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Los mejores narradores jóvenes en español

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Por MARÍA LAURA PADRÓN

Abril es ese mes en el que celebrar los libros trasciende el tópico; es esa época del año destinada a ensalzar lectores, creadores y promotores, el artefacto que tiende puentes entre historias, personajes, ideas, obsesiones, murmullos. Quizás no había momento más especial y oportuno que abril para presentar ante el mundo un nuevo proyecto literario: Los mejores narradores jóvenes en español, un “sueño colectivo”.

Hace una década la revista británica Granta seleccionó un grupo de veintidós, menores de 35 años, como “los mejores escritores de esta generación”. Ahora la tarea se repite, excepto porque en esta ocasión son veinticinco los elegidos —recibieron más de doscientas candidaturas— y desde las primeras páginas, en la introducción, se hacen notar algunas diferencias entre una compilación y otra: el origen geográfico, la atención a las cualidades sonoras del lenguaje escrito y el aumento de la participación en la convocatoria por parte de las mujeres, aunque no más que los hombres, lo que parece una empecinada disculpa por no alcanzar una paridad que nadie más exige.

El ejercicio de seleccionar resultó “delicado y doloroso”, pues hizo tambalear las ideas preconcebidas de una supuesta “generación digital de cerebros adormilados y escasa capacidad de atención”. La misma afirmación en Los mejores narradores jóvenes en español es una consagración un tanto atrevida. Sin embargo, ¿acaso no lo es la propia literatura? Incluso después de que el jurado renunciase a sus predilecciones y anunciase el veredicto, el verdadero reto, en palabras de la editora y cofundadora de Granta en español, Valerie Miles, es abrir espacios para el intercambio trasatlántico, compartiendo maneras de ver el mundo, estrechando el vínculo entre Latinoamérica y España.

Una suerte de “polinización de la literatura” en la que participa la editorial Candaya, que nació hace más de quince años con el propósito de ser un espacio de encuentro y diálogo para los dos lados del atlántico; y ha sido la encargada de publicar este libro que es plural y diverso como el mundo. Aquí caben la belleza, la infancia, los rituales, la muerte; la vinculación con el territorio, las voces de los antepasados, la fiesta, la memoria, el trabajo; el pasado, el presente y el futuro se entrelazan; hombres, mujeres y hasta máquinas, todos sujetos de la imaginación.

También hubo un empeño en que los relatos tomaran distancia “de lo testimonial”, o “del muy cansino uso y abuso de la primera persona, de las figuraciones del yo”, pero ¿no es verdad que quien narra lo hace desde su yo?

Leyendo cada página, se quedan grabadas las frases a modo de ritual que los niños entonan para invocar a su vecino “idiota”: “Juancho, baile, baile, baile”, de José Ardila; o la Guinea Ecuatorial de Estanislao Medina Huesca, “un país que no es país sino un proyecto de proyectos abortados”. La búsqueda y confirmación de la libertad por parte de Mateo García Elizondo, a bordo de una cápsula, cárcel moderna de una humanidad descompuesta: “A la mente le cuesta mucho digerir el infinito, por eso solo le dedicamos algunos momentos furtivos”.

¡Y cómo no! Todavía laten esas insistentes ganas de acatar el mandato de la Abuela a la Niña: “Ver, oír y callar”, en el relato “Niños perdidos”, de Irene Reyes-Noguerol. “¡Pobres de nosotras, agarrándonos a la cultura como a un clavo ardiendo con tal de establecer un vínculo con el ser admirado!”, retumba en los oídos un pedacito de la “Oda a Cristina Morales”, de Cristina Morales.

Una selección nunca es total ni absoluta, ni se debe esperar que lo sea. La heterogeneidad de este volumen, y aun sus irremontables limitaciones, son parte y testimonio de la gran diversidad de voces jóvenes que componen nuestra lengua. Si alguna vez sentimos que faltaron autores, que determinada geografía no quedó incluida, que tal o cual estilo no encontró eco en el catálogo, sepamos reconocer estas visiones por lo que son; un tributo a lo inabarcable, a lo inmenso de la ficción castellana.

Sea por el placer que nos dan las obras reunidas, por la antipatía puntual que podamos sentir hacia alguna de ellas, o por la realización de que faltan nombres por descubrir o por premiar, un esfuerzo editorial de esta naturaleza mantiene “la bola rodando”, aviva el interés por nuestras letras y le recuerda a los narradores de hoy que los espacios expresivos no están ni estarán agotados.

A esta antología alguien podría hacerle reproches de carácter territorial: muchos países se han quedado sin representantes, pero más allá de las líneas imaginarias de la geopolítica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay, República Dominicana o Venezuela pertenecen todas a una misma Patria Enorme; que la Lengua de Castilla nos amarra como agujetas de zapato a los indios, zambos, peninsulares, sureños, chicanos y caribeños de guaguancó; todos juntos, todos diferentes, todos extraños y todos hermanos padecen las mismas miserias y sueñan todos con un mismo mejor destino; hablantes de una lengua intercontinental que es segunda apenas por el Mandarín, y eso no es poca cosa. Empujar hacia adelante nuestras voces, o bien diríamos, el poder hacerlo, con una pandemia mundial de por medio, nos recuerda que, verdaderamente hoy, ya no hay pueblos aislados. Olga Martínez, de Candaya, lo resumió bellamente en la presentación de este libro en el Instituto Cervantes, en Madrid: en la literatura, la única patria es la lengua.

No pidamos papeles en uno de los pocos terrenos libres que aún nos quedan, no seamos baratos funcionarios de inmigración, que ya hay demasiados, más bien seamos lectores. Estanislao Medina Huesca nos dice: “La literatura es siempre la magia de viajar sin pasaporte”. Julio Verne o Elias Canetti estarían de acuerdo con esta frase.

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