«La tragedia de un hombre que no acierta a decidirse» fue la polémica entrada en off del Hamlet de Laurence Olivier en 1948, tomada como lema para la publicidad de la película ganadora de tres Oscar de la Academia, pero cuestionada porque «de entrada, Hamlet queda definido como un pusilánime» y hay quienes consideran que el Hamlet de Shakespeare es más “sutil” y que el famoso escritor anglosajón, más que en el dilema, quiso poner el dedo en la inutilidad de las capacidades mentales y emocionales del príncipe frente a ese «algo huele podrido en Dinamarca», alertado por su amigo Horacio.
Pero escurriéndome de la tentación del cinéfilo al que le encantaría dar rienda suelta a discurrir sobre la magistral manera en que Sir Olivier le da libertad a la palabra en la película, cuya producción acabó con el mito de que no era posible llevar a Shakespeare al cine con éxito, o como aficionado a Shakespeare para discernir sobre su más famosa obra, mi intención es más modesta pues no soy ni Juan Nuño ni mucho menos Harold Bloom para meterme en tales profundidades, así que voy a ir al grano del porqué comienzo mi ensayo con la discutida frase.
Me interesa es acercarme a «la tragedia de un hombre que no acierta a decidirse», porque ese hombre que resume Olivier incapaz de «decidirse» es un personaje con el que nos tropezamos a diario. Es el mismo que calcula todo, tal vez demasiado. Que no quiere dejar nada al albur. Pero no actúa. Que olvida que la esencia de la política es el riesgo. Y que desea cerrar los ojos para un buen día despertar con todo resuelto.
Es un hombre que reconocemos encerrado en su dilema con sus atormentados pensamientos íntimos, atrapado en sus cavilaciones y su sed de venganza, convencido del culpable de su drama sin necesidad de contratar una compañía de cómicos para representar una obra que recree la tragedia que lo consume y confirmar la culpabilidad del que todos sabemos culpable. Es un hombre sin la fuerza para reconocer el drama que no logra dominar ni comprender por más y que en la búsqueda de soluciones termina descubriendo que ha empeorado las cosas. Ese hombre pudiera ser, distancias aparte, cualquiera de los líderes políticos de las fuerzas democráticas venezolanas que hoy son prisioneros de sus errores, incapaces de dar el paso de admitir sin tapujos el fracaso de su política del mantra.
Con frecuencia nos tropezamos con él en sus declaraciones públicas justificando con evasivas o explicaciones tortuosas su atrincheramiento en el fracaso. En determinados momentos lo hayamos en su pasar agachado, cabizbajo, desviando la mirada para que no descubramos la verdad en sus ojos. Hay veces en que lo descubrimos en las andanzas de algún mandadero, en los recados de sus ordenanzas poniendo a rodar su nombre subrepticiamente como para que no lo olviden a la hora en que le toque emerger a la luz pública. No cuesta nada imaginárselos en sus meditaciones, en sus soliloquios a lo Hamlet interrogándose: «¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él y que así cesen?». Para de inmediato responderse como el atormentado príncipe «Morir, dormir… Nada más; y decir así que con un sueño damos fin a las llagas del corazón y a todos los males, herencia de la carne, y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir, dormir… ¡Soñar acaso! ¡Qué difícil!».
Salir del trance del fracaso político se encuentra con los barrotes de su soberbia y su arrogancia detrás de los cuales cree esconder el temor al reclamo airado de algún joven que le recuerda los centenares de muertos de la Salida I y II, que lo ataja con los millares de detenidos, torturados y exilados, de los trances de las ofertas incumplidas del menú de salidas rápidas (los «seis meses», el abandono de cargo, la destitución, el referéndum revocatorio, la consulta del 16J, el 30 de abril, Gedeón, los Marines y, sobre todo, de la abstención paralizante). Pero al encontrarlo en cualquiera de sus modos de esconder lo que piensa, lo más sorprendente es cómo pese a admitir solapadamente el fracaso sigue incapaz de decidirse, Olivier dixit, frente al rosario de frases hechas («con delincuentes no se negocia», «esos criminales solo salen con la fuerza», «hay que obligar a la comunidad internacional», etc) sembradas en una pequeña parte de la población por el extremismo opositor en provecho del tirano.
Es un hombre que no logra advertir lo dicho por el propio Hamlet: «La conciencia, así, hace a todos cobardes y, así, el natural color de la resolución se desvanece en tenues sombras del pensamiento; y así empresas de importancia, y de gran valía, llegan a torcer su rumbo al considerarse para nunca volver a merecer el nombre de la acción”.
Me interesa ese hombre no por el sujeto mismo -a quien le reconocemos su sacrificio- sino por las consecuencias de su indecisión que nos perjudica a todos. Por eso quiero alertarlo -sin desmeritarlo- de que su sufrimiento es menor al de todo el pueblo, sus años de cárcel son menos que los del pueblo en esta prisión llamada Venezuela, su duro exilio no es ni comparable a la diáspora de todo un pueblo desgajado de su suelo y su gente. Pero dejemos hasta aquí la odiosa comparación para ir a la sustantivo: todo ese sacrificio debe servir para la meditación, para aceptado el fracaso corregir y asumir la ruta democrática y electoral como la vía para salir de esta tragedia. La historia de los grandes hombres está llena de sus errores, pero en ella destacan igualmente sus enmiendas oportunas, sus rectificaciones a tiempo que asumieron sin ambages, sin tantas vueltas. Eso justamente fue lo que los hizo grandes.
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