«La ideología mantiene inconsciente lo que la conciencia no puede tolerar»
Alain Besançon
Hace poco terminé de leer El fin de la inocencia, del escritor y catedrático estadounidense Stephen Koch. Durante años, el profesor Koch se dedicó a la ardua y fastidiosísima tarea de rastrear a la señora Babette Gross —comunista alemana de la primera hora y revolucionaria de oficio—, para obtener de ella un testimonio invaluable: la verdadera historia de Willi Münzenberg, el más extraordinario mentiroso del siglo XX.
Babette y Willi se conocieron en Berlín, allá por 1922, en las oficinas de la organización Ayuda Internacional de los Trabajadores, un proyecto ideado por el mismo Münzenberg con el fin de captar a los intelectuales más prestigiosos del momento y ponerlos al servicio de la URSS. Para ello emplearon la persuasión empática: una gran hambruna, gestada y dirigida por los bolcheviques, azotaba a millones de campesinos y agricultores de la región del Volga. En nombre del género humano había entonces que colaborar, expresar compasión y profesar filantropía, de lo contrario se corría el riesgo de caer en la «frialdad burguesa».
La estrategia, desde luego, funcionó. Cientos de escritores, artistas, ideólogos, profesores, científicos, empresarios y líderes de opinión de todas las latitudes se dedicaron a expandir la noticia sobre los trágicos acontecimientos del Volga, sin dejar de proclamar, en paralelo, que era necesario solidarizarse con los objetivos de la Revolución. Desde las pálidas colinas de Los Ángeles hasta los oscuros cafetines de París se empezó a coincidir en que aquel «acto de resistencia proletaria», encabezado por figuras como Lenin, Trotsky o Bujarin, representaba la tan ansiada liberación del hombre, su transformación en algo mucho más digno y elevado. Por eso, para muchos, lo que se estaba definiendo en Rusia no era tan sólo el triunfo de una clase sobre otra, sino el destino final de nuestra especie.
En poco tiempo, la maquinaria propagandística de Münzenberg —integrada por periódicos, editoriales, revistas y radioemisoras— logró convencer a la inteligencia progresista de que fraternizar con los soviéticos era prueba irrefutable de altruismo y sensibilidad. De ahí que el marxismo se ensanchara en su concepto, pasando de lo ideológico a lo místico hasta convertirse en verdad revelada, en sinónimo inequívoco del «Bien», y sus seguidores; en «gente buena».
Pero el papel de los intelectuales en los procesos o regímenes de izquierda no ha sido, precisamente, uno de bondad. A lo largo de la guerra civil rusa, los mayores partidarios de la crueldad, el exterminio y los brutales procedimientos de la Cheka no fueron ni los obreros de la fábrica ni los trabajadores del campo, sino letrados como Kámenev o literatos como Gorki. Lo mismo ocurrió con Fidel Castro, cuyo prestigio se erigió, más que con las armas, con las plumas de sus más ilustres simpatizantes: el colombiano García Márquez, la francesa Simone de Beauvoir, el estadounidense Hemingway, o, ¿por qué omitirlos?, los venezolanos Caupolicán Ovalles, Lucila Palacios, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Domingo Alberto Rangel o Héctor Malavé Mata. Pensemos ahora, ¿qué hubiera sido de la tiranía chavista sin el ascendiente de un Chomsky o la resonancia de un Assange?
Parece insólito que gente tan competente pudiera sentirse atraída por una filosofía política que aplaude la violencia y ejercita la intolerancia, pero lo cierto es que la erudición no es siempre el anticipo de una acción sensata. Diría, incluso, que no tiene nada que ver con la sensatez, sino con el nivel de devoción a la doctrina, pues para gran parte de esta «gente buena», lo que importa no es la verdad de las cosas —presente en la objetividad del mundo— sino la verdad del ideal, y en nombre del ideal es aceptable mentir, difamar y abstenerse ante la barbarie.
Mientras la vanidad siga siendo una costumbre, un hábito aceptable entre los intelectuales, el trabajo distorsivo, engañoso e ilusorio de hombres como Willi Münzenberg persistirá, íntegro, aunque pasen cientos de años. No es posible, ni esperable, además, que el marxismo cambie su dialéctica, modifique su estructura o reoriente sus propósitos. Lo que sí es posible y urgente es que cambiemos nosotros, que pensemos no en el «afuera» de la ideología, sino en el «adentro» de la conciencia.
Si los nuevos intelectuales deciden igualar su interés por el saber con su interés por la virtud, la humildad y el respeto a la dignidad humana, el cambio ocurrirá tempranamente. La mil veces repetida «superioridad moral» de la izquierda dejará, por fin, de interpelarlos.
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