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Doctorados por la tierra

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Por MARIO J. PATIÑO TORRES Y GUSTAVO J. VILLASMIL PRIETO

A los integrantes de la promoción de Médicos

“José María Vargas” de la UCV, de 1946

Nuestra educación médica atesora 258 años de rica trayectoria académica y científica que nos han sido legadas en herencia como fuente de orientación y de guía en la misión de reconstrucción del país devastado que nos aguarda. La Universidad Central ofrece para ello su experiencia en el diseño de políticas sanitarias y de planes y proyectos de educación en salud pues no es una recién llegada en tales materias. Desde 1763, a 42 años de haber sido fundada la Real y Pontificia Universidad de Caracas el 22 de diciembre de 1721 por la Real Cédula de Felipe V emitida en Lerma, esta casa ya pronto tricentenaria está formando médicos. Factor determinante en ello fue el arribo al país del doctor Lorenzo Campins y Ballester, eminente médico mallorquín.

“En nombre de la República y por autoridad de la ley…”

En aquellos tiempos era privilegio real el otorgamiento de grados académicos. Para 1809, cercanos los días de la independencia, habían obtenido el título 32 médicos. Ese mismo año recibió los de licenciado y doctor en Medicina José María Vargas, rector a partir de 1826 tras ser redenominada la nuestra como Universidad Central de Venezuela en los estatutos republicanos del 24 de junio de 1827. Tan solo un día después, el 25 de junio, el Libertador Simón Bolívar crea por decreto la Facultad Médica de Caracas. El doctorado ahora se conferiría en nombre de la República y por autoridad de la ley a todo aquel que demostrara la debida suficiencia académica ante el jurado examinador de acuerdo con sus leyes y reglamentos. Todavía tendrían que pasar más de cien años para que el ansiado diploma de doctor fuera refrendado por Venezuela misma.

Los primeros doctores de la democracia

Corría el año 1941 cuando se diera inicio en la Universidad Central y en Venezuela el primero de sus cursos de postgrado, el primero también en toda Latinoamérica. Era el postgrado de Médicos Higienistas, auspiciado por la Facultad de Medicina tras acoger el programa de formación creado en 1937 por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social confiriéndole categoría de curso universitario por decisión de su Consejo Académico. En apenas pocos años Venezuela y el mundo vivirían días auspiciosos. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial nacerían tres vigorosas democracias en países sin tradición ni tan siquiera parecida: en la India, antiguo Raj británico, en el Japón derrotado tras la hecatombe nuclear y en Venezuela, cuyos campos petrolíferos habían bombeado el crudo con el que las potencias aliadas derrotaron al nazifascismo.

Ocurrió en 1945. Venezuela se echó a la calle y poco después se dio a sí misma la primera constitución en toda su historia que no le estaba siendo otorgada ni impuesta sino que cada ciudadano mayor de edad votó siguiendo la regla áurea de toda democracia: “Un ciudadano, un voto”. Aquella fue también la constitución que primero consagró la asistencia médica al ciudadano como derecho de rango constitucional.  Venezuela moría de mengua en ciudades y campos. Eran la malaria, la tuberculosis, pero también el Chagas y la uncinariasis —esa terrible “cédula de identidad” del venezolano del campo de aquel tiempo—. La renta petrolera fluía a borbotones sin que aquel milagro alcanzara a las paupérrimas mayorías venezolanas enfermas. A la expansión de aquella economía la acompañaban, paradójicamente, algunos de los peores indicadores sanitarios del continente.

Una gran transformación tenía que llevarse a cabo y las banderas desplegadas en octubre de 1945 la prometieron. La Junta Revolucionaria emite su decreto No. 92 el 13 de diciembre de aquel año y en febrero de 1946 recibían el grado doctoral en medicina —a la usanza de la época y antes de lo previsto en el calendario académico oficial— los jóvenes médicos integrantes de la promoción “José María Vargas”. “¡Qué golilla!”, no tardaron en exclamar algunos. Oponiendo el estudio tesonero y la pasión de quien se sabía portador de una misión superior a su propia inexperiencia, aquellos médicos bisoños salieron al encuentro de un país cuyos pueblos jamás habían visto uno. No solo en el paraninfo sino también ante la Venezuela profunda se doctoró aquella magnífica cohorte de graduandos todavía recordada con el mote de “la promoción golilla”. Promoción médica que, junto a la de 1958, acaso sea la más brillante de todo nuestro siglo XX sanitario y de la que surgieron académicos de renombre, rectores universitarios, ministros y verdaderos paladines de las luchas venezolanas por el derecho a la salud.

En 1948, la larga sombra del militarismo volvería a cernirse sobre Venezuela al amparo de aquella “Internacional de las Espadas” que en Iberoamérica auspiciara la política exterior estadounidense de los primeros tiempos de la Guerra Fría. “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, exclamó el entonces secretario de Estado Cordell Hull refiriéndose al siniestro Anastasio “Tacho” Somoza, tirano de Nicaragua. En medio de aquel clima internacional y bajo el asedio de las logias militares venezolanas terminó por caer abatido nuestro primer esfuerzo por construir una democracia liberal en Venezuela. Una década habría de transcurrir para verlo resurgir, amenazado ahora también por los intereses del no menos malévolo imperialismo soviético. Pero en 1958 la Universidad Central volverá a situarse a la altura del desafío que entrañaba la construcción de una sanidad pública de alcance universal en Venezuela en la más grande épica civil que este país recuerde.

Cambiando el rostro de un país en menos de una generación

“De nada nos vale tener fondos para trabajar y crear ambientes adecuados… si no se dispone del individuo capacitado para ejecutar con eficiencia las acciones que se precisan”, señaló Arnoldo Gabaldón en su día.  Venezuela necesitaba un talento humano inexistente y su universidad lo formó. No fueron misiones médicas extranjeras las que derrotaron la malaria en Venezuela antes que nadie en el mundo, sino venezolanos formados en las aulas de nuestras universidades nacionales. A partir de 1959, ya en democracia, la Universidad Central daría forma a una oferta de estudios médicos de postgrado que veinte años más tarde, en 1981, llegaba a la treintena. Los estudios médicos de postgrado  impulsaron también un avance excepcional en la investigación universitaria. A mediados de los años ochenta y sobre todo en los años noventa, Venezuela llegó a generar más de un millar de publicaciones por año en revistas arbitrarias, las más de ellas producción de sus universidades autónomas.

El impacto de aquel esfuerzo fue contundente. Entre 1962 y 1965, Venezuela sumó dos años a la esperanza de vida al nacer de sus ciudadanos y haría posible que tres de cada cuatro partos en el país fueran asistidos por médicos en hospitales y ya no por empíricos en ambientes insalubres. Hitos en la historia sanitaria del mundo que hicieron que la vida de la generación de nuestros padres y de la nuestra fuesen absolutamente distintas a la de nuestros abuelos. No con “misiones”, consultorías internacionales, “outsourcings” o políticas sanitarias “llave en mano” como se forjaron la modernidad sanitaria venezolana y su universalización. Ambas nacieron del pensamiento sanitario gestado en nuestras universidades públicas y sus facultades de Medicina, con la Universidad Central como señera. Una  potencia académica que fue capaz, en medio de grandes vicisitudes, de formar talento a cuya exportación hoy asistimos con tantos de sus egresados insertados con éxito en ambientes médicos de clase mundial. Las universidades nacionales y experimentales venezolanas en las que se ofrecen estudios de medicina han visto partir a más de 30.000 de sus titulados —más del 40 por ciento de los registrados en el país— como parte de la dolorosa diáspora de casi seis millones de connacionales que buscan un lugar en el mundo al cual tributar un talento que en otro tiempo se vertió en la Venezuela promisoria que una vez fuimos.

No hay “camino real” para ser médico

La educación médica en la Universidad Central nació bajo el signo de la perpetua renovación de sus pensum de estudios haciendo del currículo su mejor instrumento de política educativa. Desde el inicio del nuevo milenio se vino atesorando un importante cuerpo de doctrina y una notable experiencia en el diseño de currículo por competencias profesionales en nuestra Facultad de Medicina de cara a los desafíos de la práctica médica en estos tiempos.

Desde hace dos décadas vienen operando intentos sistemáticos de aniquilación de todas las instituciones venezolanas, las universidades y su autonomía incluidas. Alegando un pretendido “cambio de paradigma” en la educación universitaria y muy especialmente en la educación médica, en 2005 se da inicio en el país a la enseñanza de la medicina fuera de las escuelas universitarias formales con los programas nacionales de Formación en “Medicina Integral comunitaria” (Pnfmic) y de Formación Avanzada (PNFA) equivalentes al postgrado. A contracorriente de nuestra mejor y más noble tradición médica, se dio paso a un modelo perverso basado en la idea de una pobre asistencia sanitaria para el venezolano pobre. Modelo que segmenta y que excluye a amplios sectores de la población privándolos de la atención a cargo de profesionales calificados y competentes conforme el legado de nuestros más de 250 años de historia en educación médica venezolana.

Ante las realidades de la Venezuela de hoy se impone como obligación institucional para nuestra universidad ayudar a corregir las incuestionables deficiencias académicas y de desempeño para el ejercicio cabal de la profesión de los egresados del Pnfmic y el PNFA. Nuestra universidad ha de dar un paso al frente y ofrecer su concurso para la construcción de grandes acuerdos nacionales en torno a una formación académica llamada a remediar las limitaciones de tales programas y de sus egresados con generosidad, pero también con rigor académico. Como en la geometría, en la medicina tampoco hay “camino real”. El grado de médico no lo otorga el poder sino el mérito. No se pueden formar médicos por decreto. Se requiere estudio, trabajo, dedicación y práctica. A la UCV la respalda la solvencia de su largo historial de compromiso con el país real y el mismo indoblegable espíritu que la animara, como hace 75 años, a poner al servicio de Venezuela a sus mejores alumnos en un esfuerzo noble por garantizar la universalidad, la mayor calidad posible y la equidad en la provisión de atención médica al ciudadano si discriminación alguna.

De vuelta a la tierra venezolana, las azules boinas

La misión de nuestra universidad y la de su Facultad de Medicina debe seguir siendo la de incrementar significativamente en los próximos años la formación de personal sanitario competente y comprometido con los más altos principios de calidad, de equidad y de justicia sanitaria. La obra magnánima de quienes nos precedieron yace hoy destruida. Llegado el momento, la Universidad Central volverá a estar a la altura de su propia historia formando a las generaciones médicas que la restaurará hasta reponerla la altura del país que tenemos derecho a volver a ser.

A evocar la gran épica médico sanitaria venezolana que diera inicio al conjuro de una aún incipiente democracia hace tres cuartos de siglo, honramos el inmenso servicio que a su sanidad pública ha prestado nuestra ya casi tricentenaria casa. Épica venezolanista ejemplificada en aquellos jóvenes graduados de 1946 que recorriendo sus caminos a lomo de bestia abatieron en menos de una generación las terribles endemoepidemias rurales que mucho mejor que los historiadores contaron nuestros novelistas. Vivimos tiempos recios. A la hora señalada, el médico venezolano volverá a refrendar sus títulos, como hace 75 años, también ante la Venezuela profunda que desde su dolor le reclama.

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