Pareciera el final de lo que se siente contra un narcogobierno totalitario como el venezolano actual. Desde el asombro y el rechazo instintivo hacia el castrochavismo disfrazado con la etiqueta de régimen demócrata sin careta, con el sincero “por ahora” pronunciado en pleno Miraflores por el golpista Hugo Rafael Chávez, mediocre paracaidista comandante de los insurgentes que se bautizaron con el intento de asesinar al presidente en ejercicio, Carlos Andrés Pérez.
El resto es consecuencia. De la reacción iracunda hasta la indignación ética hay un trecho largo y se puede autocontrolar por algún tiempo con recursos consoladores: “esto pasará”, pues podemos imitar lo que sucedió el 23 de enero de 1958, “no somos isla como Cuba”, “tenemos fronteras abiertas” y peor, “los vamos a sacar con votos”, incluso luego de ganar electoralmente tantas veces y engañados con los resultados de su oficialista CNE. En fin, una crónica ya bien conocida y en mi caso, lo confieso, traspasa duelos y llegó a fastidio vergonzante al repetirla como letanía de reclamo al fracaso continuo.
Es personal, pero quizá también es una oculta sensación nacional o internacional, la náusea me invade impidiendo un comentario medianamente objetivo, cualquiera que no sea intensamente emocional y, por eso, me descalifico para continuar en el intento de comprender analíticamente la conducta irracional de ciertos individuos, grupos, partidos, especialistas y etcéteras.
Grima incontrolable provoca la mafia del narcogeneralato apadrinado, que transformó a muchachitos del sector social más humilde y necesitado en matones fratricidas, adoctrinados criminales, autómatas obedientes a las órdenes de militares y civiles psicópatas, ambiciosos, delincuentes, cínicos, ladrones del patrimonio público en toda su dimensión. Estado fallido truhán envuelto en bandera patria, repetidor de consignas impuestas por el chulo imperio castrocubano.
Vomitivas resultan las declaraciones de seudodirigentes ex demócratas, ahora caudillos de grupetes incapaces hasta de admitir sus derrotas, insistiendo en la efectividad de sufragios ilegales y fraudulentos que anularon sus derechos humanos, ciudadanos y políticos, se conforman con su manía discursiva de oratoria vacía estorbando en lo posible el relevo generacional.
Ni hablar del patológico narcisismo más que evidente en el falso fiscal, falso poeta, falso total, que entre otras fechorías busca bloquear el derecho constitucional para practicar una autopsia independiente al cuerpo mancillado y manipulado de un ciudadano cuyo único delito fue la disidencia.
Náusea irreprimible ante la retórica patriotera de quienes presencian asesinatos, torturas, hambruna y desnutrición corruptamente mercantilizadas con bolsitas CLAP, la emigración forzosa planificada y se niegan a reconocer que solos no se puede, que Venezuela requiere activa, urgente ayuda internacional como se llame, provisional invasión humanitaria o directa.
Y un asco visceral definitivo promueve la increíble declaración de “ilegítima legalidad” pronunciada sin rubor por un reconocido abogado constitucionalista, autoetiquetado como demócrata opositor, asesor frecuente de angustiados oponentes, que en plena pantalla televisiva, todavía admite la imposibilidad de obtener resultados electorales fieles bajo la gendarmería roja, pero induciendo a obedecer el mandato oficial a votar en legislativas, presidenciales, de plebiscito, lo que sea, ordenadas por una constituyente a su vez ilegal, ilegítima, delictiva, con lo cual, cada votación la consagra ante el planeta como organismo legitimo, legal, constitucional. Eso mismo.
No es teatro del absurdo. Ni ficción de un imaginativo narrador. Es lo normal en suicidio seudodemócrata bien consagrado por sus presuntos patriotas defensores.
No queda sino la rebeldía del asco.
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