Por ARNOLDO ROSAS
A José Manuel Peláez
¡Mira qué casualidad, Perucho Bravo! Antojarte de pedirme razón de Heracles, justo cuando anoche me estaba acordando de la última vez que lo vi, hace años; y dime si no es oportuno, con lo importante que es para mí echarte finalmente ese cuento. Aunque no lo creas, involucra el honor de tu familia, el buen nombre de Hipólita Salazar, tu madre. ¡Por este puñado de cruces, mi hermano querido!
No hacía mucho que te habías ido a estudiar a Caracas, a la universidad, como los demás muchachos lo hicieron a Valencia, a Maracaibo, a Mérida, a Ciudad Bolívar, a Puerto La Cruz; y yo, que siempre fui más tapado que un submarino, y papá que no tenía real para mandarme a Tierra Firme, me quedé realengo en Porlamar, sin perro que me ladrase ni árbol que me diera cobijo, dando más vueltas que semilla en boca de vieja, rebuscándome un trabajito para ir pasando los días y colaborar en la casa que, tú sabes, siempre hace falta un medio para completar un real. Por las noches, caminaba hasta el muelle a observar los barcos adormecidos por las olas, y al faro de La Puntilla barriendo el cielo con su haz recurrente, o iba a pasear por la plaza Bolívar ansiando cruzarme con algún conocido para ponernos a conversar de las carreras de caballos, de la lucha libre, del juego de pelota o de cualquier otra estulticia que se nos ocurriera; o, si no, a contemplar a las muchachas, Hijas de María, saliendo con sus vestiditos blancos y sus medallas de plata de la misa en la iglesia San Nicolás. Si tenía algún bolívar picándome en el bolsillo, me empujaba al cine Paramount a ver alguna mexicana, y si era repetida, hecho el loco, como el que no quiere la cosa, me iba despacito – tal cual hice la vez de la que te digo – por la calzada de la calle Igualdad, diciéndole «buenas, buenas» a las familias que tomaban el fresco a la puerta de sus casas, derivando hacia el cementerio nuevo, cuando por esos rumbos no había nada, sino polvo, una vereda de tierra amarilla que conducía a Conejeros, y un tremedal reseco y hediondo donde comenzaba el rancherío hosco de Ciudad Cartón, y, por supuesto, mi norte: El Olimpo.
¿Te acuerdas? El botiquín de Chente “Maneto”. Más de una vez nos refugiamos allí, eludiendo el fastidio de Ciencias de la Tierra, cuando escapábamos al mediodía del liceo Nueva Esparta. Unas cervecitas. Un par de cigarrillos. Unas partidas de billar. Una habladera de necedades que nos alegraba el alma y nos hacía sentir invencibles.
Tras el ocaso, el negocio era otra cuestión. Música de rocola. Licor de toda clase. Mujeres cariñosas. Gente de cuanta ralea ha hecho Dios por estos mundos.
Al llegar, El Olimpo estaba hasta la cacha. Creo que era viernes de quincena y, por si fuera poco, un barco de la armada norteamericana había atracado en esos días, por lo que, además de los habituales, varios marineros gringos —blancos, negros, pelirrojos—, del tamaño de un mástil y gruesos como un portón, se repartían por el local, bebiendo a más no poder, abrazando a las mujeres, bailando por las esquinas, y, de vez en vez, sacando una trompeta para interpretar “As time goes by” y “Do you know what it means to miss New Orleans” como si fueran el mismísimo Louis Armstrong.
Estuve un rato indeciso en la puerta. Los hombres de Conejeros, Punda y Los Cocos bebían sus cervezas mirando con envidia y rabia a los gringos, celosos de que las mujeres no los tomaran en cuenta y solo tuvieran ojos para los recién llegados: ¡dólares son dólares, tú sabes!
«Aquí huele a pelea», me dije. «Mejor me voy». Pero, lógico, desoí mi consejo. Con paciencia y cuidado, evitando golpes o tropiezos, abrí trocha entre la gente, el humo y el ruido, hasta llegar a la barra de tablones de embalar, al fondo, donde Chente “Maneto” no se daba abasto sirviendo tragos, destapando botellas, cobrando por adelantado para que los borrachos y los pícaros no se le fueran a ir con la cabuya en la pata.
Tardé en que me prestara atención y, cuando por fin me dio la cervecita y le pagué, me escabullí del gentío, arrinconándome hacia donde la rocola sonaba opaca por la algazara de los gringos y su trompeta. “Cabeza de hacha” era la canción que se oía en el aparato, y no sé por qué carrizo me provocó cambiarla y poner “Bacozó”. Así que dejé la botella sobre la cónsola y me rebusqué en los bolsillos a ver si conseguía un mediecito suelto para meterlo en la ranura y seleccionar mi preferencia. No terminé de echar la moneda y una garra como de acero me templó el hombro y escuché que me tronaban en la nuca:
—Como cambies esa vaina, te despescuezo, carajito.
Procurando calma —diciéndome para mis adentros: «No te dije que no entraras, que olía a pelea; pero, tú, terco, bruto, te empeñaste, ¿y ahora?» —volteé hacia mi agresor, dispuesto a tirarle de sorpresa un rodillazo en las bolas y salir corriendo, y topé con los ojos fúricos de Heracles Marcano que ya tenía entre pecho y espalda más de un ron Chelías, tal cual delataban su aliento y el rojo de sus cachetes, y se me mojó la entrepierna. ¡Cómo enfrentar a ese mastodonte! ¡Ni jugando!
—Heracles, tranquilo —atiné a balbucear—. La iba a repetir. ¡Si a mí me encanta “Cabeza de hacha”, mi compay!
Al oír que lo trataba por su nombre, aguzó la vista para vislumbrarme mejor en la humareda del local y, casi al instante, disminuyó la tensión en la garra que me oprimía el hombro.
—¡Adiós, peroles; si es el peor pícher que ha nacido en Porlamar! – dijo bromeando al reconocerme –. Te salvaste de chiripa, mi hijo querido, que tengo unas ganas de matar a alguien; pero no a un tonto como tú. Ven, siéntate conmigo para que conversemos; a ver si se me baja la calentera.
Te imaginarás que después de ese susto no tenía ningún deseo de sentarme a conversar con él, sino de irme corriendo para mi casa y quedarme tranquilito hasta el día siguiente, pero tampoco le podía hacer el fo. Así que agarré mi cerveza, apreté la H-14 para repetir “Cabeza de hacha”, que hay que ser consistente con las mentiras, y me senté en el taburete libre que tenía Heracles a su lado en la mesa adjunta a la rocola. «Me tomo ésta y me voy», me dije y, para parecer interesado, inicié la conversación preguntándole:
—¿Y esa broma, Heracles? Una persona tan tranquila, educada, amable y pacífica como tú, ¿buscando pelea?
Ladino que a veces le toca ser a uno, tú sabes. ¿Quién en la isla no estaba al tanto que ese hombre era un fosforito? ¿En cuántas oportunidades no se fue a los puños contra un equipo de beisbol completo, allá en Genovés, porque no le gustó un picheo o le cantaron un strike o se ponchó? ¿Te acuerdas? ¿Y las ocasiones en que le dio una trompada a alguien porque no le respondió los buenos días? Pero yo no me iba a poner de impertinente esa noche, y menos después de haber sentido la presión de aquel puño. ¡Qué va, oh! Mejor irse por lo bajito y llevarse el gollete de la botella a los labios y saborear la cervecita mientras Heracles echaba su cuento y se calmaba.
Sin responderme, se sirvió dos dedos de ron seco en un vasito corto, lo mantuvo entre pulgar e índice, y se quedó mirando por encima de la gente hacia el lado opuesto del salón donde uno de los gringos, un negro retinto como Mandinga, ejecutaba la trompeta bajo un bombillo que le resaltaba aún más lo oscuro de la tez. Era inmenso el negro. Como de dos metros. Musculoso. Sudaba a chorros por el calor y la actividad. Al soplar el instrumento, los carrillos se le enrojecían e hinchaban a tal punto que si hubieran tenido inscrito “Feliz Cumpleaños”, fácil hubiesen sido globos de piñata. Interpretaba “Mood Indigo”; y lo hacía tan bien que hasta Duke Ellington lo habría aplaudido.
Heracles se empinó los dos dedos de ron y, tras limpiarse la boca con el dorso de la mano, me dijo afirmando con la cabeza, señalando al negro con los labios:
—A ese huele verga es al que voy a entrompar. Va a ver lo que es bueno.
«Termínate la cerveza y vete de una buena vez», me volví a aconsejar, pero, en lugar de hacerlo, me incliné hacia Heracles y le dije conciliador:
ꟷCaramba, mi hermano querido, apacíguate. Ese no es tú carácter, chico. Vamos a beber tranquilos y aprovecha y cuéntame que es lo que te atormenta para que te desahogues. Nada puede ser tan malo como para buscarse una vaina más. Peor. Y todo pasa, Heracles. Todo se olvida. Tú sabes, llueve y escampa.
Bobo que es uno, Perucho Bravo. Dando consejos, como si… Pero bueno… El asunto es que el hombre pareció hacerme caso. Arrugó la boca y asintió, dándome la razón. Se sirvió en el vasito lo que quedaba de ron en la botella que tenía en la mesa. Se lo bajó seco y volteado; y me indicó que hiciera lo mismo con mi cerveza. Obedecí. Eructé. Se rió.
—Ah buen gañote, primo.
«Por lo menos, ya está en otra actitud», pensé. «Valió la pena. Ahorita me levanto, le doy una palmada en el hombre, le agradezco la compañía, me excuso porque tengo que ir con papá mañana temprano a hacer una diligencia en La Asunción, y buenas noches, aquí no ha pasado nada».
Pero una cosa piensa el burro y otra el que arriba lo arrea. Heracles se paró y de un grito que parecía un huracán le pidió a Chente “Maneto” otra botella de ron Chelías y una cervecita bien, pero bien fría para mí.
—Yo invito —me dijo.
¿Qué podía hacer? Tomármela. ¿Qué más? «Ésta, y ya. Punto y aparte. Si te he visto, no me acuerdo», afirmé en mi interior tratando de aplacar la conciencia que no dejaba de gritarme: «¡Vámonos que para luego es tarde, caramba. Aquí se va a armar la de San Quintín». Pero, cómo negarme.
Mientras traían las bebidas, para agradecer a mi anfitrión, volví a la rocola, apreté de nuevo la H-14, que la “Cabeza de hacha” que yo había seleccionado anteriormente estaba por finalizar: “he vivido soportando un martirio / Jamás he de demostrarme cobarde / Recordando aquel proverbio que dice / Más vale tarde que nunca, compadre”. Ante mi gesto, Heracles volvió a sonreír, instándome a sentarme otra vez frente a los tragos que estaban sirviendo. Chente “Maneto” había marcado tiempo record y no le cobró. Sólo le dijo: «Te lo anoto en la cuenta», y se fue. ¡Cómo conocía a sus clientes ese señor!
—¡Salud, Heracles!, por la buena vida y las mujeres, ¡aunque mal paguen! —brindé.
Él retribuyó el brindis con una nueva sonrisa y cometí la imprudencia de repreguntar por el motivo de su molestia. Me miró condescendiente, evaluando quizá si podía confiar en mí. Se encogió de hombros, se humedeció los labios con el ron, escuchó el reinicio de “Cabeza de hacha” – “Ya me voy de esta tierra y adiós / a buscar hierbas de olvido y dejarte / a ver si con esta ausencia pudiera / con relación a otro tiempo olvidarte”-, y me dijo en un susurro:
—Lo que pasa, mi hijo querido, aquí entre nos, es que estoy metido en un berenjenal. No voy a cumplir una orden de mi hermano Euristeo. No esta vez. No me sale del alma echarle esa lavativa que él quiere echarle a Hipólita Salazar. A la familia Bravo. No me da la gana. No, señor. Y eso tiene consecuencias. Graves. Si lo sabré yo.
Cuando mencionó el nombre de tu mamá, tu apellido, Peruchito, se me pelaron los ojos, se me resecó la boca, se me despertó la tripa cañera, las ansias por más cerveza. «De aquí no me voy hasta que me eche el cuento enterito», me dije aferrado a la botella. «Si serás irresponsable, gran carajo», me retrucó la conciencia. La mandé a callar, que los amigos son los amigos, y no podía quedarme con la intriga.
La rocola proseguía con su “he vivido soportando un martirio / jamás debo demostrarme cobarde / arrastrando esta cadena tan fuerte / hasta que mi triste vida se apague”. Heracles señaló a la máquina, como para que prestase atención a la letra, y, melancólico, continuó:
—Esa es mi historia, carajito. Como en el programa de radio: “La historia de una canción”. Heracles “Cabeza de hacha”. Mejor que cabeza de machete, por lo menos. “Arrastrando esta cadena tan fuerte, hasta que mi triste vida se apague”. Pero nunca me he quejado. Nunca me importó que mamá le abriese las piernas al desgraciado de mi padre, ni ser hijo natural, ni haber tenido que vivir como un recogido casa de mi hermano. Esa es la suerte que me tocó, y la he asumido tal cual. Tampoco ha sido tan mala. Que ser hijo de un poderoso también tiene vainas buenas, así no lleve su apellido. Terminé sexto grado. Sé leer y escribir y sacar cuentas. Me mandaron a Trinidad a aprender inglés, y lo hablo hasta en cuti. No me ha faltado jamás techo ni comida, ni real en el bolsillo, ni una mujer con la cual desfogarme. ¿Cuántos pueden decir lo mismo en esta isla de miseria? ¿Que a cambio he tenido que padecer una que otra humillación, que ejecutar alguna verga no muy santa? ¡Gran cosota! No hay almuerzo gratis, mi compay. Pero todo tiene un límite, mi hijo querido. Un hasta aquí. Un ya está bueno.
Bebió un sorbo del vasito y permaneció unos minutos en silencio, abstraído. Tal vez reflexionando si continuar o no, o buscando por dónde proseguir. Aproveché para irme a buscar otra cerveza que la mía se había evaporado con el prólogo del relato. «¿Vas a seguir bebiendo, vagabundo? ¡Para eso de una vez y vete para la casa!», escuché en el trayecto que me decía la conciencia. ¡Mujer al fin! Ni bolas le paré. Pero, cuando le pedí a Chente que me diera una fría-fría-fría, como un iceberg, y que la anotara a la cuenta de Heracles; me repitió, al dármela, como un eco, lo mismo que mi conciencia: «mira, muchachito, mejor no sigas bebiendo y lárgate para tu casa. A ese compadre tuyo le falta un tornillo y, cuando se emborracha, no conoce ni a su mamá», y, tú sabes, Peruchito, Chente “Maneto“, de mujer no tenía ni pisca. No obstante, tampoco le hice caso. Agarré la cerveza y volví a mi sitio dispuesto a averiguar lo que pasaba entre Heracles y tu familia, cuál era la vaina que no le quería echar a tu mamá.
—Es verdad lo que dices, Heracles. Todo tiene un límite – solté al mismo tiempo que me sentaba para retomar el hilo de la conversa.
—Es así, mi hermano querido. Uno puede, por ejemplo, aceptar sin mayor problema las labores del hogar; que Euristeo se levante una mañana, se recueste al destilador y te diga como si no fuese contigo: «Habría que limpiar el gallinero; está hediondísimo». Uno, que sabe que es una orden, deja lo que está haciendo y se mete de frente en aquel corralón lleno de gallinas, pollos, pavos, patos, palomas, conejos y chivos, que se cagan y mean por doquier, a darle baldazos de agua y chorros a presión con la manguera, sin descansar, mañana y tarde, para soltar la guate y las cagarrutas, y amontonarlas para hacer abono o qué sé yo; y por más que uno se esfuerce, al anochecer, el gallinero sigue igual de sucio porque los animales no dejan de cagar y mear. Entonces se te ocurre hacer unos canales que traigan el agua directo del río y del pozo para que de continuo se irrigue y se limpie, y al día siguiente haces las zanjas y los desagües, y efectivamente resuelves el problema y vas donde Euristeo y se lo dices, y él, ingrato, como si no fuera gran cosa, te responde: «Vamos a ver cuánto dura eso, con la sequía tan atrinca que viene».
Se sirvió más ron, pero no lo engulló, lo dejó sobre la mesa, se acarició los muslos y las perneras del pantalón caqui que vestía se le humedecieron. Le sudaban las manos. Yo también dejé quieta la cerveza, pendiente de que continuara el cuento, que en la rocola no dejara de sonar “Cabeza de hacha”, para que no terminara nunca de irse de esta tierra y adiós, de arrastrar esa cadena tan fuerte, hasta que su triste vida se apague, sin que me dijera cuál era el problema, la orden que no quiso obedecer. Él, sin tomarse el trago, con las manos sobre las piernas, continuó:
—Tampoco tengo inconvenientes con que Euristeo me diga: «Heracles, ven acá, vámonos para el conuco que hay que matar unas culebras que anidaron en el pozo séptico y se multiplican como acures». Uno va, se faja como los buenos, y aquel culebrero no te da tregua. Matas una: salen dos de no sé dónde. Dando y dando, machetazo va y viene. De pronto se te ilumina el cacumen, le metes candela a todo eso, y de las culebras no dejas ni el recuerdo. A cambio no recibes ni las gracias. Pero bueno, qué más da. De igual forma, no me incomoda que me diga: «hoy amanecí con ganas de comer venado, o un verraco, ve y búscame uno; pero no quiero que lo caces con la báscula que después, comiendo, los perdigones me pueden quebrar una muela». ¿Cuál es el problema? Uno se va tranquilito para Macanao, resigue las huellas del animal en cuestión, pone los cebos y, así sea a mano alzada, se trae la presa para el almuerzo. Total, si se quiere, eso también es una manera de colaborar con la casa, y uno vive allí, y algo hay que aportar.
Agarró el vasito, lo giró entre los dedos sin levantarlo; sumergió la mirada en los tonos miel de la bebida. Después, de súbito, lo alzó, se lo zampó sin respirar. Se sirvió otro, y también, de un solo guatacarazo rabioso, se lo hecho al buche. Hizo lo mismo una tercera vez. Entonces, prosiguió con el relato:
—Sí, tengo que confesar que otras tareítas no me han gustado tanto, pero uno es del tamaño del compromiso que se le presenta, y mamá siempre me dijo desde pequeño que tenía que obedecer a mi hermano, que era importante que lo cuidara y complaciera, que ese era mi deber; que lo hiciera por ella y por papá. El viejo también me lo dijo de otra forma, «mientras cumplas con tu hermano, nunca te faltara nada, sobre todo en las cuestiones del negocio». Y por el negocio, por fregar a algún competidor, para ponerle freno a algún pícaro, he tenido incluso que hacer más de un robo: de ganado, de toros de lidia, de perros vigilantes; y hasta alguna paliza he tenido que dar. Vainas de las que no quiero decir más nada, que ya tengo bastante cargada el ánima para enervarla más.
—¿Y qué fue lo que colmó el vaso, Heracles?
Me miró de refilón, y se sirvió más caña hasta acabar con la botella. Se acarició el pantalón caqui, se arremangó las mangas de la camisa y respiró hondo como si quisiera fumarse el humo que había saturando el ambiente. Estaba rojo como un pitigüey cuando continuó:
—Esta mañana, como de costumbre, Euristeo estaba junto al tinajero, sirviéndose un pocillo de agua fresca, y, cuando me vio, sin darme los buenos días, soltó: «¿Quién habrá ganado la licitación para construir las fabricas de hielo en Pampatar, Juan Griego, Punta de Piedras y Boca del Río?». «Adiós, peroles —pensé—; a Euristeo se le zafó un tornillo. ¡Si él mismo vino ayer con la noticia!». «Ganó Eugenio Bravo», le dije sin mayores detalles ni controversias. «Eugenio Bravo, cará. Ganará un montón de plata con esas obras, y con la mujer tan bonita que tiene. Hay hombres sortarios en la vida », dijo como reflexionando, y continuó: «¿Qué haría ese señor si su mujer le montara cachos?». «¡No!, Euristeo, de verdad, perdió la razón —me dije—; si Hipólita Salazar es la mujer más honesta que hay en toda esta isla», y le respondí: «Ése se mata. No soportaría la vergüenza, y sería incapaz de hacerle ningún daño a su mujer. Seguro se mata, se ahorca, se tira por un barranco». «Hum —siguió Euristeo como meditabundo—. Y si Eugenio Bravo muere, se suicida, ¿quién haría las obras esas de la licitación?». «Definitivamente, Euristeo está insano», volví a pensar, y le solté: «Eso no va a pasar nunca en la vida, Euristeo. Hipólita, primero muerta que en una vagabundería». «Ajá; afirmó con los párpados, y se quedó como soñando antes de continuar: Pero no tiene porqué ser verdad, ¿no es así? Basta con que Eugenio lo crea, se lo imagine». Me lo quedé mirando, sabía que ahí, detrás de esas palabras venía la orden, alguna vaina mala se le habría ocurrido y el más huevón tendría que ejecutarla, y así fue: «Figuremos que otro hombre, yo por ejemplo, tuviese una prenda íntima de Hipólita. Una especial. Una que sólo ella hubiese poseído, y todo Porlamar se enterase, por chismes, por rumores, por haberla visto en manos ajenas, que Hipólita entregó esa prenda a su amante como prueba de amor, ¿no sería suficiente para que Eugenio se volviese loco y se matase?». Respondí con miedo: «Supongo que sí». Él se quedó mirando a la lejanía, hacia la empalizada de varas de mangle del traspatio: «Casualmente, he sabido que existe una pantaleta de seda, color perla, de tira bordada, con cintas lilas y rosa, que a la altura de la cintura tiene escrito con delicados brocados: Hipólita Salazar. He sabido que anoche la lavaron. Habría que ir a buscarla en su tendedero».
“Cabeza de hacha” había cesado en la rocola y, al otro extremo del local, el negro interpretaba los primeros compases de “Good Morning, Heartache”. Heracles calló. Su mirada destilaba éxtasis, como si evocara un amor remoto, especial. «Esa es la mejor canción de jazz que existe», murmuró. «”Buenos días, despecho”. En Trinidad la escuchaba cada vez que podía; pero hace falta quien la cante. En la letra está lo hermoso». Y como si le hubieran obedecido, otro negro, uno flaquito de rasgos finos, con el pelo tan engominado que reflejaba como un espejo la luz del bombillo, comenzó a cantarla con un sentimiento, con una voz, con un fraseo, carajo, Peruchito, que ni Billie Holiday, mi hermano. Todos en El Olimpo callaron para escucharlo.
—Ese vergajo tiene que ser mariolo —dijo Heracles sorprendido—. Ningún hombre canta así. Seguro el de la trompeta es su macho. El que se lo machuca. El que le saca los granos. El que… – y, a medida que hablaba, se iba enfureciendo otra vez -. Cuerda de gringos maricos, no joda. No me aguanto esa vaina. Ya verá esa retahíla de pajúos lo que es bueno. Y el primerito va a ser el de la trompetica. Me tiene arrecho con ese ruido de mierda que no permite disfrutar “Cabeza de hacha” como Dios manda. Por cierto, carajito: hay que volverla a poner; entretanto, pido más caña: ya la fuente se secó. ¡Chente “Maneto”, se útil y tráeme más ron y cerveza, de una vez, que para luego es tarde!
Mientras llegaban las bebidas, obedecí. Nervioso, Peruchito. No solo temeroso por si Heracles se antojaba de pagarla conmigo, sino pensando en la tragedia que se cernía sobre tu familia, en cómo te iba a golpear la noticia allá tan lejos: tu padre muerto, tu madre adúltera. Y tú sin oportunidad alguna de hacer nada, de socorrerlos, de poder continuar los estudios. «¡El recontracoño de la madre!», me dije, apretando la H-14. La conciencia estuvo de acuerdo conmigo en que no podía irme hasta saber lo que ocurría, lo que ocurrió, «pero, no bebas más que se te va a subir a la cabeza», y ya se me estaba subiendo, y sobre todo, bajando a la vejiga. «Debería ir al baño, pero no antes de concluir la historia», pensé.
—Y, entonces, qué hiciste, Heracles. ¿Buscaste el asunto?
Él no se sirvió en el vasito, tomó directo de la botella. La manzana de Adán le bajaba y le subía como pistón. Se limpió la boca con la palma de la mano y, con un gesto, me instó a beber:
—¡De bolas que fui a buscar las pantaletas! – dijo como si fuera estúpido haberlo preguntado—. Órdenes son órdenes, carajito. Cómo me iba a negar. Ni cinco minutos tardé en llegarme al Caserío Fajardo, por detrás de la casa de los Bravo. No se veía movimiento, como si hubiesen salido. Cauteloso, salté el cardonal que sirve de cerca al patio. Eso estaba solo-solito. Una gallina picoteando tierra bajo la mata de almendrón. Una lagartija que salió espantada con mis pasos. La casa muda y triste a mi frente. No más. Ni gato ni perro. «Pan comido», me dije, y sin mayor cuidado fui derechito al tendedero. Un mantel a cuadros que debió haber visto mejores años. Un pantalón de guayacán aleteando en la cuerda. Cuatro pañuelos azules con rayas moradas guindaditos uno al lado del otro. Y, tal como había dicho Euristeo, la pantaleta de seda color perla, con cintas rosas y lilas, con el monograma de Hipólita Salazar en la cintura. ¡Grandísima, muchacho! ¿Qué más cabía esperar?, si tu sabes que esa mujer tiene un fundillo, caramba, como para un trono episcopal.
No te alteres conmigo, Peruchito, que así dijo Heracles. Yo lo que estoy es repitiendo sus palabras, no faltándote el respeto. Aunque, dentro de todo, objetivamente, él tenía razón. No puedes negar que tu mamá, que Dios la tenga en su Santa Gloria, si algo tenía grande, era el fundillo; y el corazón, claro está. Mujer tan generosa como tu madre no existen más. Por otra parte, Heracles lo dijo con respeto. Hasta admirado. Y no se detuvo en comentarios lascivos. Siguió contándome que, sin perder tiempo, alzó las manos para liberar de sus ganchos a la pantaleta cuando, me dijo, arqueando las cejas:
—No me lo vas a creer, mi hijo querido: tuve una revelación. Vi clarito, como si estuviese frente a mí, a Euristeo encerrado en su cuarto, desnudo, oliendo, besuqueando la prenda íntima de Hipólita, restregándosela por la cara, por el cuerpo. Acariciándose íntegro con ella: el pecho, la barriga, las piernas. Llevándosela al pipe y pajeándose como loco con la pantaleta; hasta eyacular y llenarla de esperma. Una esperma viscosa, amarillenta, hedionda. ¡Y me dio una tibiera, mi compadre! No con él. Conmigo mismo. «Qué vaina es ésta, Heracles Marcano», me dije. «Una verga es ser sirviente, guardaespaldas, matón, pero ¿sigüí?, ¿alcahuete?, ¿cabrón? Que ese grandísimo carajo de mi hermano se las arregle solo, que se busqué él mismo sus mujeres. ¿Y qué me ha hecho esta gente de los Bravo para envainarlos así?». Entonces dejé el tendedero. Volví sobre mis pasos. Agarré la gallina que picoteaba tierra y de una sola sacudida la despescuecé quedándome con la cabeza en la mano. El cuerpo del animal salió correteando por el patio como si buscara su miembro perdido, y la aplasté de un pisotón que dejó una estela de plumas y polvo. Tumbé de una patada dos tunas del cardonal y salí a la calle cada vez más caliente, mas arrecho, más queriendo sangre. Si hubiera tenido hijos, los hubiera matado y comido para librarlos de la vergüenza de tener un padre tan huevón.
Se echó dos tragos seguidos y me miró con más rabia de la que tenía cuando llegué:
—Ahora la vaina es otra, carajito. No puedo volver a casa y decirle a Euristeo que no cumplí. Nos vamos a entrompar, y voy a volverlo maíz pilado. ¿Qué va decir mamá?, ¿papá? ¡Caín, coño de tu madre, derramando la sangre de tu hermano! Prefiero meterme en otro lío y que me enjaulen, treinta años en la Isla del Burro, en Guasina. O que me maten. Y en esas estoy, mi hijo querido.- Se echó un nuevo palo de ron y apuntó con el vaso hacia el otro lado del local.- Ese trompetista de mierda es mi mejor candidato.
La gente estaba cada vez más alborotada en El Olimpo. Más ruido. Más humo. Más baile. Más música. Los marineros, cada vez más alegres. Los otros parroquianos muertos de la risa conversando entre ellos. Chente “Maneto” cada vez más ocupado. “Cabeza de hacha”: incansable. Yo, con ganas de más cerveza, de orinar, de emborracharme hasta perder la razón.
Heracles, mirando al vacío, quizá pensando en el futuro, me dijo: «Ya vengo», como indicándome que iba al baño. Pensé que debía imitarlo, pero en lugar de eso —«todavía aguanto», me dije— me levanté para realimentar a la rocola, a buscarme una nueva cerveza, por más que la voz interior insistía: «ya te enteraste de lo que ocurre; aprovecha que el gigantón no está, ¡anda vete de una vez, carajo!».
Por eso no vi cuando Heracles agarró al negro gringo por el pecho, le pisoteó la trompeta, lo arrastró hasta la rocola y comenzó a darle cabezazos. Sólo sentí el estropicio de las tablas, de los vidrios de los vasos y botellas quebrándose, los empujones que me dieron hasta tirarme al suelo embadurnado de saliva, sucio de tierra y polvo, salpicado con colillas de cigarro, cuando la pelea se multiplicó en El Olimpo.
Logré arrastrarme hasta debajo de una mesa en la esquina.
Agazapado, mal bebiendo de la botella de cerveza que había perdido la mitad del contenido con la caída, pude ver las botas y las piernas de los marinos abalanzándose en gavilla contra unos pantalones caqui que eran los de Heracles, y cómo esas mismas botas y piernas gringas perdían contacto con el piso y, después, un ruido sordo de piedra golpeando piedra, y los cuerpos de aquellos negros, rubios y pelirrojos, cayendo cuan largos eran próximos ante mí. Algunos se levantaban y volvían hacia los pantalones caqui, y otra vez la misma escena y los mismos ruidos.
Me acabé la cerveza, cerré los ojos, y empecé a rezar, a arrepentirme de no haber escuchado a mi conciencia. Entre rezo y rezo, impulsado por una fuerza interior que no pude controlar, me puse a gatas, y, avemarías van y vienen, eludiendo cuerpos, pisotones, sin importarme los gargajos y la sangre en el piso, gateé y gateé hasta la puerta; y seguí gateando por las veredas polvorientas que concluían en el cementerio nuevo.
Pudiendo levantarme, no sé por qué, seguí en cuatro patas, rezando rosarios infinitos, por la calle Igualdad, por la plaza Bolívar, hasta mi casa, Peruchito; y, del susto, temblando, no quise salir de la cama hasta el lunes, cuando amanecí todo meado, que ninguna vejiga tiene tanta resistencia.
Después supe en el mercado que El Olimpo quedó vuelto leña, que llegaron los policías y los oficiales del buque norteamericano, que no hubo presos, que todo se resolvió entre amigos, que le pagaron a Chente “Maneto” un platal en dólares, billete sobre billete, y que Heracles se marchó para no volver.
Con los mismos gringos se fue. «Un hombre con tanta fuerza y coraje siempre es útil en el combate y alta mar», dicen que dijeron al contratarlo.
Comentan los que lo vieron irse esa madrugada, que iba moneando la cadena de la serviola de estribor de aquel acorazado gris, como si fuera él quien tirara del ancla para levarla, saludando con mano alegre a los que por allí había —en el muelle, en la playa, en los botes pesqueros—, gritando a pulmón henchido, cual muchacho que abandona una partida de metras:
—¡Adiós ojos que te vieron, paloma turca! Díganle a Euristeo Rodríguez que ni se le ocurra meterse con los Bravo, de infamar a Hipólita Salazar. Que a partir de hoy, ¡Heracles Marcano echa tierrita y no juega más!
Me han dicho que murió en el norte.
De viejo.
Que lo enterraron en el Saint Raymond´s Cementary en el Bronx de Nueva York. Justo al lado de Billie Holiday.
Hasta suerte tuvo. La negra no le cantara desde su tumba “Cabeza de hacha”, pero sí “Good morning, heartache”, como para que recuerde la última noche que pasó en la isla, o sus años mozos en Trinidad.
Si alguna vez vas por esos lares, Peruchito, llévale flores y rézale un padrenuestro. Le debes una.
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