Escribo estas líneas la víspera del 12 de octubre, fecha conmemorativa, bajo diversas denominaciones –Fiesta Nacional de España, Columbus Day, Día de la Diversidad Cultural, Día de las Américas, Día de la Hispanidad– del arribo, en 1492, de Cristóbal Colón y sus carabelas a este hasta entonces desconocido lado del mundo. En Venezuela la llamábamos Día de la Raza, pero el revisionismo histórico chavista, fundamentado en la hispanofobia del líder galáctico y su patriotitis aguda, la rebautizó, ¡viva la revolución semántica!, Día de la Resistencia Indígena, a fin de exaltar una gesta incierta y escasamente documentada, ¡adiós, Cristóbal y bienvenido Guaicaipuro!
Hay otros hechos de especial significación a ser invocados el 12 de octubre. Y no tan distantes como el descubrimiento, verbigracia la inauguración, en 1968, de la primera olimpíada celebrada en América Latina. Al margen de los récords o del gesto contestario de los medallistas afroamericanos Tommie Smith (oro) y John Carlos (bronce) en la ceremonia de premiación, levantando sus puños enguantados de negro, saludo característico del Black Power, en repudio a la segregación racial en Estados Unidos, la edición XIX de la mayor fiesta mundial del deporte se recuerda principalmente, pues, diez días, ¡diez!, antes de arder el pebetero olímpico, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz acordó con el «tapadito» Luis Echeverría disparar contra una manifestación estudiantil, provocando una pavorosa escabechina, cuyo número exacto de víctimas aún se desconoce –de acuerdo con el portal Aristegui Noticias, Octavio Paz estimó en 325 la cifra más probable de fallecidos–. La Masacre de Tlatelolco –replicada en China (1989) por el Ejército Popular de Liberación, brazo militar del Partido Comunista, a instancias de Deng Xiaoping, al disolver en la Plaza de Tiananmén, con saldo de 2.500 fallecidos y otros tantos heridos, una concentración juvenil que reclamaba mayor libertad y la salida del primer ministro Li Peng– fue uno de los puntos de inflexión de un año inolvidable signado por la guerra de Vietnam, la Primavera de Praga, el Mayo Francés, la Revolución cultural china y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy.
Sí, 1968 fue un año excepcional sobre el cual, medio siglo después, se han escrito prodigiosas remembranzas. Ello no es impedimento para sumar voces y plumas a su evocación; pero… siempre aparece un pero. En esta oportunidad nos refiere a la atrocidad cometida por sicarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional en la sede del organismo, el pasado lunes 8 de octubre, camuflada de suicidio en relatos concebidos a la carrera –cada quien a su guisa y, en el fondo, asociados para delinquir– por el ministro del poder popular para la represión, mayor general Néstor Luis Reverol Torres y el verdugo habilitado por la asamblea comunal prostituyente, Tarek William Saab, ¡reconócelos, pueblo! No es este el primer suicidio sospechoso ocurrido en las narices de los cancerberos del Sebin. En marzo de 2015 se «ahorcó», antes de ser trasladado una cárcel de máxima seguridad, Rodolfo González, «el Aviador», detenido bajo presunción de ser uno de los articuladores logísticos de las protestas de febrero de 2014, dispersadas, a tiros y bombazos por las fuerzas pretorianas y las bandas paramilitares de Nicolás Maduro. Ahora, ¡vaya coincidencia!, mientras aguardaba, sujeto a férrea custodia, lo condujesen a los tribunales, el concejal Fernando Albán se precipitó al vacío desde un baño, según el usurpador del Ministerio Público, o desde la sala de espera, a decir del pretor Reverol. Ninguno de los dos funcionarios basó sus declaraciones en la necropsia de rigor. Se solicitó una a forenses rojos. El dictamen no podía ser distinto a la previsible confirmación de lo dicho por quienes la requirieron. Se pretendió, sin éxito, desacreditar las conjeturas en torno a una inmolación reputada de ficticia y orientada a encubrir la defunción, por asfixia o inmersión, de un ciudadano incriminado sin evidencias en el show tiranicida montado a finales de agosto en una parada militar; o, simple y llanamente, su ejecución.
Saab, mentiroso contumaz –la rima es ineludible–, cambió su versión y se alineó con Reverol a objeto de explicar lo inexplicable y no confundir a los patólogos oficialistas, aleccionados para certificar como origen del deceso las lesiones, ¿post mortem?, ocasionadas por el impacto sobre el pavimento del cadáver aventado desde un décimo piso; hay, empero, alegatos para suponer que murió a manos de sus secuestradores y torturadores antes de ser defenestrado. Estaríamos ante una puesta en escena burdamente escenificada. De allí, este titular de El País: «Indignación mundial por la muerte en comisaría del opositor venezolano». Transcribí estas palabras no por razones cabalísticas –son diez y fueron publicados el décimo día del décimo mes del año–, sino por su tácito llamado a investigar el incidente. Así y solo así se podrá castigar a los culpables materiales (los intelectuales son de dominio público) del delito consumado en las instalaciones de una organización inquisitorial de inspiración fascista, a modo de advertencia a quienes, por discrepar del pensamiento oficial, son considerados traidores a la patria, una infracción mayúscula merecedora, de acuerdo con la sumaria justicia castro chavista, de la pena capital.
A juzgar por la vocación de servidor público y el catolicismo militante de Fernando Albán, su suicidio parece inverosímil o, al menos, poco convincente. Si nos ceñimos a la lógica vindicativa de los hermanos Rodríguez, estaríamos frente a un acto de venganza revolucionaria; y toda venganza, revolucionaria o no, es abominable, más aún cuando quienes califican de asesinos a Díaz Ordaz y Luis Echeverría, mas no a Deng Xiaoping, exculpan de responsabilidad moral a los perpetradores de un crimen de lesa humanidad. Ajustados a ese razonamiento revanchista, descubrimos, sin ser Colón, que el fenecido edil metropolitano murió de maduro. Así de simple.
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