Por NELSON RIVERA
Toda buena entrevista guarda un acontecimiento. Si el entrevistador tiene un conocimiento solvente del autor; si el autor, a menudo declinando sus reticencias, ha accedido a responder a las preguntas que su interlocutor le formula; si se han establecido los acuerdos necesarios para que preguntas y respuestas fluyan; si los encuentros transcurren sin que se produzcan interrupciones significativas; si la mera transcripción de lo conversado se somete al beneficio de una buena edición, sin que los ajustes menoscaben el espíritu en que transcurrió la conversación, entonces lo más probable es que el resultado sea un intercambio duradero, un bien que logra sobrevivir a la condición efímera del periodismo, y permanecer en el tiempo como un objeto valioso del universo literario.
The Paris Review fue creada en 1953, en New York, por el periodista, escritor y deportista George Plimpton; el estudioso de las culturas amerindias y narrador Peter Matthiessen —ganador del Premio Nacional del Libro en 1979, por El leopardo de las nieves—; el novelista, metereólogo y cineasta Harold L. Humes; el editor Thomas Henry Guinzburg —quien más adelante sucedería a su padre al frente de Viking Press—; y el poeta y crítico literario Donald Hall, Poeta Laureado de Estados Unidos en 2006. Por 50 años, hasta su muerte en 2003, Plimpton fue, ininterrumpidamente, el editor.
En su poliédrica historia —solo un ejemplo: entre los años 1956 y 1957, la revista tuvo su sede en un barco de carga—, un hecho sella el camino de The Paris Review hasta nuestro tiempo: Plimpton pide a los ingleses Philip Nicholas Furbank y F. J. H. Haskell que entrevisten a Edward Morgan Forster (1879-1970), para la primera entrega, correspondiente a la primavera de 1953 (edición que incluye dos textos de George Steiner). El encargo de Plimpton está claramente señalizado: debían interrogar al novelista sobre horarios, rutinas, métodos de trabajo, origen de las historias o temas, cuestiones técnicas de la escritura, facilidad o dificultad para escribir, edición de los textos y otros temas, como punto de partida para indagar en las visiones de mundo, en los vínculos con otros autores y obras, en el modo en que cada autor entiende su inserción en la república de las letras.
Aquella idea, común en nuestro tiempo, de indagar en la cocina literaria, aparecía como novedad en aquellos años. Writers at Work —Escritores en el trabajo— se convertiría, muy pronto, en uno —no el único— de los atributos resaltantes de la personalidad editorial de la revista. En la segunda edición, verano de 1953, el entrevistado fue Francois Mauriac; en la del otoño, Graham Greene; en la de invierno, Irwing Shaw. Y así ha continuado, con disciplina asombrosa, hasta nuestros días (Enrique Vila-Matas fue uno de los entrevistados del 2020).
La admirable edición de El Acantilado
Desde mediados de los años 70 comenzaron a publicarse selecciones de las entrevistas. Al propio Plimpton se debe una primera antología publicada en 1974 (Estados Unidos), que la editorial Kairós tradujo en dos volúmenes —cada uno con diez entrevistas—, con el título de Conversaciones con escritores, en los años 1980 y 1981. Años después —1996—, en Argentina, la editorial El Ateneo publicó al menos cuatro selecciones: una, Confesiones de escritores. Los reportajes de The Paris Review. Narradores 1, prologada por Luis Chitarroni. Una segunda, Narradores 2, prologada por Carlos Eduardo Feiling. Una tercera, con el rótulo de Nueva novela norteamericana, con prólogo de Rodrigo Fresán. Y, una cuarta, dedicada a escritores latinoamericanos, presentada por Noé Jitrik. También conozco una selección de 18 entrevistas, publicada por El Aleph Editores en España (2007), a cargo del crítico Ignacio Echevarría. Es probable que haya otras ediciones en nuestra lengua.
La edición que El Acantilado puso en circulación en diciembre de 2020 es una especie de gran acorazado: contiene cien (100) entrevistas, publicadas entre 1953 y 2012, distribuidas en dos volúmenes que sobrepasan las 2.800 páginas. La escogencia es notable: un centenar de los autores más reconocidos, admirados, leídos y premiados. Están buena parte de los que se reconocen como mejores entre los mejores.
Salvo la semejanza que hay entre las preguntas dedicadas a los hábitos de trabajo, las fuentes creativas y el vínculo de cada autor con sus obras y personajes, la mayoría de las entrevistas es inequívoca en su especificidad, en su dinámica y en la experiencia que arroja. De algunas de ellas puede decirse: son un espectáculo para la inteligencia, bajo la lógica de preguntar y responder. Predomina el esfuerzo por evitar la pregunta vana. A menudo el entrevistador es un experto en la obra y en las declaraciones previas del autor. Los que interrogan —escritores, críticos, poetas, filólogos, biógrafos, editores, profesores universitarios— no improvisan. Hay un arte de la pregunta, cuyo fundamento es la investigación, el conocimiento detallado de los libros y la trayectoria del entrevistado.
No solo hay un ars quaelibet —un arte de preguntar con tino— sino un ars respondens, que es, a fin de cuentas, la magia verbal que hace de ciertas entrevistas piezas excepcionales: refinamiento en la expresión, deseo acuciante de poner las cosas en su sitio, de limpiar el camino de lugares comunes, una necesidad casi imperiosa de sacar del terreno las fórmulas dilemáticas o reductoras. Y es justo porque el autor tiene un interés, que cada entrevista es un acontecimiento: escenificación irrepetible, intercambio donde el entrevistado, ante las preguntas de un experto, da lo mejor de sí: concentrado, breve y claro. Casi sin excepción, en todas se habla de los inicios, vocaciones, apreciación de los críticos, amistades literarias, influencias, métodos de trabajo, fuentes, obras admiradas, editores. Abundan las anécdotas de vida. Unas pocas entrevistas —Brodsky en el primer tomo, Walcott y Steiner en el segundo— deslumbran por la riqueza y el desbordamiento de las ideas: llevan la entrevista hasta su más alto límite: ese lugar donde es posible considerarla una variante del ensayo.
Tendencias perceptibles
A pesar de la imposibilidad de formular cualquier generalización que englobe al centenar de entrevistas, varias tendencias son persistentes. La primera, muy recurrente, es de incomodidad y hasta rechazo de las preguntas sobre las influencias: las niegan o desmontan de forma taxativa. Los escritores se perciben a sí mismos como creadores únicos de sus obras. Pocos aceptan sus antecedentes literarios. O, cuando los reconocen, los delimitan de algún modo.
Otra corriente que reaparece casi unánime: el rechazo a los críticos. Dicen: no son más que cotillas. O, si la obra no se adapta a sus criterios previos, los condenan. O hacen interpretaciones excesivas: los autores sostienen que los críticos escriben sobre libros que no han escrito. O: no me interesa, no los leo. Muchos coinciden: los críticos atribuyen intenciones o teorizaciones ajenas a la voluntad del escritor.
Vinculada con lo anterior, cabe anotar la tercera insistencia de los escritores, específicamente los narradores: trazar una gruesa línea divisoria entre el creador y sus personajes. Los autores insisten: no soy mi personaje.
Otra corriente que reclama ser anotada: se repite una cierta hostilidad hacia el periodismo. Se producen negativas previas, extremas condiciones, prácticas de revisión, idas y vueltas de los originales. Podría sintetizarse así: al escritor no le gusta la superficialidad del periodismo. Y aspereza ante la presencia de la grabadora. Aunque, hay que decirlo, a veces el entrevistado se sorprende por el conocimiento que el entrevistador tiene de su obra.
Otras: la presunción-experiencia entre los novelistas de que los personajes toman el control de la narración (idea que provoca la iracundia de Nabokov). Entre los narradores, Hemingway se erige como la referencia más repetida y avasallante. Si este recorrido permite alguna conclusión, diré: Hemingway podría ser el más influyente, admirado y controvertido narrador del siglo XX. Además de los grandes novelistas del XIX, especialmente los rusos, Faulkner, Joyce, Woolf, Proust y Nabokov gozan de amplia reputación literaria entre sus colegas. Menos mencionados, Anton Chéjov y Eudora Welty podrían encabezar el ranking de los cuentistas. Entre los poetas, dos potentes faros: Frost, por sus poemas incomparables; Auden, por su aguzada inteligencia.
Una hipótesis para concluir estas notas: pasan las generaciones y los autores. Cambian muchas cosas en el mundo y en la experiencia, pero hay ciertas preguntas —ciertas ambiciones— que el periodismo hace a los escritores que permanecen sin variaciones, inalteradas e ineludibles.
*The Paris Review. Entrevistas (1953-2012). Volúmenes 1 y 2. Traducción del inglés: María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín. Ediciones El Acantilado, Quaderns Crema S.A. España, 2020.
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