El falseamiento del significado de las palabras, como ocurre con quienes, mediante un trabajo de zapa, desnudan de categorías a la cultura occidental y se las apropian asignándoles contenidos diversos, trasvasa a la vieja y perversa cuestión de la mentira política.
Bajo el fascismo italiano, lo recuerda Piero Calamandrei, “las palabras de la ley no tienen más el significado registrado en el vocabulario jurídico, sino un significado diverso… Hay un ordenamiento oficial que se expresa en las leyes, y otro oficioso, que se concreta en la práctica política sistemáticamente contraria a las leyes… La mentira política, en suma, como la corrupción o su degeneración, en el caso… se asume como el instrumento normal y fisiológico del gobierno”, dice el eximio jurista.
Las izquierdas socialistas, ayer comunistas, rebautizadas como progresistas, que aceptan ser capitalistas globales, solo preocupadas por la sana gobernanza de la globalización según lo apunta Grínor Rojo, enemigas, eso sí, del pensamiento único, no obstante, ahora secuestran y hacen suyo el lenguaje liberal. Lo descontextualizan y vuelven descriptor de su parque jurásico marxista. Les interesa atraer mediante engaño a quienes se les resisten intelectualmente, al paso destruir los sólidos morales y culturales que aún impiden o les frenan en su expansión.
“Una manifestación de la politización del pensamiento [mejor aún, de la degeneración de la política] es la manipulación del lenguaje”, explican Francisco Contreras y Diego Poole. Con ello se busca inducir la aprobación colectiva de comportamientos o acciones que resultan indigeribles para la moral social o el patrimonio intelectual de una sociedad.
Cada palabra, de ordinario ofrece y permite a quien la dispone, al momento de expresar su pensamiento, hacerlo de un modo veraz y susceptible de ayudarle a construir su relación con la otredad, con los otros, con sus congéneres; ya que “verdad es la adecuación del entendimiento con la realidad, no es una plena ecuación, sino una tendencia, una aproximación” humana sin solución de continuidad.
Para lograr el entendimiento compartido y evitar el diálogo de sordos que diluye y separa, la forma natural de la racionalidad humana es, por ende, la discursiva. Es la que permite que las percepciones varias se aproximen y trasciendan al imaginario que arriesga siempre con dislocarse, y para que las palabras integrantes del discurso resulten concordes y aseguren el sentido señalado de la comunicación: Que forme familias, haga amistades, conjugue valores, los integra como nación y patria.
“La lengua es el oxígeno de lo humano”, afirmé en 2012 ante el III Congreso Internacional de la Lengua Española convocado en Rosario, por la Real Academia. Puntualizaba el concepto del reconocido profesor venezolano de políticas lingüísticas, Carlos Leáñez Aristimuño: «Por ella entramos en la sociedad, por ella la sociedad entra en nosotros. Ella es la red que lanzamos sobre la realidad para pescar significación. No es otro conocimiento más: es la base del conocimiento».
Por consiguiente, perturbar o prostituir la lengua equivale a destruir los fundamentos de la civilización y la cultura que se comparte, la Occidental judeocristiana y grecolatina entre nosotros. Eso hace exactamente el “progresismo”, en su caminar repetido hacia la dictadura de Estado como “derecho”, en nombre de “la libertad, la igualdad, la solidaridad”, la justicia, en flagrante atropello a la inteligencia.
George Lakoff, intentando predicar la neutralidad que animaría al “progresismo” o, mejor, persuadido de que “la mayoría de las personas no se preocupan por lo que es verdad sino por el contexto de la mentira”, al preguntársele sobre el aborto o el derecho a la protección del no nacido, resuelve con una carga de relativismo utilitario que, puerilmente, renuncia a la certidumbre de las palabras, es decir, a la verdad: “El problema de la moralidad del aborto queda resuelto cuando decidimos qué palabras usar en cada caso”. Así, “mientras que el uso de ‘conglomerado celular’, ‘embrión’ y ‘feto’ mantiene el debate en el ámbito médico, cuando aparece el vocablo ‘bebé’, el debate se desplaza al ámbito moral”.
¿Qué y cómo responder desde Occidente al desafío de la impostura lingüística global y en su avance? El dilema es simple. Es el drama de discernir entre la vida y la muerte.
“El principal valor del lenguaje para Platón estribaba en servir de auxilio en el camino de la intuición intelectual”. Aristóteles considera al lenguaje como “una representación simbólica y convencional de las cosas. Sin dejar de destacar su valor instrumental, lo precisa como “organon de nuestro razonar (nivel lógico) y en el valor predicativo que se transfiere al sujeto y le da una subsistencia que es garantía de la verdad de las proposiciones (nivel ontológico)”.
De modo que la corrupción de las palabras y su pasiva aceptación conlleva a la renuncia del ser que somos, no sólo como políticos. Nos situaría en el plano de la “amnistía” humana, del olvido, de eso que en la Teogonía de Hesíodo significa el “poder de hablar con autoridad”.
Desde nuestros orígenes como civilización, esa Mnemósine o relación con las musas tomaba su nombre de un río del Hades, “agua del que fluye fresca”, opuesto a otro llamado Lete o el río del olvido, cuyas corrientes bañan al inframundo donde las almas de los muertos beben para perder “todos los recuerdos del mundo de los vivos”.
No por azar, y esto basta para cerrar estas reflexiones, la memoria de lo que hacen los hombres es obra de las palabras y las formas que los sostienen en la intersubjetividad, en la posibilidad de la comunicación recíproca. Trastocar el significado de cada palabra expresa un trastorno de la personalidad por evitación. Quienes lo hacen, al cabo, son políticamente esquizoides, como los autores de la Declaración del Grupo de Puebla empeñados en crear al “nuevo ser progresista”, socialmente fracturado, narcisista, carne de cañón para los autoritarismos y también para el gobierno por las plataformas digitales.
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