La crudeza de los tormentos acaecidos sobre Venezuela en 1814 lo catalogan como uno de los ciclos más nefastos de la historia. De los momentos relevantes que se registran, destaca el sucedido en la sabana de Urica, cuando, previo a la importantísima batalla del 5 de diciembre, el general guariqueño Pedro Zaraza acuñó la sentencia que se convirtió en leyenda y cambió el destino de aquel año, considerado el más aterrador de toda la gesta independentista: “Hoy se rompe la zaraza o se acaba la bovera…” Poco tiempo después, entre el fragor de aquella lucha, el valeroso llanero, rompiendo las filas realista y a todo galope, lancea en el pecho y da muerte al temido José Tomás Boves, caudillo que azoló cual leños a la causa patriótica, haciendo añicos a sus ejércitos y desperdigando la ruina.
Hoy, cuando se conmemoran los 200 años de la Batalla de Carabobo, es sumamente preocupante la poca consideración que cobra esta fecha. Desde el punto de vista historiográfico, es capital su envergadura, ya que marcó un hito: Venezuela rompió definitivamente con la condición de colonia de España, aquel que nos había creado y dado el material principal para forjar una identidad a lo largo de tres siglos. Facultados de independencia, desde entonces solo nosotros hemos sido responsables del camino de nación que hemos vivido. Nuestro presente es una larga y aparatosa ilación de sucesos en las circunstancias propias de un país que da tumbos en esa búsqueda de una conformación y de la auténtica construcción de su destino. En la sociedad, tenemos una responsabilidad al ser entes activos en el estado, no puede existir un país que sea fuerte si sus habitantes no alcanzan el desarrollo social que se requiere para ir regenerando la fibra esencial con la que se consigue el bienestar y la evolución moral; en tal sentido, desconocer la historia y no asumir los hechos integrales del gentilicio sencillamente corroe las ya debilitadas estructuras que como nación nos soportan.
El año 1983 es recordado por muchos como el rutilante, solemne y altivo período de celebración por los 200 años del natalicio de Simón Bolívar. En los hogares, las escuelas, los medios de comunicación y desde la institución gubernamental se fomentaba a ser partícipes de toda la alegoría que estaba dedicada a honrar a ese personaje de importancia universal. Venezuela era una orgullosa fiesta multicolor, el espíritu de venezolanidad desbordaba por doquier; nos sentimos parte de esa herencia incalculable que nos fue otorgada por ese visionario estadista, quien lideró un proceso que se extendió por cinco naciones y que es posiblemente la obra político militar de mayor repercusión en América.
El contraste entre la celebración de aquel bicentenario con el que deberíamos memorar en el presente es francamente desolador: el abandono, el desprecio y el desconocimiento nos han cubierto con sus vahos. Más allá de los manidos discursos gubernamentales y de una errada sectorización, asumida como identificación partidista, la contundencia de los hechos registrados son absolutamente elocuentes. Desmitificar y roer la imagen de todo lo que engloba el proceso independentista es absurdo; estamos conectados en nuestro origen republicano y social a esos acontecimientos que fueron el resultado del ejercicio de la condición de gentes libres que entendían esos venezolanos y la aspiración cívica que nació de un ideal.
Lograr que Venezuela tenga un rumbo de tierra venturosa y que se corresponda al potencial humano con el que contamos, pasa por una comprensión y una responsable actitud donde el objetivo colectivo se imponga a los intereses sectarios y que la individualización de mis necesidades no rompan un sistema equilibrado y que brinde igualdad de condiciones en materia de justicia, salud y educación a la población; luego, individualmente cada quien actué y crezca de acuerdo al merito de su esfuerzo. Es prioridad que no dejemos en el olvido nuestros valores históricos, la exaltación y la crítica desde una mirada reflexiva a nuestra cronología patria debe estar presente en la instrucción escolar y ciudadana junto al conglomerado de características que nos distinguirán como gentilicio. Somos autónomos de apreciar o no lo que hicieron en el pasado los independentistas, pero sin una análisis riguroso de esa acción, ni siquiera podremos aproximarnos a imaginar pasos certeros para un mejor futuro. Miles de nacionales entregaron su vida luchando por una causa que, en mayor o menor medida, internalizaron, la entendieron necesaria y resultó la única salida. Desde finales del siglo XVIII, con la rebelión de José Leonardo Chirino o la de Gual y España, y posteriormente, con todo lo ocurrido desde 1810 hasta 1821, el idealismo y la convicción de que libres de los designios de la Corona podríamos ser realmente una país, impulsó a esos venezolanos, sin otro norte que el anhelo de libertad, a darnos un país y un camino por el que marchar según nuestras voluntades.
En el presente afrontamos una devastadora situación que hace mella en lo político, cultural, social y económico; la más lúgubre amenaza se ciñe cual nubarrones en el firmamento. La coyuntura en la que nos encontramos exige estar a la altura del reto que se requiere superar: ética, valores, disciplina e irrestricto compromiso son obligatorios para romper la angustiante situación y transformarnos en un Estado capaz de asegurar la existencia y el bienestar de los conciudadanos. Precisamente al honrar la proeza de aquellos venezolanos que, con determinación y coherencia entre su acción y pensamiento, dieron su vida en Carabobo, conseguiremos comprender el llamado urgente a luchar y que, al igual que con el general Pedro Zaraza, resulte en una nueva fáctica sentencia: ¡Venezuela será grandiosa y siempre libre!
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