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Yo hago nuevas todas las cosas

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Hablar de esperanza frente a un panorama desolador no es fácil, porque los ojos físicos no ven mucho en qué creer. Uno puede reconocer, sin embargo, que los momentos difíciles ocultan bondades que dan fruto con el tiempo. Esa es la experiencia de quien ha constatado que, a situaciones así, sigue algún tipo de don que no es propiamente material. La aparente pérdida es superada con una ganancia más sustancial, que no se habría obtenido sin estos choques que no se entienden bien a primera vista.

Esto que digo es propio de toda experiencia humana, sin distingo de credo, pues por ser hombres compartimos similares aspiraciones y necesidades (desde las más básicas y físicas, hasta las más elevadas y espirituales). Nos distinguimos en nuestras particularidades y en las maneras diversas de afrontar los mismos problemas. La experiencia de nuestra fragilidad; de nuestro deseo de felicidad y del carácter medicinal, curativo, de tantos dolores inevitables, constituyen aspectos relevantes de ese bagaje de sabiduría propio de muchas culturas. La fiesta de hoy, para el cristianismo, arroja una luz potente sobre la vida y el sentido de los acontecimientos, pues la Resurrección marca la ruta de la verdadera esperanza: es el cumplimiento de las promesas de un Dios que no miente y busca a cada hombre como a un hijo querido.

Aunque pareciera que las creencias personales deberían limitarse a una esfera privada, íntima, en la que la razón vendría a interponerse, vale recordar que en muchas circunstancias la vida misma nos pide  modificar nuestros modos de interpretarla si queremos comprenderla mejor. Si bien el dolor (incluyendo a la muerte, como esa gran vivencia ineludible) puede asumirse varonilmente sin otorgarle un valor redentor, no puede negarse que todo cobraría un sentido distinto si descubriésemos que todo mal puede vencerse y generar algo nuevo. En la dimensión del espíritu, todos los efectos del pecado, por grandes que sean y hayan sido, pueden tornarse en abono de bienes elevados. Dios siempre sobreabunda: solo necesita de nuestra buena voluntad.

Cuando uno camina sabiendo que a esta vida le sigue otra, lejos de eludir el presente, como se piensa a veces, se le enfrenta y asume mejor.  El día de hoy es lo único real que tenemos entre manos y es por eso el tiempo en el que tenemos que actuar, amar, y encontrarnos con Dios, pues el “ahora” es lo más parecido a la eternidad. Ese es también el momento en que la conciencia nos ilumina; por eso se desprende mucho de la honestidad con que respondamos a lo que nos diga.

De este modo de afrontar la realidad se deriva un modo de actuar. Solemos desear que las cosas cambien por fuera y aunque hay que esmerarse en que esto suceda, lo verdaderamente importante es que cambiemos nosotros, corrigiendo en nuestra intimidad todo aquello que haya que corregir. Mi llamado no es a un intimismo que evade. Es solo a revisarnos por dentro para acoger la novedad que podría venir a traer a nuestra alma ese Dios que hace nuevas todas las cosas. Él sabe redireccionar los caminos tornando en bien nuestros pecados y equivocaciones. Tal vez necesitamos de más humildad para disponernos mejor a superar esta encrucijada; tal vez espera que nos reconozcamos como somos: hombres frágiles, necesitados de una mayor espiritualización.

Sus pensamientos no son los nuestros, como dice la Escritura. Sus sendas no son las nuestras. Dejándonos completamente libres, nos sobrepasa y dirige la historia. Un verdadero misterio difícil de comprender. Para no hablar de Providencia, algunos prefieren hablar de leyes de la historia, de los planes ocultos de la naturaleza o de la “astucia de la razón”. Son modos de reconocer, sin pretenderlo tal vez, que nuestro andar por este tiempo no nos es plenamente “controlable”. En miles de detalles de la vida cotidiana experimentamos, también, cómo tantos sucesos convergen en puntos que se escapan a nuestras decisiones. Sucede lo que no hemos planificado ni hubiésemos podido imaginar nunca. En la vida se cruzan varios tipos de lógica, pero la que nos supera precisa de la entrega de nuestro corazón para hacérsenos comprensible.

Dios busca acercarse siempre, cada vez más directamente: cada vez más cara a cara, como lo pretenden los verdaderos amantes y amigos;  somos nosotros quienes debemos acomodarnos por dentro para reconocerlo y responder. El siempre provee y ayuda, porque su misericordia es más fuerte que los móviles que le son contrarios. El país, sin duda, necesita ser “re-creado”, ser “hecho” de nuevo. Lo será si nosotros nos disponemos a reformarnos por dentro, confirmados en que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. El puede hacer nuevas todas las cosas; puede asombrarnos en su modo de sacar mucho bien del mal que hoy nos parece abrumador. Lo hará si somos humildes y nos atrevemos a acercarnos a Jesús como esos discípulos temerosos tras su muerte. Ellos se encontraron con el resucitado: con ese Dios que no vino propiamente a liberarlos del Imperio Romano, sino de ese mal cuyas consecuencias no podremos eludir del todo nunca, pero que hará de la vida un infierno si no hacemos nada por combatirlo.

Allí empieza el cambio: en el propio corazón.

 

 

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