I
El gusto es, en esencia, intransferible. El punto donde las cosas del mundo pierden su condición utilitaria y se transforman en placer, es exclusivamente personal. Si no hay dos sistemas perceptivos idénticos, mucho menos podría ocurrir que dos experiencias del gusto fuesen equivalentes. De aquello que nos produce un placer intenso, nos apropiamos. Cada quien lo guarda en esa trama que constituye la personalidad. Quien tiene la fortuna de descubrir un cierto sabor (se toman unas pocas hojas de romero fresco; se cortan en trozos mínimos como si fuesen cilantro; se mezclan en media taza de aceite de oliva; se abre una lata de aceitunas negras, se lavan y destilan; finalmente se untan en el aceite de romero, con la ayuda de una cuchara de madera) lo incorpora para sí. Lo hace suyo, con tal voluntad, que puede ofrecerlo a los demás, porque solo es posible ofrecer lo que se siente muy propio. Se ofrece al visitante compartir, en especial si es una persona entrañable, unas pocas aceitunas al romero, cruzadas con una botella de vino tinto. La etimología del verbo ‘ofrecer’ contiene la cualidad de la promesa, es decir, lo que puede ser aceptado o rechazado.
II
Llega el visitante. Quien recibe y quien visita se hacen parte de una misma causa: crear un ánimo común, una conversación posible para ambos. Solo cuando el ánimo se ha desplegado (como se despliega un mantel sobre una mesa), se formula la promesa: un tazón con aceitunas al romero y una copa de vino. El visitante lleva la aceituna a su boca. La retiene sin pronunciar palabra. La paladea en silencio. Toma un sorbo de vino. Lo retiene también, lo mezcla con los rastros de la aceituna que han quedado en su boca. Por un instante, el sabor de la aceituna y el vino tinto, envueltos en silencio, ocupan el espacio del mundo. La antigüedad de la aceituna (toda aceituna es portadora de una antigüedad que nos remite a los libros sagrados); la contrastante vitalidad del romero (antes que interrogar a nuestro paladar, el romero se ha batido a pulso con la aceituna y han pactado tablas); el gesto intermediador del aceite de oliva (como el pan de trigo recién salido del horno, el aceite de oliva es reconciliación, homenaje al estar juntos); la copa de vino tinto que llega para dar sentido final a todos los sabores: todas estas experiencias de lo sensorial escapan a la lengua. Son inenarrables. Muestran lo cierto que estuvo Ludwig Wittgenstein cuando advirtió que las experiencias del cuerpo sensible ocurren más allá de la potencia del lenguaje.
III
La aceituna negra, el romero, el aceite de oliva, el vino tinto: en el instante en que se mezclan, se fija la impotencia del lenguaje. Se nombran los ingredientes pero no lo que ocurre en la mezcla de ellos. Quien retiene y paladea en su boca estos sabores en estado de confluencia (son sabores que es posible diferenciar uno a uno, y experimentar fusionados, a un mismo tiempo), intuye que, diga lo que se diga, alguna frase de elogio o algunos adjetivos sueltos, siempre se traiciona la propiedad y la peculiaridad que constituye cada uno de los instantes del gusto. Wittgenstein, quien fue autor de inolvidables aforismos, escribió uno que mucho ha contribuido a su fama: cuando no se tiene nada que decir, es mejor no decir nada. Que esta prédica puede aplicarse a la experiencia de los sabores, resulta evidente. De hecho, en el año de 1932, cuando reflexionaba sobre la emoción del espectador ante la obra de arte, semejante a la radical sensorialidad del paladar, escribió: En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada. Lo mismo vale para la maravilla del sabor: quizás nada sea mejor a guardar un largo silencio, después que el vino tinto ha venido a exaltar todos los sabores.
IV
Si es el silencio el que hace posible que toda degustación alcance sus propias honduras; si es el silencio la condición del tempo íntimo que permite paladear y exprimir los sabores; entonces será necesario identificar en el silencio, la llave maestra del gusto, el paréntesis que nos lleva al goce, el resquicio que nos abre al enigma del poro gustativo. Por el contrario, el sujeto que parlotea sin cesar mientras come y bebe, simplemente ingiere, mientras, con su boca abierta, hace visible a los demás cada etapa de su operación. Pero aún más: se niega a sí mismo y a los demás, la experiencia del deleite. Quien no experimenta el silencio del comer y del beber, se sustrae de lo que sabe. La aceituna, el romero, el aceite de oliva y el vino tinto, juntos o por separado, adquieren así la categoría de materiales de paso. Meros insumos de la cadena digestiva. Palabrerío contrario a la dignidad de Epicuro.
V
Todo lector puede razonar ante la construcción de un personaje o de una historia, si ella está bien narrada. Puede, también, compartir la intención menos visible de un poema. Un espectador puede dirigirse a quien le acompaña y advertirle del descubrimiento que ha hecho en la composición de un cuadro. Con el uso de algunas generalizaciones, un comensal puede salir del paso e intentar comunicar algo de la magia contenida en la aceituna envuelta en aceite de romero. Pero es en el placer de escuchar música donde el gozo alcanza su más hondo calaje y su más profundo estado de mudez. “La música ante todo”, anotó alguna vez Paul Verlaine en sus Cuadernos. Más adelante varió la idea y escribió, “Por encima de mí y por encima de las palabras, la música”: testificaba así su impotencia verbal, su gesto de inclinación ante la maravilla, ante la fuerza reveladora que tienen los sonidos que se organizan para producir placer a los seres humanos. Reconocía en la música aquello que resistía a la voluntad uniformadora de la lengua.
VI
Salvo que se escuche música con músicos (lo cual representa ni más menos que el apaleamiento del placer melómano, a manos del palabrerío que explica y convierte la música en artefacto técnico), el apogeo del melómano, también cuando afronta la experiencia en compañía de otros, ocurre en el silencio abierto del que escucha. Del mismo modo que hay un silencio cerrado, silencio del que enmudece para no corresponder al mundo, hay un silencio permeable, un silencio que es caja de resonancia, un silencio cada vez más abierto a los sonidos, a los sabores, a los colores. Hay el silencio tímido y solitario con que seguimos a Bill Evans interpretando “The Shadow of Your Smile”, en New York, un día ya lejano de 1967. Hay el silencio atento al brillo del Miles Davis de los últimos años cincuenta. Hay el silencio con que escuchamos a Monk, que nos sugiere, inequívoco, que el ser humano es frágil y camina siempre al lado del abismo.
VII
Pasan los años. Se suceden, unas tras otras, las experiencias. Poco a poco, las personas aprendemos que el silencio es un bien plural, maleable, inmenso. El gran potenciador. En actitud de silencio esférico (un silencio que se dispone a escuchar por todas partes) se accede a lo inaccesible: al sonido pleno de John Coltrane; a la pregunta por la potencia e impotencia de la idea de Dios; al secreto que se esconde en toda mirada; a la nueva sustancia de la civilización que se produce cuando alguien se come unas aceitunas al romero mientras se bebe, en un silencio que resiste a todo apuro, una copa de vino tinto.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
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