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Mariana Bunimov: La Beauté a été Convulsive

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Por MARÍA ÁNGELES OCTAVIO

Domingo, enero 24, 2021. Cinco días antes de la apertura de la exhibición La Beauté sera Convulsive. Una tarde lluviosa. París desolado. Sillas apiladas dentro de los restaurantes, cafés y bares. Todo cerrado. Shutdown. Covid. No hay música en las calles. Pocos transeúntes. Dos o tres peatones. Todos con máscaras. Pocos carros. Menos autobuses o taxis. De pronto un rugido. Volteamos. Es como si un león se acercara. París es Paris y la Place de la Republique siempre es convulsa y está llena de gente que protesta por cualquier razón. Alzan su voz bajo un cielo muy gris. Muchas razas. Demasiado color lavándose en la lluvia. Consignas. Carteles. Miramos. Me distraigo. Caigo en un charco. Pies mojados, empapados. Botella de vino en mano. Un clochard nos mira. Extiende su mano. En nuestras manos milhoja de praliné de Jacques Genin. La mejor de París. Dos mujeres que caminan apresuradas por la rue de Chateau d’eau hasta cruzar en la rue de Lancry. Abre la santamaría. Las dos entramos. Nos resguardamos en el taller de la artista. Nos calentamos. Nos servimos una copa. Buni generosamente comienza la antesala de su exposición La Beauté sera Convulsive que se exhibió en París, en la Galerie Michel Rein, hasta el 30 de Marzo 2021.

Cualquiera de estas escenas que abren el texto, todas ciertas y vividas con la artista, podrían formar parte de la familia del imaginario de Mariana Bunimov. Su pintura se nutre de todo, de lo que sobresalta, de lo que conmueve, de lo cotidiano, de los excesos informativos de nuestros tiempos, de una fruta, de un diseño textil, de un avance tecnológico, de una escena hogareña, sus hijas, de una llamada de Caracas,  de un asunto político. Todo lo que capta su atención corre el riesgo o la fortuna de quedar inmortalizado en sus obras. Todo forma parte de su corpus. Bunimov transforma ese bombardeo de imágenes que nos llegan en el espacio público y el privado en parte de su obra. Las hace íntimas a través de la pintura. Ralentiza el procesamiento de la información a través de los trazos y el tiempo que le toma pintarlas. Les orquesta una diégesis intensa, profunda, obscura con rayos luminosos y como dice el título de la exposición les da un golpe convulsivo.

Al ver las obras sentimos que nos sumergimos en sueños, metáforas o alucinaciones. De estos lienzos brota un aura psicológica de lo pintado. Es como si un inconsciente quedara desnudo delante de los ojos ingenuos que se acercan a disfrutar una belleza inusitada y desprevenidos son asaltados, por lo que yace bajo esos trazos perturbadores cromáticamente perfectos que nos seducen con su aesthesis, pero que están llenos de picante y un “pinch” o punto de burla. Son composiciones virulentas, envenenadas de significados no intencionales a veces y buscados otras. Son puertas a un mundo onírico a través de los ojos, las manos  y el talento de Mariana.

“A veces cuando estoy pintando o en el estudio surge un lugar que parece que no tuviera tiempo y que está dividido en espacios.  Es un poco como la vida del inmigrante que vive en dos realidades. A veces estás aquí o allá, pero el allá no existe en el aquí. Esto me pasa cuando veo las pinturas y me doy cuenta de los temas y siento que salto de un tema al otro, de un lugar a otro. A veces me siento responsable de los sueños que sueño y veo el espacio donde estoy dormida soñando que estoy despierta”. Dice Mariana sin respirar.

Nos sentamos en el piso y me empieza a mostrar la exposición que la curadora Ángeles Alonso Espinosa ha curado con un criterio fragmentario. Yo tengo el honor de ver las obras sobre el concreto del piso. Digo el honor pues el desparpajo y la naturalidad impregnan la experiencia y la hacen informal y mágica. La artista me muestra las obras que van a la galería y las otras que se quedan en el taller. Todas me cautivan. Algunas son grandes en lienzos, otras pequeñas obras al óleo sobre papel o tela, varias son dibujos diminutos.  Me siento en una sala de edición de cine. Como si estuviera frente a los “fotogramas” o imágenes de una película espasmódica, llena de contemporaneidad y dinamismo. Digresiones y elipsis que sin fade in pasan de un tema a otro completamente alejado de la línea narrativa con la que comienza el discurso, con violentos cortes y saltos. Una historia llena de otras historias sin relaciones o nexos que, sin embargo, enriquecen el conjunto de la muestra y resignifican todo amarrándolas y dándoles sentido en la belleza.

“Este trabajo es una especie de diario, en el que puedo pintar a mi hija Clara y al día siguiente hacer un fantoche que es una serie de militares. Un tema suave como puede ser una niña tocando el piano acompaña al militar corrupto latinoamericano. Son dualidades de la vida. Veo de esa manera fragmentada. Trato de buscar una verdad en ese quebramiento. Ese militar puede convivir con la pintura de mi mamá que murió o la de Rodrigo Amarante o David Bowie. Puedo ver una imagen en la calle o en Instagram o en el periódico que dispare la inspiración y ponga en marcha una idea. También puede ser un suceso o un sentimiento”, dice Bunimov.

La detengo ante unos cambures que me guiñan el ojo. Le pregunto embriagada por esta obra y me responde: “Cambur Européenne”, es una pintura que hice a principios del 2020 a partir de otra más pequeña. El tiempo estaba muy feo afuera. Cielo gris. Es una mezcla de lo natural y lo urbano. Esa imagen existe en Venezuela pero aquí no. El título usa la palabra cambures que es una palabra muy nuestra y no bananas que es la palabra que los europeos y los americanos utilizan. Me viene la idea de una suerte de ironía, del romanticismo de la pintura de la naturaleza como si la pintura fuese más vieja de lo que es. Es un rescate por tratar de estar en un lugar que no existe”.

Mariana Bunimov es una mujer venezolana de pura cepa insertada en Europa, con apellido y sangre rusa y por supuesto venezolana. Su pintura es de una belleza tan perturbadora que ha creado un lugar inexistente. “El presidente de todos los museos de París, Chris Dercon, dijo en una visita privada que Cambur Européenne era un masterpiece”. Comenta Bunimov.

“Yo siempre he pintado. Desde que tenía 12 años estaba en clases de pintura. Tomaba clases de pintura con Gladys Medina y escultura en la Federico Brandt. Luego entré a la UCV y allí solo aprendí la teoría. Paralelamente seguí mis estudios con Gladys Medina. Después de la invitación a la Bienal de São Paulo me fui a NY. Allí se dio un proceso en el que cuestioné la validez de la pintura. Se hablaba mucho del fin de la pintura y la muerte del arte. Hoy en día entiendo que las pinturas nos han ayudado a ver durante los últimos 30.000 años. La cámara como dice Hockney ve geométricamente, pero nosotros vemos psicológicamente”. Se mudó a París hace casi 20 años y allí vive y crea sus obras.

Hace unos 5 años volvió definitivamente a la pintura. Fue un intento por separarse de la tecnología que siente la devora. Quería ir más lento.  Deseaba conectarse a una actividad que contrariamente a las instalaciones que dependen de mucha gente, solo dependiera de ella, de su inspiración.  La pintura es intimista e individual y solo depende de quien pinta. Con sus trazos Mariana conjuga el verbo convulsionar en pasado, presente y futuro para producir belleza.

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