí lo urgente de volver al legado de Mercedes Pardo y las otras mujeres que desarrollaron esa otra abstracción.


Referencias

  1. Margarita D’Amico, “Mercedes Pardo: 1 x 9”, en: El Nacional, Caracas, 28/11/1969.
  2. José Balza, “La piel visual”, en: Análogo, simultáneo, Caracas, Ediciones Gan, 1983, p. 06.
  3. Mara Comerlati, “Mis colores son vitales: conversan, se pelean y cantan como las personas”, en: El Nacional, Caracas, 11/02/1977.
  4. María Fernanda Palacios, “Mercedes Pardo: Pintura y Vida”, en: VV.AA., Moradas del color, Caracas, Fundación Galería de Arte Nacional, 1991, p. 42.
  5. Mara Comerlati, Op. Cit.
  6. Su nombre actual es Escuela Comunitaria de San Antonio de los Altos.
  7. Mara Comerlati, Op. Cit.
  8. Margarita D’Amico, Op. Cit.
  9. María Fernanda Palacios, Op. Cit., p. 49.

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