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A pocos pasos de la mar

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Vivo recordando a Jorge Manrique. Este país se ha olvidado de que fue un poeta castellano autor de las célebres Coplas a la muerte de su padre. Las primeras palabras de Borges, en su Funes el memorioso, son: “Lo recuerdo”, e inmediatamente escribe este paréntesis: “Yo no tengo derecho a pronunciar este verbo sagrado, solo un hombre en la tierra tuvo ese derecho y ese hombre ha muerto”. Yo me tomo la licencia de reproducir la primera estrofa de las Coplas y no separo los versos con esas feas barras. Leed, pues:

“Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Voy a escribir sobre lo que conozco hasta en sus límites más remotos: lo que me asusta y lo que me duele. Un desnudo sin florituras, violento, desollado. Y como en cosas de miedos y dolor los humanos compartimos algunos temas, es fácil que la vida nos toque en algún punto débil.

Memorias del olvido, de la infancia que recuerda la tristeza, los  pesebres navideños, con pocas luces, la adolescencia virginal, mis hermanos en la tumba, o en cenizas, como ella, Irma, la poeta del anhelo que jamás llegó, el dolor cuya mano me lleva por aquí. Todo se cuenta en páginas en blanco con letras negras, páginas negras con letras que luchan por salir, líneas que se quedan agazapadas en los márgenes, párrafos de las terribles noches de insomnio.

La vida no se entiende sin el hombre. Lo humano inunda todos los rincones de nuestro mundo. Todos nacemos vulnerables y desprotegidos pero revestidos de dignidad. Estrenamos libertad y aceptamos nuestra obligación de vivir. Todos fuimos premiados con la misma suerte: la de ser hombres. Los conceptos de libertad y dignidad humana son claves para poder acercarnos al dolor y el sufrimiento humanos. Son dos de nuestros grandes tesoros. Nuestra libertad necesita el servicio de nuestra voluntad para aspirar a ser más humano. El hombre solo se reconoce libre, y cuando se siente cautivo de alguien o algo, se revela en lo más íntimo de él.

Así le decía Don Quijote a Sancho: “La libertad es uno de los más preciosos dones que los cielos dieron a los hombres, con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar; por la libertad como por la honra se puede y debe aventurar la vida”. Por conocernos sujetos libres, no podemos modificar las condiciones o reglas de nuestra partida en la vida. Nadie por nosotros podrá vivir nuestra propia vida y por tanto enfrentarse a la provocación del dolor y a la prueba del sufrimiento.

El precio de nuestra libertad es que podremos ser felices, pero de igualmanera, podremos sufrir.La dignidad es el atributo primero de cualquier hombre. Es la joya que encerramos cada uno de nosotros. Nadie puede renunciar a la dignidad que le ha sido regalada. Es triste observar cómo la mancillamos en tantas ocasiones. En estos malos tiempos para la dignidad humana es más preciso, si cabe, su defensa y admiración. Por ella somos capaces de lo mejor. En palabras del filósofo Kant: “La humanidad misma es dignidad: porque el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre a la vez como fin, y en esto consiste precisamente su dignidad en virtud de la cual se eleva sobre todas las cosas”.

En tanto que somos dignos podemos vivir todo lo que le es propio al hombre, incluido el dolor y el sufrimiento. Ningún hombre pierde su dignidad por sufrir. Hemos sido afortunados habiendo sido invitados a vivir. Los dones que se nos han concedido han sido muchos. Pero la vida humana no sería como es, si no tuviéramos la certeza de nuestra propia muerte. “El miedo a la muerte es un miedo universal aunque creamos que lo hemos dominado en muchos niveles”. Morimos porque hemos vivido y no al contrario como algunos agoreros pregonan. Somos conocedores que el dolor y el sufrimiento nos aguardan. Sucesos nos recuerdan lo inevitable de nuestra muerte y eso nos aterra de inicio. El dolor y sufrimiento son universales, inevitables, caprichosos, incomprensibles, pero fundamentalmente humanos.

La dignidad, el amor, la libertad, la justicia, la solidaridad, la alegría, la felicidad son humanas, pero de igual manera lo son el dolor, el sufrimiento, la amargura, la pena. El hombre solo puede vivir una vida auténtica si conoce por igual la caricia del amor y el zarpazo del sufrimiento. Distorsionamos la verdad sobre el hombre si pretendemos excluir las experiencias que siendo humanas no nos son agradables o placenteras. Empequeñeceríamos al hombre y lo haríamos cautivo de una gran mentira. Nos interesamos en estos momentos por el dolor y sufrimiento humanos con mayor detalle.

Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El dolor no es sinónimo de sufrimiento. Puede existir dolor sin sufrimiento, y sufrimiento sin dolor. Es frecuente encontrarlos asociados, pero indudablemente hablamos de conceptos que describen realidades diferentes. De ahí la pertinencia de encontrar una buena definición de sufrimiento. La amenaza a su integridad y el agotamiento de los recursos para afrontarla por parte de la persona, son las características que mejor definen al sufrimiento humano. Lo dice Elisabeth Kübler-Ross en Sobre la muerte y los moribundos.

Con sus hebras de paz, de una forma muy bella el santo de Hipona, describe de forma magistral el sufrimiento que padeció por la pérdida de un amigo y que claramente se diferencia de lo que entendemos por dolor físico: “¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él en un cruelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque no podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia: “He aquí que ya viene” “Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era la “mitad de su alma”, porque yo sentí también, como Ovidio, que “mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos”; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte, para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba”.

El hombre siempre ha encontrado soluciones para el dolor y el sufrimiento, y también en algunas ocasiones respuestas. Comenzaremos un recorrido por lasmismas. Dependiendo de las diferentes concepciones que se tienen del hombre y de la época histórica a que nos refiramos, podemos encontrar estas diferentes respuestas. Así para un materialista, el sentido de las cosas está ligado al obrar del hombre. El sentido termina allí donde la praxis llega a su término. En ese momento solo le queda al hombre la resignación. Para el estoico actual que acepta desde el principio voluntariamente lo que no puede cambiar, no puede entender que le pueda suceder nada que le obligue a sufrir, ya que no ha podido intervenir sobre su generación.

Nietzsche, defensor de la “Teoría moderna del caos y del azar”, afirma: “He encontrado en las cosas esta feliz certidumbre: prefieren danzar con los pies del azar”. ¿Qué necesidad existe de encontrar ningún sentido a nada si nos gobierna el imperio del azar? Este pensador, tan de moda en nuestra sociedad, nos invita a apartar la conciencia del lugar donde se sufre. A través de la meditación desaparece el yo, se anula nuestra conciencia y por tanto nuestra posibilidad de sufrir. La sociedad actual concentra sus esfuerzos en la evitación y supresión del dolor, así como en la disminución del sufrimiento. En muchas ocasiones elude el acercamiento a ambos fenómenos, por considerarlo un proceso penoso y duro.

Vivimos en una sociedad que tiende a la abolición del sufrimiento cuando puede, y a la ocultación del mismo cuando no lo consigue. Cuando no puede plantarle cara desde un punto de vista de manejo y control del mismo, y por tanto no lo puede hacer desaparecer, esta sociedad moderna se queda sin saber qué decir. Si se cae en el error de rechazar sistemáticamente el sufrimiento y el sacrificio que inevitablemente la realidad nos demanda, se puede conseguir al precio de aceptar una vida falseada en sus cimientos. El hombre se revela ante esta visión desnaturalizada de su esencia y aspira a encontrar un sentido.

La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es, ante todo, una pregunta paradójica. Ella misma es expresión de sufrimiento, de ausencia indudable del sentido del actuar, de falta de control del mismo y de desesperación ante tan gravosa situación. Posiblemente busquemos lo que el psiquiatra austriaco Víctor Frankl, superviviente del holocausto nazi, escribió: “Cualquier tipo de sufrimiento y de sacrificio que la vida nos depara, será aceptado con fortaleza por el ser humano, si sabe que detrás de él hay un sentido que puede iluminar su  significado”.

Finalmente, muchos pensadores consideran que la cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente una cuestión religiosa. Nuestra sociedad occidental de tradición judeo-cristiana, sitúa la pregunta frente a un Dios omnipotente y justo. Solo a Él es posible preguntarle: ¿cómo se armoniza el hecho de la existencia de un Dios bondadoso con la existencia de sufrimiento en el mundo?

¡Ah! Si vienes  por la Buena Vida,  no preguntes dónde encontrarla, aún estamos midiendo las horas en la clepsidra.

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