Apóyanos

Algo del laberinto de Herrera Luque

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Por ALFREDO SCHAEL

Son 30 años del fallecimiento de uno de nuestros escritores más leídos en Venezuela y el mundo. También entre los grandes personajes residentes del municipio Chacao.

En diciembre de 1966, Francisco Herrera Luque (Caracas, 1927/1991) estrenó un Oldsmobile ocho cilindros en V, cuatro puertas, escogido entre la gama ofrecida por don José Mateu en la Compañía Nacional de Automóviles C. A., establecimiento con historia situado en Puente Hierro.

Cuando llegó a la casa en la Avenida 12 de Altamira, no pasó desapercibido el vecino con carro americano nuevo utilizado un par de días antes de Navidad para con María Margarita ir a comprar el Niño Jesús en Juguetelandia. De vuelta en Altamira, tuvieron la ingenuidad de dejar los regalos en la maleta del carro para que los muchachos ni sospecharan las sorpresas que les aguardaban.

Pero a la mañana siguiente apenas bajaron a desayunar, la mucama española tenía embuchada la noticia de que durante la noche alguien se llevó el flamante sedán blanco. Casi sin rodaje, apenas estrenado y poco disfrutado, los Herrera-Terán perdieron para siempre aquel vehículo que tardarían en reponer mediante la compra de otro que pondría fin a la subordinación casi total a “carros libres”.

Era rígido, exigente en la educación de sus hijos, estudiantes del Colegio Santiago de León de Caracas. Los varones siempre se quejaban de la rigidez del padre pero la hembra fue muy consentida. “Nuestros cinco hijos fueron criados con mucho amor, esfuerzo, en un hogar lleno de valores morales y sobre todo donde se les inculcó amor por el país”, recuerda María Margarita Terán, viuda de Francisco Herrera Luque.

Cuando en 1963 fijaron residencia en la parte alta de Altamira, las obras de la Cota Mil eran el patio de recreo de la muchachera de la zona. Regresaba a sus respectivas casas totalmente entierrada de pies a cabeza, contentísima por las experiencias de jugar con absoluta libertad entre los canjilones y terraplenes mientras duró la construcción de la avenida que no pocos inconvenientes significó hasta su apertura al tránsito.

Según María Margarita, la personalidad de su esposo “estaba formada por un tríptico: querer (disposición a ser); poder (tener capacidad de hacer) y hacer (llevarlo a cabo), acompañada de tres exigencias: silencio, cigarrillo y café”.

En la intimidad era disciplinado, reflexivo, con buen humor; disfrutaba de la buena mesa y puntual hasta la exageración. Le desesperaba la impuntualidad del venezolano. En los pocos ratos libres o de ocio jugaba tiro al blanco con un arco, ajedrez y lo entretenía la jardinería. También le apasionó el cine.

Muy joven asumió el compromiso de revisar la historia oral referida por su abuelo Andrés Herrera Vegas (1871/1948), distinta de la enseñada en las escuelas, de la historia oficial. Eso lo vuelca a investigar los hechos hasta encontrar cómo sucedieron, cuál era la auténtica personalidad de los personajes y cómo eran los escenarios en los cuales tuvieron lugar los grandes acontecimientos nacionales, asegura María Margarita.

En la juventud le interesó la ciencia pero también el humanismo, la cultura, el mundo de las ideas y del pensamiento universal. La influencia del padre, el psiquiatra Francisco Herrera Guerrero (Caracas 1902/España 1950), determinó los estudios de medicina (1946/1953) pero una vez en el oficio lo enamoró la psiquiatría (1954/55), factor determinante y presente en toda su obra como investigador y hombre de letras.

Al regreso de Europa (1955), en octubre de 1956, casó con María Margarita Terán Austria, unión de la que nacieron cinco hijos: Francisco (1957), Bernardo (1958), Martín (1960/1993), Mariana (1963) y Juan Manuel (1964/1987).

La pareja se conoció (mayo de 1956) durante una corrida de toros en el Nuevo Circo y a los cinco meses contrajo matrimonio. El noviazgo transcurre en la casa de la familia Terán-Austria entre las 3ª y 4ª transversales de la avenida Mohedano de La Castellana. Antes de contraer matrimonio Francisco Herrera Luque residía en La Florida con su madre, doña María Luisa Luque Carvallo, viuda desde 1950.

Después de la boda en la iglesia de Chacao, “siempre lo vi en su escritorio trabajando. Compartí mucho con él en un principio. Él me decía Negrita y cuando escribía, como no existía la computadora, él redactaba, leía, corregía, cortaba el papel, lo pegaba con teipe, subía un capítulo con otro a punta de tijera y goma; después me decía con cara de imploración: “Negrita, ¿por qué no me pasas estas páginas en limpio?”.

Los primeros años del matrimonio transcurrieron en diversos domicilios incluyendo Caraballeda. A falta de techo propio, vivieron alquilados en Baruta, en el edificio “Estoril” de Los Palos Grandes, así como en cierta quinta de indiscutible comodidad situada en la Quinta Avenida de esa misma urbanización. Allí pasaron poco tiempo pues pronto percibieron lo que parecía la presencia de un alma en pena. “La historia en esa casa terminó cuando un amigo nos trajo la información de que en medio de una discusión, en plena sala, el marido hirió de muerte a su esposa”.

En búsqueda de algo mejor y sin rastros de muerte, dieron con la propiedad a la venta por el general (Ej) Elías Antonio García Barrios (promoción 1952), situada en la Avenida 12 de Altamira. La quinta “La Tercera” —subiendo, tercera parcela del lado izquierdo— era hermosa, espaciosa y se ajustaba a las crecientes necesidades de la familia.

“Pancho carecía de dinero… Jamás tuvo plata ni siquiera después que con su trabajo como médico y catedrático universitario, investigador y escritor casi a tiempo completo, se comienza a figurar entre los autores que más libros ha vendido en la historia editorial del país”.

Pero se atrevió a comprar por 190.000 bolívares la casa de García Barrios cuando la abuela Alejandrina Carvallo de Luque le dona al aventajado y afectuoso nieto un galpón en Quinta Crespo. A poco de Pancho recibirlo, el local fue expropiado para dar paso a una obra pública. El gobierno lo pagó con tal prontitud que Herrera Luque pudo cancelar la cuota inicial.

Recién mudados optaron por cambiar el nombre a la casa: “San Martín” en lugar de “La Tercera”. Doña María Luisa Luque fue devota de San Martín, la razón para el cambio.

El inmueble de dos plantas tenía detrás terreno que el nuevo propietario se ocupó de sembrar de frutales y organizar un jardín hermoso donde los cinco hijos soñaban con la llegada del “fin de semana para hacer nuestras parrillas, mientras nos contemplabas a todos monearnos por cada uno de esos árboles que sembraste en esa quinta de Altamira que nos vio nacer”.

De la casa de Altamira que al escritor rodeaba de comodidades para trabajar aislado e incluso a partir de determinado momento, atender a los pocos pacientes que recibía al resolver dedicarse a escribir el mayor tiempo posible, a Mariana Herrera Terán le resultan inolvidables: el cuarto de trabajo de su padre situado en el ático, de donde provenía “el taquititaqui de su máquina de escribir… el olor a cigarrillo y la Jean Marie Farine… En el estar, la televisión (prendida) y todos los cojines en el piso, cuando nos explayamos mis hermanos y yo después de hacer las tareas… La puerta de la biblioteca (sometida a) la norma: ‘mientras escuchen la máquina de tu papá no pueden entrar’ (donde con absoluta seguridad lo hallarían) con (el) cigarrillo en la boca y su marcador negro haciendo sus últimas correcciones… la silla de cuero…”.

Con extrema crudeza Bernardo considera que “San Martín representó un hogar militarizado. Teníamos reglas muy estrictas para la convivencia. Teníamos un decálogo detrás de las puertas del cuarto… desayunar a las siete todos juntos. Estar todos sentados a una hora fija para el almuerzo y no se comía fuera de horario. Las visitas estaban prohibidas. No disfrutamos de una infancia: prohibido jugar y ver TV entre dos y seis, que era la siesta de mi papá. Vimos crecer la hiedra y los árboles que sembramos mis hermanos con mi papá”.

Siempre me sentí volcada a quitarle a Pancho las mayores preocupaciones domésticas para que realizara su obra, comenta la señora Herrera Luque, antes de agregar: “Su búsqueda e investigaciones siempre fueron en solitario. ¡Su musa era Venezuela! Repetía: educar, educar, educar. Hay que estimular la lectura porque no sólo es instruirse sino también estimular el recogimiento espiritual”.

Agrega María Margarita: “La máxima preocupación de FHL era la violencia que siempre ha estado presente en la personalidad del venezolano, en buena medida la razón de tres de sus libros: Los viajeros de Indias, Las personalidades psicopáticas y La Huella Perenne”.

El ruido de las teclas fue constante a lo largo de la residencia (1963/1989) en la quinta “San Martín” pues cierto día Gabriel García Márquez le preguntó a Francisco Herrera Luque cómo escribía, si a máquina o a computadora: “¡Con máquina!” —respondió—. Entonces Gabo le prometió una computadora si se comprometía a usarla. Lamentablemente cuando llegó, Pancho había fallecido.

La muerte de Juan Manuel hizo irresistible la permanencia en la casa de la avenida 12 de Altamira, la cual se prolongó 26 años. El muchacho estaba en la recta final de los estudios de medicina cuando una enfermedad lo condena a sobrevivir irremediablemente apenas meses.

En 1989 los Herrera-Terán se reubican en un apartamento arrendado muy bien situado en la parte baja de La Castellana, municipio Chacao.

En diálogo imaginario entre Mariana y su padre, él habría referido: “Viniendo para la plaza (Altamira) me di cuenta de que en este municipio pasé los mejores años de mi vida. Al nacer Pancho, tu hermano mayor, logramos mudarnos a un reducido apartamento en los Palos Grandes, por supuesto alquilado, mi sueldo de médico recién graduado no me permitía más lujo, hasta que finalmente compré lo que fue mi primera y única casa. Como ya tú sabes las penurias que pasamos con la enfermedad de tu hermano tuve que vender la casa, gracias a Dios nuestro vecino (Amadeo) Marcos le ofrecí que mejor me comprara la casa y así se hizo. Fueron momentos muy duros, siempre dije que de mi casa saldría con los pies pa’lante, pero el destino me cambió la jugada, sentí temor de también tener que salir de mi entorno de cuarenta años, pero ya sabes cómo es tu mamá”.

 

En el apartamento de un amigo residente un piso más arriba en el mismo edificio, la noche del 15 de abril de 1991, a los 64 años de edad, un ataque al corazón puso fin a la presencia terrenal de ese venezolano “que siempre debe ser leído y siempre recordado como el gran escritor gracias a cuyos renglones pudimos penetrar en el alma de Venezuela y en sus graves conflictos y enigmas” —afirma su biógrafo, el crítico literario e historiador Roberto José Lovera De Sola—.

Nicomedes Febres Luces, médico, historiador, coleccionista, marchand de arte, de la obra de Francisco Herrera Luque resalta el valor que le imprimió “al complejo cultural y genético de nuestro país, enfrentado (por) Herrera Luque, quien aparte de ser el psiquiatra que fue, manejaba la historia de Venezuela como muy pocos. Por eso, tirios y troyanos temen a Herrera Luque pese a que su obra se defiende sola, aunque algunos la traten de ignorar”.


*Alfredo Schael es periodista, vicepresidente de la Fundación Francisco Herrera Luque y presidente de la Fundación Museo del Transporte Guillermo José Schael.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional