La situación de nuestra frontera con Colombia, especialmente la más poblada y tradicional, es decir, la del Táchira con el Departamento Norte de Santander es el espejo que mejor refleja la irracionalidad y primitivismo del militarismo gobernante en Venezuela.
Detrás del discurso nacionalista, socialista y antioligarquía colombiana promovido por el chavismo, en estos últimos 15 años, se esconde un entramado de corrupción, violencia y muerte de largas dimensiones. Hoy Venezuela con la excusa de la pandemia del COVID-19 es un país en estado permanente de excepción. Sus avenidas, calles, carreteras y autopistas están tomadas por una legión de funcionarios militares y policiales, buscando resolver sus miserables ingresos, con la extorsión al ciudadano que sale cada día a la calle a buscar el sustento personal y el de su hogar.
En la frontera, la militarización funciona para hacer más gravosa la vida de una población tradicionalmente habituada al libre tránsito en la conurbación binacional Cúcuta-San Cristóbal. La línea divisoria entre ambos países es un hecho político basado en la geografía (el río Táchira). Tal separación no existe en el plano sociológico. Cúcuta, Villa del Rosario, San Antonio, Ureña y San Cristóbal constituyen un conjunto de asentamientos humanos interrelacionarnos por siglos de pacífica y productiva convivencia. Las familias se reparten a un lado y otro del río. Tan es así, que ya está próximo a cumplirse el primer siglo del puente Simón Bolívar, construido precisamente para hacer más humano el flujo de personas entre ambos lados, con todas las actividades que se derivan de esa interrelación.
Ahora, en pleno siglo XXI, cuando el intercambio humano, cultural, económico y social se hace más intenso a nivel global, saltamos en esta frontera, a una situación más gravosa que la del siglo XIX. El chavismo dinamitó la integración y cooperación entre ambas naciones, apelando a un absurdo ideologismo que ha afectado y sigue afectando a toda Venezuela, pero muy especialmente a la frontera tachirense.
El mortal cóctel de las políticas socialistas, con su carga de odio y politiquería, llegó para destruir la frontera más viva y próspera de América. Una zona plagada de industrias, comercios, servicios ha pasado a ser un cementerio desolado y triste. Solo en la Zona Industrial de Ureña más de 300 empresas cerradas y más de 4.500 puestos de trabajo directos perdidos. Aquella frontera que llegó a registrar, a finales del siglo XX, un intercambio comercial superior a los 7.500 millones de dólares, es ahora el territorio de una economía subterránea, opaca, ilegal, operada por mafias y grupos armados al margen de la ley (básicamente de la guerrilla colombiana) en estrecha cooperación con agentes de una fuerza armada, convertida vergonzosamente en socios de dichos grupos criminales.
Los agentes del poder revolucionario, antes que promover el libre tránsito y el comercio formal, se aferran a la informalidad porque con ella logran grandes ingresos. Es tan descarada la cartelización de “las autoridades” que ofrecen unos códigos, especie de santo y seña, para permitir el tránsito de camiones cargados de mercancías entre ambos países. Los citados códigos pagan una tarifa equivalente al 10% del valor, en factura, de la mercancía transportada. Una verdadera agencia de aduanas privatizada y controlada por los comisarios políticos del régimen. Mientras estos cobran por el tránsito de mercancías al por mayor, los agentes y soldados ubicados en los numerosos puntos de control, cobran por la menudencia transportada por humildes ciudadanos. Ese cobro, exigido como “una contribución”, comienza en la misma playa del río Táchira, donde para simplificar “el procedimiento” operan, en el mismo espacio y bajo el mismo toldo, los “combatientes” de la guerrilla colombiana de las FARC y los de la “Fuerza Armada Bolivariana”, y termina en las alcabalas de entrada a la ciudad de destino del viajero.
Todo un espectáculo de la destrucción de una institución, otrora motivo de orgullo de nuestra nación, agentes promotores del hostigamiento, humillación y vejamen a un pueblo, que por múltiples razones debe arriesgar su integridad, al verse obligado a desplazarse por las ya famosas trochas, toleradas para ir y venir entre ambos países.
Si bien es cierto que la política del conflicto con Colombia es fruto de los resentimientos y contradicciones intelectuales de Hugo Chávez, también es cierto que la complejidad de la pandemia ha servido de justificación al absurdo y prolongado cierre formal de las fronteras.
Esto nos debe llevar a solicitar a Colombia, a su gobierno, una pronta apertura unilateral de los pasos legales. Esa decisión reduciría de forma dogmática el oscuro tránsito de las trochas. Por otra parte, obligará a la dictadura comunista a hacer lo propio, ya que su posición la justifica con la política de cierre acordada por Colombia.
Somos voz de un conglomerado humano muy denso e importante, que exige detener el abuso, fruto del absurdo y de los negociados oscuros, tejidos tras la cortina del discurso patriotero de una camarilla sin valores humanos.
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