Un libro se hace de dolor y desamparo. De algunos errores también, de la imposibilidad de no escribir, que es el mayor error que conozco. De insomnio y gracia. Hay personas que creen que un libro se hace de historias y otras que piensan que un libro se hace de sonrisas. A esas personas les digo: no sean ingenuas, esos libros no se hacen, esos libros no existen. Hay palabras para hacer libros, pero nadie las consigue. Se perdieron entre los puños de los escritores pegadores.
Tengo un amigo que divide a los escritores en tres: fajadores, estilistas y pegadores. Así, un estilista es J.M. Coetzee. Un fajador es Henry Miller. Un pegador es Kafka. Un estilista puede ser Juan Carlos Onetti, aunque liquide sus peleas en los primeros rounds. Y un fajador puede ser Alfred Jarry. Un pegador, en cambio, es total. Un pegador es Borges, un pegador es Dostoievski, un pegador es William Shakespeare, dice mi amigo, que conoce poco de boxeo y mucho de libros. Un estilista es, o puede ser, o pudo haber sido, William B. Yeats. Un fajador, Osvaldo Soriano. Un pegador, Juan Rulfo.
Juan Rulfo es Rocky Marciano. No, Juan Rulfo es mejor que Rocky Marciano.
¿Quién puede ser, entonces, Edgar Allan Poe? ¿A qué tipo de oscuro y perfecto boxeador encarnaría?
Raymond Carver, Horacio Quiroga y Antón Chéjov son únicos. Cada uno es el mandarriazo severo de Roberto Duran directo a la mandíbula. Son las manos de piedra alzándose en señal de victoria. Dylan Thomas es un fajador, Malcolm Lowry es un fajador, Charles Bukowski es un fajador. Todos tienen el cerebro abollado y pierden antes de empezar a pelear, pero combaten como animales, ellos son el espectáculo.
Si Luigi Pirandello es el Niño Benvenuti de la creación literaria en su país (ganó ochenta y dos, empató uno, perdió siete), Julio Cortázar podría ser una especie de Carlos Monzón en el suyo, o viceversa. Rodolfo Walsh, en cambio, es un pegador que se lanza a la guerra sin protector bucal, un pegador que se ensucia, como los fajadores de la vieja escuela. Es un pegador callejero.
¿Y el mejor de los combates? Uno corto de Antonio Di Benedetto contra las convenciones adquiridas, conectó todos los golpes que lanzó: veloz, preciso, lacerante. Ganó por nocaut desde el inicio.
¿Yasunari Kawabata? Le pregunto de repente a mi amigo, como para sacarlo de sí. Él piensa y hace un ademán con el dedo, se frota las manos, como si acabara de colocarse una venda que le queda apretada. Tamborilea. Es un estilista, me dice, un estilista sensacional, como Sugar Ray Leonard. No sé, le respondo, nunca vi una pelea suya. ¿Italo Calvino? También. ¿Y qué más? ¿Qué me dices de los boxeadores de ahora? David Foster Wallace es un fajador comprometido que murió saltando la cuerda, Thomas Lynch es un estilista que comenzó tarde, pero a pesar de ser blanco consigue bailar como mariposa y picar como una abeja; es como John Berger, pero sin la mirada de tigre. Tomás González, Mario Bellatin y Alejandro Zambra son las actuales promesas del boxeo estilístico en Latinoamérica, marchan invictos entre los pesos ligeros. Daní Umpi es un estilista del peso pluma, Juan Villoro es un buen fajador con un superequipo de relacionistas públicos, y Bolaño un pegador al que arrolló su propia sombra, que siempre golpeaba en la zona lumbar.
Como ves, sigue mi amigo, los pegadores nunca sobran, ellos aparecen de tanto en tanto para mantener vivo el deporte. Son como Márquez y Pacquiao, que nacieron para demolerse entre sí. Mi amigo no habla de Mayweather porque dice que lee muy pocos libros de autoayuda.
En Europa el boxeo es de los rusos, cuenta mientras se limpia las uñas con un papel muy fino, pero ellos hace mucho que dejaron de escribir. Hay un portugués que ofrece buenos combates, se llama Gonzalo M. Tavares, y en Brasil están el fajador Rubem Fonseca y la reina muerta del estilismo en su categoría única: Clarice Lispector… Ajá, ¿y quién es Mohamed Ali? Lo interrumpo para ver si ya antes ha ensayado esta conversación, o al menos esta respuesta. Cervantes –y esta vez me responde sin titubear–, era tan bueno que peleaba con una sola mano.
Mi amigo es gruero. Conduce una grúa. Asiste a los accidentados de las carreteras oscuras. Vive con los dedos manchados de grasa mecánica. Me confiesa que prefiere a las mujeres, pero que eso no quiere decir que les tema a los hombres. Mi amigo sufre de insomnio, por eso me llama en las noches para conversar. Para hablar de libros, de viajes, del azar, del dolor y la renuncia, de aquellas cosas que perdemos en cada abrazo, cuando se nos van las fuerzas. También de otro de sus amores imposibles, una rubia con piernas de tenista rusa que además es mi amiga. Ella no aparece en este libro, pero mientras él habla, yo duermo. Mi amigo cree que su situación es circunstancial, pasajera. No sabe lo que le va a pasar, como todos. Yo quiero creer que soy un estilista con intuiciones de fajador en el primer escalón de los pesos wélter, le digo, y me temo que terminaré con el pómulo roto y la saliva seca. Él se ríe. Al igual que todos los jóvenes escritores venezolanos no eres más que un sparring, me dice, necesitas endurecer las piernas. Él cree que soy poeta a pesar de que intento parecer un asesino en el ring. Hace poco llegamos a un acuerdo mi amigo y yo. Más que un pacto, se trató de una coincidencia: un libro se hace de atrevimiento y también de imágenes que vuelan. Sobre todo, de imágenes que vuelan en la noche.
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